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sábado, diciembre 28, 2024

Guillermo E. Pilía: sus respuestas y poemas

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El protagonista de la nota, cuya obra intelectual ha sido declarada en 2010 de interés cultural por la Municipalidad de la ciudad de La Plata, es el escritor Guillermo Eduardo Pilía.

Guillermo E. Pilía nació el 29 de octubre de 1958 en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, la Argentina. Se graduó en Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación por la Universidad Nacional de La Plata. Ejerce la docencia como profesor de lenguas clásicas y de teoría literaria. Es director de la Cátedra Libre de Cultura Andaluza de la UNLP, director emérito de la Cátedra Libre de Literatura Platense “Francisco López Merino” de la misma Universidad, titular del Aula de Taurología “Ignacio Sánchez Mejías”, vicepresidente del Consejo Argentino para las Relaciones con Andalucía, Secretario de Asuntos Académicos del Instituto Iberoamericano de Estudios Andalusíes, senescal de la Hermandad Literaria Generación del 27 y Miembro de Número de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid. Parte de su obra poética ha sido traducida al inglés, al portugués, al griego moderno y al italiano.

Entre las principales distinciones obtenidas se encuentran el Primer Premio Provincial de Literatura “Roberto Arlt”, 1989; el Primer Premio de Ensayo en el Certamen Nacional “60 Aniversario del Fallecimiento de Horacio Quiroga” de la Sociedad Mutual de Empleados Públicos de Rosario, Santa Fe, 1997; el Premio publicación del certamen “Todos somos diferentes” de la Fundación de Derechos Civiles de Madrid, España, 1999; el Premio Al-Ándalus de la Federación de Asociaciones Andaluzas de la República Argentina, La Plata, 2010; el Premio Andrés Bello por su obra poética completa de la fundación homónima de Madrid, 2014; el Premio a la Excelencia Literaria de la Unión Hispanomundual de Escritores, Orlando, Estados Unidos, 2016.

Toda su obra intelectual fue declarada en 2010 de interés cultural por la pilia1-2.jpgMunicipalidad de su ciudad natal. En el género ensayo se editaron los volúmenes “La trascendencia en la espiritualidad hispana”, 1999; “Andalucía, tan lejana y cercana. Memorias de los inmigrantes andaluces de la región de La Plata”, 2002; “Los castellanoleoneses de La Plata”, 2005; “Diccionario de escritores de la provincia de Buenos Aires. Coloniales y siglo XIX”, 2010. Sus libros de cuentos son “Viaje al país de las Hespérides”, 2002; “Días de ocio en el país de Niam”, 2006; “Tren de la mañana a Talavera”, Madrid, 2009. Entre 1979 y 2012 se publicaron sus poemarios “Arsénico”, “Enésimo triunfo”, “Río nuestro”, “Río nuestro / Cazadores nocturnos”, “Huesos de la memoria”, “Viento de lobos”, “Visitación a las islas”, “Caballo de Guernica”, “Ópera flamenca”, “Herido por el agua”, “Ojalá que el tiempo tan sólo fuera lo que se ama” y “La pierna de Rimbaud”.

Sitúo: naciste cuando Arturo Frondizi cumplía unos seis meses de su presidencia de la Nación, después de una dictadura.

GEP — Es así. Y en un barrio apartado de mi ciudad. Viví hasta los catorce años con mis padres y con mi abuela paterna, que fue la única de mis abuelos que conocí. De mis primeros años tengo sobre todo recuerdos sensitivos: el aroma de la cal húmeda de las obras en construcción, el perfume del alquitrán, del asfalto caliente que ascendía de las calles más nuevas. A la tarde, el olor a mandarinas en invierno y a jazmines en verano; al anochecer, los de la albahaca y la tierra húmeda de las quintas. También conservo memoria de algunos sonidos: en las mañanas de convalecencia, el rumor de las fábricas y oficios; por las noches, el del viento que hacía oscilar el farol de la esquina con sus ráfagas, el silbato de los trenes que se oía en el alba.

Tengo pocas reminiscencias, en comparación, del sabor y del tacto: quizás mi infancia sólo haya sido el aire cálido de enero y el sabor de las moras; también —por qué no— la desmemoria de la muerte. A veces, en mi niñez, sin quererlo, en mis manos moría una luciérnaga, mis dedos sucios de su última luz. Imágenes: llegaban otras lluvias; y siempre de luto, mi abuela destendía contra el viento un velamen de blanquísimas sábanas. Recuerdo mañanas de niebla —en verdad, los días más hermosos nacían entre las nieblas de los suburbios—; y la mancha de tinta que descubrí en el fondo de un cajón, el agua y la palabra siemprevivas. Recuerdo mosquitos, Navidades, la bola de marfil de una sombrilla, mañanas de gracia prodigiosas. Y también las tormentas de tierra, los pellejos de serpientes, ese tórrido viento que traía, como plebeyas banderas, las babas del diablo. Eran muchos los miedos que, por las noches, juntaban mis manos en oración.

