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Lo que cayó con el muro

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– Por Teodoro Petkoff – 9/11/09 – Tal Cual

El siglo XX no duró cien años; fue más corto. Comenzó en 1917, con la revolución bolchevique en la Rusia de los zares y terminó en 1989, con el derrumbe del muro de Berlín. Para todo efecto práctico y político, la caída del Muro, hace ya veinte años, marcó el fin de la experiencia comunista sobre la mitad del planeta, aunque todavía debieron pasar dos años más para que la propia Unión Soviética se desplomara a su vez. Ambos eventos marcaron el comienzo y el fin de las utopías milenaristas del siglo XIX.

Fue un fenómeno singular. Por primera vez, y en franca contradicción con el personaje en cuyo nombre se había levantado aquella abominación, un régimen social y político desaparecía sin que sonaran más disparos que los del fusilamiento de Ceausescu, el dictador de Rumania. Marx había sostenido que tal cosa rara vez ocurría, dejando para la historia una de sus citas más citadas: «la violencia es la partera de la historia». En el caso de la Unión Soviética y su imperio esteeuropeo y asiático, no fue así. Todo fue tan suave que hasta el nombre de «revolución de terciopelo» recibió alguna de aquellas transformaciones milagrosas. Regresaron al capitalismo sin huesos quebrados. Ya antes de la crisis soviética, en China y Vietnam, los comunistas habían impulsado otra revolución (¿o se debe hablar de contrarrevolución?), retornando también al capitalismo, en su versión salvaje ­como en Rusia, por lo demás. Tuvieron la precaución de no aflojar el férreo control totalitario sobre la sociedad, de modo que el tránsito en sentido inverso se hizo, al igual que en la URSS y sus satélites, sin levantar olas, pero también, a diferencia de estos, sin que llegara por sus predios ninguna forma de democracia.

La caída del Muro de Berlín, en lo que tuvo de significación simbólica para todo el sistema, era previsible e inevitable. Varias sacudidas previas la habían precedido. Es imposible sostener indefinidamente un régimen político que suprime las libertades esenciales del ser humano. Un chiste de la época decía que un perro gordo y reluciente había saltado de Alemania Oriental al otro lado; interrogado por un perro occidental, flaco y hambriento, acerca de esa extraña opción, dado que se veía tan bien comido, respondió: «Quiero ladrar». Poderosa idea. Pero también es imposible sostener indefinidamente un régimen económico que hace del Estado el alfa y omega de la economía.

Cuando se juntan la dictadura, la estatización absoluta de la economía y, con ambas, el control totalitario de la sociedad, el resultado es un régimen inviable e intrínsecamente frágil. Sólo puede perdurar algún tiempo con base en el Terror y en la supremacía de la policía política.

Pero en el largo plazo es insostenible.

Lo insólito es que por nuestra comarca haya, veinte años después, un militar ignaro que incluso teniendo ante la vista el emblema tropical del fracaso del modelo soviético, todavía crea que hay algo rescatable en ese tiranosaurio e intente llevar adelante su proyecto levantando muros entre sus conciudadanos, reduciendo el ámbito de la convivencia democrática y ensanchando, hasta extremos francamente contraproducentes, el radio de acción del estado en la economía. Quién no aprende de la historia está condenado a repetirla.


Todo se derrumbó

La Unión Soviética y sus provincias imperiales de Europa oriental y Asia creyeron que podían encajonar a sus sociedades entre los muros que levantaron para aislarse del mundo exterior. De esos muros hicieron una grotesca zapatilla de Cenicienta. Lo que no entraba en esa horma brutal era cortado, como, los dedos de las hermanastras de Cenicienta, que les impedían calzar la breve sandalia. Creyó su gran profeta, Stalin, que la voluntad humana era suficiente para llevar a la sociedad por el rumbo que sus catecismos teóricos habían establecido. Cuando la voluntad humana no daba más, había que meterle el hombro con la policía política y el Terror.

Parafraseaba, quizás, en su fuero íntimo, a Thomas Jefferson: el árbol del socialismo debía ser regado con sangre. Y con sangre de millones lo regó, con el miedo de millones construyó los andamios dentro de los cuales quiso sostener aquella construcción monstruosa e inhumana. Fue inútil. Todo se derrumbó. Stalin no alcanzó a vivir para presenciar el final. Tal vez murió creyendo que dejaba «todo atado y bien atado», como pensara otro dictador, Franco, que quedaría España después de su viaje al más allá. Tal vez imaginó Stalin que después tanta muerte, de tantas torturas, de tantos campos de concentración, la vieja Rusia se había resignado a las formas modernas ­las suyas­ de la secular autocracia zarista. Se le escapó un detalle.

La vieja Rusia había protagonizado dos grandes movimientos revolucionarios, el de 1905, y el de febrero de 1917. ¿Qué podía hacerle pensar que el espíritu revolucionario ruso, ese que creía uno de los dos componentes esenciales del «ser revolucionario» (el otro, según él, era el «espíritu práctico norteamericano»), se había marchitado? Hace veinte años, precisamente porque en la Unión Soviética los espíritus habían despertado, se cayó el Muro de Berlín. En sana paz, porque, esa vez, Gorbachov no mandó los tanques.

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