La historia que voy a intentar relatar tiene que ver con la amistad, con las emociones personales, con las prioridades de la vida y, fundamentalmente, con nuestra mirada de las cosas, aquello que comúnmente designamos como “valores de vida” que llegado a una etapa de los años, es casi un balance inevitable.
Todos los hechos, curiosamente, se remontan a un recuerdo que involucra a mi amigo Eduardo y un viaje de juventud que terminó, drásticamente en un accidente de carretera, cuando se dirigía eufórico de expectativa a Cafayate. Estoy hablando de una veintena de años y ya esta localidad era un destino soñado de placer y refugio: descanso/tamales/locro/asado/empanadas y, sobre todo, vino de excelencia a elección. Lo que no estaba en los planes iniciales de la partida, era que la llegada a cumplir esos sueños, nunca se haría realidad por un imprevisto del destino, que incluye en su reportorio esperable, alegrías inmensas y penas de la misma índole.
Un vuelco no previsto, ni deseado frustró, no sólo el viaje, sino la vida del conductor y compañero de viaje de Eduardo.
El diario local, se hizo debido eco de la noticia dominguera, día que tradicionalmente es de mayor tirada en la semana. Por supuesto: fotos del auto siniestrado/incluida del occiso (muy reconocido en el medio comercial), no así de mi amigo, salvado milagrosamente e ilustre desconocido, más el informe detallado de la fatalidad.
Desde siempre los diarios se explayaron en este tipo de noticia, dicen, los más entendidos, que es para saciar el morbo de los lectores. Después del impacto periodístico, me interesaba encontrar a mi amigo para presentarle mis condolencias y, convengamos, que no pasó demasiado tiempo porque a los pocos días se presentó la oportunidad. Eduardo iba caminado, relajadamente, por la city salteña realizando sus tareas bancarias, como si no hubiera sido noticia del único diario (de ese momento), yo lo esperaba de pechito para descargar la ansiedad contenida. Momento excelente para un café y una plática específica que tenía visos de indagatoria, en que los condimentos estaban dados: accidente de carretera/ milagro intermedio/ sorpresa negativa inesperada y un estado de congoja justificado en los hechos.
Para mi desconcierto, Eduardo, estaba (mentalmente) entero; eso sí, con el registro físico inevitable del accidente, de lo que era en la mirada común, una tragedia imprevista. Yo necesitaba la respuesta dramática del accidente, quería ver ojos enrojecidos de pena, las lágrimas recorriendo sus mejillas, las manos arrancándose los cabellos de desesperación; en fin, algún gesto de señal de la malaventura. Pero no, de su boca escuché las palabras de reflexión más profundas de mi vida: “No Juan, la vida nos da la oportunidad del olvido…La capacidad humana para olvidar es una de nuestras mayores cualidades”.
Me costó asimilar, en ese instante, este sabio argumento, porque en mi elementalidad personal, sólo esperaba lo dramático/ lo calamitoso/ lo catastrófico/lo conmovedor, y lo único que recibí fue una meditación pausada/serena/ calma/ apaciguadora y por sobre todo, esencialmente, madura. La conversación me quedó flotando para el resto de mis días y la incorporé como un principio de experiencia, no deseada, pero sí inventariada.
Capacidades Necesarias
Realmente, en nuestra historia personal hay que aprender a OLVIDAR. Ejercitarse en borrar malos recuerdos (incluido los duelos), porque tachar ayuda muchísimo a la salud mental y esa condición sí que es importante, al menos en la adultez. Ya entrados en años, es preferible tomar distancia de la perfección como mandato interno, de esos pensamientos que hacen sufrir, y con un poquito de distancia del Alzheimer (que es inevitable en la ancianidad), llevar el borrador a cuesta para no hacer del sufrimiento una virtud.
La mayoría de los manuales de psicología, aconsejan un mínimo de mezquindad en esta cuestión, en el sentido de tomar cierta distancia de la pesadumbre, que sólo conlleva dolor. En ese sentido la cultura adolescente actual, impuso la acertada frase: “Ya fue” “Pum para arriba”, para hacer efectivo el olvido. En esta dirección Paulo Coelho tiene sabias y profundas reflexiones al respecto, fácilmente detectables en la Internet. En cierta etapa de la vida hay que hacerse algo transgresor con las rigideces de la propia y necesaria disciplina juvenil, para tomar la recta de la adultez con algún toque de liviandad, que no es precisamente irresponsabilidad o negligencia, sino permitirse la tolerancia de una misión cumplida. O sea, algún momento de la vida tiene que ser el resultado de la marca contundente: “Hasta aquí llegue”, sobre todo con esa eterna obligación de los deberes cotidianos, en que cada uno sabrá dónde le aprieta el zapato y que cordón aflojar.
Un agregado más, a riesgo de tornarme pesado “como calzoncillo de viejo”. Esta etapa, es mucho más saludable si se llegó a esta altura con un mínimo de armonía conyugal, porque no sólo juega uno sino todo el resto que lo constituye (y, en esta sumatoria se puede agregar hasta los vecinos), ya que el entorno familiar favorece a tranquilizar las aguas y todas estas transgresiones se deben acompañar con una cuota de armonía familiar ¿No cierto? Mi conocida Marta, diría que hay que dejar fluir el niño interior y conciliar esas heridas del pasado, que no es otra cosa que realzar la autoestima fragilizada en la vida cotidiana, o como diría mi amigo Mauricio: “hay que establecer un canal de comunicación afectivo entre los seres que caminan juntos”, rematando que frente a las cosas hay que saber tomar distancia, distancia para mirar desde afuera, como un ejercicio gimnástico fascinante y saludable. A algunos recuerdos adversos, hay que saber refrenarlos y marcarle el paso; algo así como saber poner Límites. El tema, según palabras del sabio Gorrini, tiene mucha tela para cortar, que como final de esta opinión, sobra.