Me estremecía la oscuridad; pero de la mano de mi madre —al anochecer y siempre en el verano— dábamos un paseo por el parque rumoroso que estaba enfrente de nuestra casa; y veía, desde un banco entre sombras, cómo se desprendían de los árboles bandadas de murciélagos. Ahora tengo nítida esa imagen; y sin embargo, me fue necesario aguardar muchísimos años para recuperar ese recuerdo. Había un deseo, en esos tiempos, de estar a media luz y en soledad, en habitaciones que parecían fresquísimos claustros; anhelo de noches de lectura y de oración, de las primeras lecturas escuchadas y el balbuceo de las primeras plegarias. Mis abuelos muertos, de los que escuchaba hablar y a los que conocía por fotos, llegaban entonces al conjuro de esas palabras encendidas, a veces también en los silencios, en el olor de los ajos y en el zumbar de mosquitos, en el humo del piretro que ardía su mágica brasa sobre mi cómoda. Era una edad sin espacio ni tiempo, sin conciencia y sin relojes: la edad sin fisuras en el muro del mundo.

Todavía hoy tengo el privilegio de entrar todos los días a la casa en la que nací. La curva de la calle es la misma, son los mismos el parque y los árboles, la luna que a veces asciende tras las copas. Aún es esa casa en que viví —en esencia, en lo profundo— la misma que fui lejos a buscar. Pero hoy ya no encuentro la vereda de ladrillos, gastados por los zapatos y las muletas de los mendigos que entonces me aterraban; ni el agua y su memoria rumorosa, ni los enjambres de insectos que revoloteaban por las noches bajo el farol, ni aquellos perfumes de la tierra y de la albahaca.

No eran los pasos de los mendigos el único misterio de aquellos años. También misteriosa —y en la memoria amarillenta— era asimismo la esfera del reloj de cocina que velaba mi infancia. La tarde en que dejó de funcionar y pasó a ser mi juguete hoy regresa como un ramalazo; y también vuelve la emoción de tocar ese disco inalcanzable —sus agujas negras, la roja, enhebradas en un ojo común, y los números que el niño que yo era no acertaba a entender—; la cuerda de un color acerado y aceitoso; las ruedas y su olor a engranaje perfecto… Ese instante ha quedado, como el reloj, detenido en esta endeble memoria. ¿Qué era lo que buscaba yo en su carcaza de metal, si el tiempo para mí aún no existía?… Hoy no sé si era entonces su máquina lo que más me conmovía, o su latido igual al de mis sienes, al paso de aquellos mendigos de los que hablé, a todo lo que llenó de mitos mi pasado, mi presente de palabras.

Es curioso, pero tuve que irme muy lejos para encontrar nuevamente todo aquello que un día tuve al lado: no sólo esos misterios del tiempo y del destino, sino también otras cosas: la goma negra de un gotero —pronto diré cuánto representaron los remedios en mi infancia—, esos frascos que encerraban un líquido alcanforado y azul, las ampollas resguardadas en cajas de madera; y el vapor alcohólico en que hervían las jeringas y las agujas sobre un mechero de la cocina, el patio sin baldosas antes de que se soltara la tormenta… Y la imagen de las manos de mis mayores, que untaban todas las noches con ajos y aceites el pan de la pobreza. Todo sigue estando allí de alguna forma, en esa casa que era y es —en esencia, en lo profundo— la misma que fui lejos a buscar. El pasado vuelve en cada instante de mi vida y extiende mi memoria al infinito. A veces, el humilde, el simple olor de un fósforo de cera que se enciende, ilumina mis días sepultados.

Era demasiado vasto ese mundo de la infancia, aunque a simple vista hoy parezca un cúmulo de cosas insignificantes y caóticas. Era mucho, y yo sólo alcancé a aprender apenas un manojo de palabras para decir lo vasto del recuerdo: el olor del café que se molía tras altos mostradores —y después el rito de guardarlo en grandes latas que aromaban la noche—; y el día en que por azar descubrí, en un ropero oscuro, un vestido floreado de mi madre —y en cada flor perduraba una siesta de verano sin límites, la luz de las doce en la tela vaporosa. Acaso, cuando elegí —si es que se elige— ser escritor, asumí en exclusividad el destino de pronunciar mi entorno, de llamar con un nombre a cada cosa, a todo aquello que vive en necesidad de palabras. En este cantar la ambigüedad de lo nacido, hoy descansa mi alegría: en darle una palabra a lo que nunca suplicó tener voz. Porque sin palabras —se ha dicho— no existe vida o muerte: sólo vértigo o miedo.

Los remedios en tu infancia, adelantaste; por lo tanto, tu salud. ¿La vincularías con tu vocación literaria?

GEP — Quizá se entienda un poco más el curso de mi vida y mi vocación de escritor —si es que de ello merece que alguien se tome el trabajo— si digo que tuve en mi infancia una salud quebradiza: sufría de asma, y muchas noches las pasaba tosiendo; y mi piel, a la mañana, era del color de los mármoles viejos —como las estatuas que aterran a los niños en los parques a oscuras—. De esas noches en vela me han quedado —sobre todo— las fantasías que hilvanaba en mi afán por dormir. Antes dije que hablaría de remedios. Pues bien: los nombres de los que me daban han quedado en mis labios. He olvidado muchos nombres —de personas, de lugares, de cosas—, jamás los de aquellos brebajes. El gusto de los jarabes regresa a mi lengua después de tantos años, y todavía me provoca —como entonces— un temblor espasmódico. No sé si ha quedado tan viva en mi interior la enfermedad, como la angustia con que llegaba la hora de ingerir esas bebidas melancólicas. Nombres malsanos, hoy esfumados de droguerías y farmacias, hoy apenas parte de la historia de las enfermedades de mi infancia.

El médico que me atendía, y al que veía con más frecuencia que a un familiar, me prescribía en las crisis asmáticas más fuertes una sal derivada del opio. En las farmacias la vendían en una sola ampolla, resguardada por un envase de madera. La tos amainaba y los miembros quedaban laxos, como si emergieran de una siesta extendidaa hasta el crepúsculo. En un mechero de la cocina se esterilizaban las jeringas: hervían un buen rato en una cajita de acero de la que emanaba un vapor blanco y alcohólico. De esa droga tal vez no tenga más recuerdo que el placer con que me entregaba sin culpas a su somnolencia luminosa. En las convalecencias —las mañanas en que, después de una noche de crisis, amainaba la tos espasmódica— mi madre me llevaba a tomar el aire de las avenidas arboladas, o bien me encaramaban a un tranvía que llegaba hasta la quema. Hoy no sé si el olor de la basura incinerada era parte de la cura prescrita, o si el remedio tan sólo consistía en ese paseo extendido, que por azar llegaba a los arrabales de la miseria.

La enfermedad me dio en mi infancia muchos días sin escuela, me formó un carácter melancólico y me predispuso, como a Proust, para la literatura. Por suerte en la casa de mis padres existían los libros. Conviví con ellos desde el tiempo en que no sabía leer, labrando ficciones a partir de los dibujos de las tapas y de las reseñas que me hacían mis padres. Había una enorme Biblia ilustrada, que más que afianzar mi fe pobló mi fantasía con historias monstruosas. Más tarde, cuando pude leer, leí, muchas veces sin entender, novelas de aventuras, relatos policiales, cuentos de terror, el teatro de Shakespeare y de Ibsen, Bocaccio, Rabelais —también los grabados de Doré a “Gargantúa y Pantagruel” me llenaban de inquietudes—, la poesía tradicional y la gauchesca, Víctor Hugo, Cervantes, algo de Quevedo, bastante de Enrique Larreta, Hugo Wast, Alejandro Dumas, Julio Verne, Edgar Allan Poe y otras mezclas semejantes. Comencé a escribir muy joven, al final de mi infancia, y me seguía alimentando con todo lo que me caía en las manos. Lo que escribía era más bien caótico, ecléctico, quizás de muy poco valor, salvo en lo personal. Escribía cuentos y poemas, tanto en versos libres como medidos. Fueron años casi infructuosos en cuanto al contenido poético, pero que me sirvieron como aprendizaje, sobre todo como experimentación de formas.

En 1971 terminé la escuela primaria, que nunca me gustó, y al año siguiente entré, después de un riguroso examen, al Colegio Nacional, porque mi padre ya había tomado por mí la determinación de que mi vida se tendría que encaminar hacia la Universidad. El Colegio Nacional tenía un halo de prestigio. Por sus escaleras de mármol gastado habían subido a dar sus clases Pedro Henríquez Ureña, Martínez Estrada, Loedel Palumbo. Entre sus exalumnos estaban Francisco López Merino, Ernesto Sábato, René Favaloro. No obstante que los tiempos habían cambiado —entré al Colegio al final de la Revolución Argentina, viví en él el regreso de Perón, allí recibí la noticia de su muerte y egresé en 1976, con el Proceso— tuve buenos profesores y recibí una sólida formación. Ya no era un asmático, y tuve épocas en que me dediqué mucho a la actividad física. Llegaron los primeros enamoramientos y todas las cosas contradictorias, hermosas y desdichadas, de la adolescencia.

Instalémonos aun más en ella. Y sigamos.

GEP — A los dieciséis o diecisiete años descubrí la poesía de Arthur Rimbaud. Decía el maestro Domingo Ortega que no es lo mismo torear que dar pases. A partir de Rimbaud, tal vez comprendí que hasta entonces no había toreado todavía, que me había limitado a dar pases. Fue a partir de ahí que todo empezó a ponerse más serio, comprendí que “la poesía” era mucho más que “escribir poesías”, que configuraba una forma particular de ver el mundo, de enfrentar la sociedad y la historia. No sé por cuanto tiempo escribí bajo la influencia de Rimbaud. A los 21 años, cuando publiqué mi primer libro, le dediqué dos poemas; a los cincuenta, un cuaderno, “La pierna de Rimbaud”. Rimbaud hizo mucho por el mundo de las letras, pero en especial por mí.

En 1977 tuve que cumplir con el Servicio Militar en la Fuerza Aérea. Yo tenía de la vida militar una imagen romántica que muy pronto se iba a esfumar. Mi experiencia la podría resumir en algunos recuerdos olfativos: el del agua que venía del río cercano y que se potabilizaba precariamente; el del jabón y el perfume barato con los que intentábamos ocultar el olor del cuartel; el de las infusiones que humeaban en grandes ollas, casi de madrugada, en el patio de armas; el olor —mejor sería decir el perfume— del hinojo y del eneldo, de la menta y de la mejorana que pisaba cada vez que me dirigía hacia el puesto más apartado, solitario y silencioso. También estaba el de los fusiles, que era olor a aceite y a metal, y el del fogón de la guardia, a leña y a grasa quemada; el de las comidas, invariablemente repetido; el de las cáscaras de naranja que se secaban al rayo del sol en los patios encalados; el hedor de los grandes botes de desperdicios a los que de noche se acercaban con sus ojos infernales cientos de ratas; el de las casetas húmedas de orines antiguos; el relente de esa tierra fresca y pobre que se juntaba entre las lajas y que hacía germinar yuyos de similar pobreza. Aromas que aún hoy me evocan en este país de confines una vida miserable y sucia, en la que todo pensamiento elevado naufragaba en el sufrimiento de vivir como un preso y en el terror de morir en una guerra insensata o el de tener que dar la muerte a cualquier otra persona. Estos recuerdos, y los de los años de la peste, quedaron en “Huesos de la memoria”, en “Viento de lobos”, incluso en algunos de mis últimos poemas, a los que regresan como regresa una pesadilla.

En 1978 comencé a cursar en la Facultad de Humanidades la carrera de Letras. La Facultad se desentendía de aquellos que tratábamos de ser escritores, pero nos permitía descubrir a muchos “maestros”, como Trakl, Saint-John Perse, Montale, Quasimodo, Rilke. Por mis estudios, pero también por inclinación natural, tuve siempre una formación muy hispanista, y por ahí fueron entrando, primero, Antonio Machado, el primer Juan Ramón Jiménez y los poetas del 27; más tarde, el último Jiménez, Caballero Bonald, Claudio Rodríguez. De los poetas argentinos, Ricardo Molinari, Alberto Girri, Enrique Molina, también Leopoldo Marechal, a quien ya se lee muy poco, por lo menos su poesía. En esos años me sentía un poeta mimado por los escritores consagrados de La Plata, como Ana Emilia Lahitte, Aurora Venturini, Horacio Ponce de León. Pero el poeta que más influyó en mi trabajo fue Horacio Castillo.

Los libros siempre fueron de la mano de los autores; y ambos se me han ido abrojando a determinados momentos de mi vida; tanto que se podría trazar la biografía de un escritor —mi biografía— con sólo hablar de los libros que lo apasionaron en tal o cual momento. Por supuesto que no bastaría el comentario crítico, sino más bien la descripción de los “estados de alma” que esos libros le provocaron. Un libro clave en mi vida fue “Una temporada en el infierno”, que en aquel entonces, en mi adolescencia, lo leí en la traducción que hicieran Oliverio Girondo y Enrique Molina, hermosa traducción en la que la literalidad está subordinada a lo poético, como siempre tiene que ser.

Otro libro para mí muy importante fue “Huesos de sepia” de Eugenio Montale, y casi al mismo tiempo toda la poesía de Quasimodo. Excluidos Rimbaud, Montale, George Trakl, Quasimodo, la lista se haría extensa, porque más allá de las lecturas circunstanciales, azarosas o de puro placer, al estudiar la carrera de Letras, todos los años me tenía que enfrentar con treinta o cuarenta libros, de los cuales algunos pasaban sin pena ni gloria y otros me iban dejando marcas. Pero en la facultad no se leía mucha poesía, salvo en español, además de la clásica en griego o en latín; esto también me ha dejado su marca: Salinas y Cernuda, Píndaro u Ovidio. A veces se piensa que, para un poeta, los libros fundamentales que lo han apasionado son los de otros poetas. A mí, en cambio, me han dejado huellas profundas muchas novelas, obras de teatro, libros de historia, de filosofía, de religión. La poesía, por otra parte, es un género omnívoro: de todo se nutre y todo lo transforma.

La carrera de Letras era en ese entonces muy distinta a lo que es ahora, era una especie de licenciatura en Filología Clásica. Los clásicos antiguos, que en mi infancia había leído en malas traducciones, los tuve que releer en sus idiomas originales. Se les daba mucha importancia a las lenguas clásicas. Ocho horas diarias de estudio de griego y latín era el tiempo que nos recomendaban los profesores. Cuántas mañanas, cuántas noches, cuántas tardes de sol o de lluvia sobre Píndaro y Virgilio… Tanta seca gramática —podría hoy reprocharles— para escribir estas tres palabras, algunos versos medianamente venturosos… Qué tristes meses —recuerdo— aguardando un examen, repitiendo aoristos y declinaciones…Pero también, qué añoranza siento ahora al recorrer los lomos de esos libros que ya no tengo la obligación de leer… Hoy ya no existe el profesor de griego al que tanto quería, el de latín que me aterrorizaba; hoy ya son ambos hierba y sonido, igual que lenguas muertas… Y yo me he convertido un poco en ellos, como un hijo que aprendió a su lado la nostalgia de la luz antigua, pero no a morir; un hijo que hoy en Píndaro y en Virgilio los recuerda.

Atrás la adolescencia, estamos en tu plena juventud.

GEP — Cuando, después de la Guerra de Malvinas, se abrió la actividad política, sentí la necesidad de incorporarme también a ese mundo. Yo ya había publicado dos libros, “Arsénico” y “Enésimo triunfo”, y escribía oscuros poemas bajo la influencia de Georg Trakl, acordes con la época. Después de muchas idas y vueltas en mi vida religiosa, que me llevaron incluso a plantearme seriamente estudiar para sacerdote, yo ya era en los años de Facultad un católico militante, y casi naturalmente me afilié al Partido Demócrata Cristiano. A lo largo de mi vida adherí y voté a distintos partidos y diferentes candidatos, pero nunca abandoné las banderas del socialcristianismo. A los 27 años ya era asesor de un diputado demócrata cristiano. A los 29 me nombraron director en el área de Cultura en el gobierno del doctor Antonio Cafiero. Después, nunca más volví a ocupar cargos políticos. No sé hasta qué punto es compatible la política con la literatura. Realicé algunas tareas ad honorem, de las que no siempre salí bien parado. Hasta el día de hoy, en que estoy cerca de jubilarme, me he ganado la vida con un cargo de carrera en el Archivo Histórico de la Provincia y con el ejercicio de la docencia. En algunos momentos hice otras labores vinculadas a la literatura, como escribir algún libro de investigación por encargo, viajar como jurado o dirigir programas de radio. Si bien no he podido vivir de lo que escribo, siempre viví de trabajos relacionados con la cultura y con las letras.

Después de la literatura, y en gran parte por culpa de ella, mi gran pasión ha sido viajar. Nuevamente mi recuerdo se traslada a la infancia. En una reunión —de familia, de amigos, de vecinos, ya lo he olvidado o finjo hacerlo, pero carece de importancia— el niño que fui escuchaba hablar de Europa. Un matrimonio había vuelto de un largo viaje y se pasaban fotos, se desplegaban periódicos. Madrid tintineaba en mi oído como moneda en la taza de un ciego, como organillo de Galdós. Soplaba viento en el Sena, en Nôtre Dame no aparecía Esmeralda. Tras los palacios italianos, había un cielo como un paño de bandera que me llenaba de melancolía. En la reunión se comía, se bebía, se echaban bromas. El niño que fui soñaba entonces con ese mundo que ya había comenzado a amar a través de los libros. El recuerdo de ese instante iría conmigo por siempre: oscuro a veces como el agua veneciana o luminoso como la arena de Las Ventas. Nadie supo nunca que esa noche casual alimentaría por años mis ensueños; que mi imaginación iba a reponer lo que entonces no se había dicho; que en los viajes del cuerpo —que tendría ocasión de hacer— iba a buscar, sin conseguirlo, el mismo cielo, esa brisa, esa luz; que trataría sin resultado de revivir —en los viajes del alma— esa soleada tristeza: la del niño que ya apuntaba a escritor.

Hay quienes se hacen escritores para viajar; hay quienes viajan como pretexto para escribir. Desde aquella noche que acabo de contar, o quizás desde antes, los viajes tuvieron para mí un fuerte atractivo, siempre abrojados al mundo de los libros, quizás también al del cine, al de algunas historias escuchadas en mis primeros años. De joven tuve posibilidad de viajar un poco por mi país y por países vecinos. Pero como suele sucedernos a los que nacimos aquí, el verdadero viaje es el que nos lleva a nuestras raíces, a Europa. Y ese viaje llegó a mi vida bastante tarde, cuando ya era un hombre formado, y quizás por eso unido a una sensación mayor de melancolía. Unos meses antes de viajar a Europa tuve que estar unos días en cama por una fuerte gripe, y en varias tardes en que me tuve que quedar solo me puse a releer viejos libros, algunos de aquellos que en mi infancia y adolescencia me hacían soñar. Y de pronto me sentí invadido por una gran angustia. ¿Cómo hubiera sido mi vida de haber podido viajar veinte años antes? ¿Con qué ojos hubiera visto ese otro mundo? ¿Cómo se hubieran traducido, como se traducirían ahora todas esas imágenes en palabras?

¿Tus recuerdos de Europa? ¿Y aun de otros viajes?

GEP — Amanecer en las landas; viaje en tren a Jerez de la Frontera; noche en la Vía del Corso; subida a Montmartre, al castillo de San Jorge, al Albaicín; almuerzo en Aranda del Duero; un mediodía de invierno en Provenza; el paso del San Gotardo; la carrera de San Jerónimo en Madrid; una misa en Nôtre Dame; una calle de Lisboa en la que vendían grandes paraguas; los Pirineos, los Alpes Marítimos; una tarde de toros en Aranjuez; una noche de verano en el Sacromonte; una taberna griega en el Barrio Latino; el París de los impresionistas y el Madrid de Velázquez y de Goya; “El entierro del conde de Orgaz”, el “Guernica”; el teatro romano de Mérida; el café de la mañana de Burdeos; la estación Pan Bendito; la calle Amor de Dios…

En realidad, nunca me senté a escribir sobre ningún viaje. Como muchas experiencias vitales, los que yo hice fueron difíciles de expresar. Sólo quedaron fragmentos que de vez en vez se manifiestan en algún cuento, mejor aún en algunos poemas, sobre todo en los de mi libro “Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama”. Viento junto a los grandes ríos del Paraguay interior; ceibales del río Urión; amanecer en el río Desaguadero; viento desde el Sacromonte, hacia las torres de la Alhambra; viento en el mediodía de Formosa desmelenando las palmeras. Viento yo mismo: traer, llevar, partir, regresar, ¿no son acaso la misma cosa, hitos a partir de lo cual pasamos a ser distintos?

Después de los países de Europa, y en especial de España —si bien me siento profundamente argentino, soy también, por adopción, por cultura, por cosmovisión, un perfecto andaluz—, quizás sea México el que estuvo siempre, desde mi infancia, más cargado de sentimiento y misterio. También allí llegué tarde, a una altura de la vida en que ya queda poco lugar para el espíritu romancesco que encontraba en la “Sonata de estío” de Valle-Inclán, a una altura de la vida en que quedan pocos rincones del alma en los que se pueda cobijar algo misterioso. Y el romanticismo de Perú y de Ecuador, los días vividos en Arequipa, en Quito y en Lima en los que me sentí verdaderamente feliz.

Nos quedan tus libros y el ejercicio de la docencia.

GEP — Además de poesía he escrito cuentos, dos libros de mitos y leyendas adaptados para chicos, ya que gran parte de mi vida estuvo dedicada a la formación, a la docencia, y un libro de cuentos taurinos que tuve la fortuna de presentar en Madrid, durante la Feria de San Isidro de 2012. Después tengo cuentos, sobre todo históricos, publicados aquí y allá. He escrito también alguna novela corta y nunca intenté siquiera hacerlo con el teatro, pese a que es un género que me encanta. Escribí por encargo la parte dedicada a la poesía de la “Historia de la literatura de La Plata”, libro que no acrecentó la amistad que ya tenía con algunos escritores y que en cambio me ganó unas cuantas inquinas. Pasé como profesor por el Seminario Mayor, la Universidad de La Plata y por la Católica, y ahora doy clases de Latín y de Teoría Literaria en el Instituto Terrero. El Latín me ayuda a que no se me descarrilen los pensamientos y la Teoría Literaria es el contrapeso de mi libertad creadora. Me rodean muchos compañeros y pocos amigos. Como profesor tengo fama de bonachón, porque mi modelo es Antonio Machado. Me queda poco tiempo para poder jubilarme y después pienso dedicarme a viajar, leer y escribir, es decir, lo mismo que hago ahora pero libre de obligaciones.

Tal vez resulte extraño que en esta especie de autobiografía haya hecho poca o ninguna mención a mis libros, a mis premios, a algunas celebridades a las que tuve el privilegio de conocer. En las “Memorias de Adriano”, el protagonista confiesa, en la visión retrospectiva de su vida, que quizá no resulte relevante el que haya sido emperador. Tal vez tampoco sea relevante que yo haya sido escritor. Por alguna razón incomprensible, el recuerdo de mis días de niño asmático se sobrepone al de los libros que publiqué, el de los olores de mi año de soldado a los premios que recibí, las minucias de un viaje a la imagen de escritores y artistas famosos de los que podría hablar. Los momentos más trascendentes de mi vida, la primera vez que me uní a una mujer, el nacimiento de mi hijo, el día en que cumplí mis 50 años, la muerte de mi esposa, por citar algunos casos, difícilmente podrán transformarse en literatura. Prefiero cerrar estas primeras páginas con una especie de autorretrato de sabor cervantino:

Este que ves aquí, de rostro sonriente, de cabello entrecano, frente un poco marcada por los años y las muchas lecturas, de melancólicos ojos, de nariz griega, más grande que pequeña, las barbas de plata, que ha veinte años fueron oscuras, la boca sensual, los dientes desparejos, mal acondicionados y peor puestos; el cuerpo entre dos extremos: crecido de carnes y pequeño de talla; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de “Arsénico”, “Huesos de la memoria”, “Opera flamenca”, y del que hizo el “Viaje al país de las Hespérides”, y de otras obras que andan por ahí descarriadas y quizás sin el nombre de su dueño, el rostro del que se llama comúnmente Guillermo Eduardo Pilía. Su vida y su obra, superficialmente sencillas, están llenas “de hiatos y de puntos en suspenso”. Desde los 20 años se dedicó a escribir y publicar poesía, pero también fue valorada su labor narrativa, sin que él se preocupara mucho en darle su lugar.

Además de la literatura, le interesa la historia, los vinos, el fútbol, Andalucía, el flamenco, los toros (“Y antes que un tal poeta, mi deseo primero / hubiera sido ser un buen banderillero”, podría haber escrito con Manuel Machado). Cuando en su adolescencia anunció que se dedicaría a las letras, le vaticinaron que moriría de hambre, oráculo que no se cumplió. Como dijo un colega suyo, “de joven escribía para viajar y de grande viaja para escribir”. Pese a haber realizado obra objetivamente valiosa y de personalísimo acento, ha sido más valorado en el exterior que en su propio país. “De él también podría decirse, como se dijo de otro escritor de su ciudad, que es una mezcla de Hemingway por fuera y Juan Ramón Jiménez por dentro”, escribió Guadalupe García Romero. Y alguien podría aplicarle asimismo, con ciertas reservas, las palabras de Valle-Inclán sobre el marqués de Bradomín: “Era feo, católico y sentimental”.

Celebridades, dijiste, que has conocido. Compartamos con nuestros lectores algo de esos encuentros.

GEP — Desde muy joven anduve merodeando los ámbitos públicos, sin ningún afán de esnobismo, como el personaje de Proust o el mismo Proust. Conocí a algunas personas importantes en la historia política y cultural, pero a veces a destiempo. Por ejemplo, tuve oportunidad de estar varias veces con Cipriano Reyes, el fundador del Partido Laborista, pero sin tomar dimensión de la figura épica que era. Me traté con gran parte de los escritores de la generación del 40, como Tomás Diego Bernard, José María Castiñeira de Dios, Horacio Ponce de León, Gustavo García Saraví, Norberto Silvetti Paz. Tengo recuerdos de Oscar Hermes Villordo, de Raúl Gustavo Aguirre, de Juan José Hernández, de Gonzalo Rojas, de Nicanor Parra, de Marco Denevi, de David Viñas, de Antonio Cisneros, de Fermín Chávez, de Antonio Dal Masetto, de Jorge Ariel Madrazo, de Joaquín Giannuzzi… Nombro sólo a algunos de los que ya no están. Creo que todos tenemos necesidad de maestros.

Pero llega algún día en que el maestro deja de ser tan grande e infalible, como antes lo pensábamos: le encontramos olores, ajaduras, resquicios, y en sus fisuras vemos que tan sólo era tierra iluminada, que apenas si la luz lo tocó cuando nosotros aún íbamos a tientas. Nos damos cuenta tarde, quizás cuando a nosotros empiezan a llamarnos “maestro”, cuando descubrimos —en los ojos vidriosos de un discípulo por amor o por celos lastimado— cuánto pesaron algunos maestros realmente en nuestra vida. Y olvidamos entonces sus miserias, sus pequeños egoísmos, sus miopías, porque los maestros son también padres severos y amorosos y generalmente no se dan cuenta de que sus discípulos ya estaban crecidos.

“Los toros en la historia, las letras y el Arte”, “Las corridas de toros en la provincia de Buenos Aires”: tales los títulos de dos de las numerosas conferencias que has dictado.

GEP — Para un aficionado español o mexicano, la literatura taurina, lo mismo que la música, la plástica o el cine relacionados al mundo de los toros, puede no ser más que un complemento de la fiesta, una de las tantas ramificaciones de determinada forma de expresión estética en otra, eso que en teoría del arte llamamos intertextualidad y transposición. Pero para el aficionado de un país en el que ya no se celebran estos espectáculos, todo ese mundo colateral a la fiesta puede convertirse en el centro de una extraña y perpetua afición. De más está decir que estoy hablando de mí mismo y de lo que veo, brumosamente, como el germen de mi pasión por los toros: el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, leído a una edad incomprensible en una bochornosa siesta de un verano platense, Tyrone Power (su doble) toreando por navarras en la versión de 1941 de “Sangre y arena”, mi abuela tarareando “El niño de las monjas” o “El relicario”

Después vendrían las primeras corridas televisadas, “vía satélite”, que se transmitieron en la Argentina con “El Cordobés”, Palomo Linares, Paco Camino: todo mucho antes de que pudiera ver en cuerpo y alma una corrida de toros. Quizás en España o en México o en Ecuador se ignora lo difícil que es ver nacer y después sostener una afición en un país donde no hay toros, y cuesta entender el consuelo que a veces encontramos los aficionados en ese mundo circundante a la tauromaquia. Sería exagerado decir que mi vocación por la literatura es también una consecuencia de mi atracción por los toros, pero sí puedo afirmar que aquellos escritores que tocaron el tema taurino estuvieron desde siempre en mi biblioteca: García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, y también de algún argentino como Enrique Larreta, cuyo hispanismo a ultranza resultaba tan chocante a gran parte de nuestra intelectualidad.

Creo que la primera antología de la poesía taurina que entró en mi casa fue la de José María de Cossío “Los toros en la poesía castellana. Estudio y antología”. Al primer narrador taurino al que leí apasionadamente, cuando tenía doce o trece años, y a cuya memoria dediqué mi cuento “Quite a la sombra”, que integra “Tren de la mañana a Talavera”, fue Fernando Quiñones. Este escritor andaluz tenía con la Argentina un vínculo muy fuerte. En 1960, el diario “La Nación” convocó a un concurso de cuentos, dotado con un interesante premio en efectivo. El jurado estaba integrado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Carmen Gándara, Eduardo Mallea y Leónidas de Vedia y resultó ganador un desconocido escritor de treinta años, nacido en Chiclana de la Frontera. La obra se llamaba “Siete historias de hombres y de toros”. El libro de Fernando Quiñones se terminó llamando “La gran temporada”, y tengo en mi biblioteca taurina un par de ejemplares de la primera edición.

Muchos años después escribí los cuentos de “Tren de la mañana a Talavera”. ¿Cómo me lancé a escribirlos? Quizás por algo que relata Hemingway en “París era una fiesta”. Creo que mi viejo y querido Hemingway cuenta que tenía que escribir una historia para enviar a una revista y estaba en una de esas etapas de sequía intelectual. Entonces se preguntó qué era lo que realmente conocía bien, pues sobre eso tenía que escribir. Y fue así como surgió “El río de los dos corazones”, que habla de dos cosas que Hemingway conocía bien: por fuera, el mundo de la pesca, y veladamente, el de la guerra. Yo también me hice en algún momento esa pregunta, quizás ligeramente modificada: ¿cómo todavía no he escrito nada significativo sobre un tema que me ha apasionado como pocos, al que le dediqué años de lectura y de estudio, un tema que me ha llevado a viajar por los países taurinos, y que hasta me ha ganado muchas enemistades en mi propia tierra? Así fue como surgió “Quite a la sombra” y luego los demás cuentos del libro. Todos ellos son en el fondo existencialistas, y tratan el tema de la relación de la vida y el arte.

En el cuento “Una buena vara”, como todos los demás existencialistas, veladamente me he retratado. Yo soy un poco ese picador que ha llegado a los 50 años y ya sabe que se retirará como subalterno, pero que aún tiene deseos de que lo recuerden por un buen puyazo. Cuando yo tenía 20 años, pensaba que a los 50 me darían el Premio Nobel. A los 30 ya me conformaba con el Cervantes. A los 58, sin Nobel y sin Cervantes, con más hechuras de picador que de figura del toreo, me conformo con ejecutar bien una suerte.

¿Qué dijeron los poetas sobre Diego Velázquez (1599-1660)?…

GEP — Aludís al título de otra de mis conferencias… Sobre esto, un par de cosas. Primero, que como he dicho, tengo una forma de sentir muy andaluza. Para evitar cualquier tipo de suspicacia, quiero declarar que me siento profundamente argentino, y que doy gracias a Dios por haber nacido en esta tierra, aunque a veces, muchas veces, me duela la Argentina, tanto como a Unamuno le dolía España. Pero también siento que he tenido el privilegio de contar con una segunda patria, una patria espiritual a la que estoy unido desde mi niñez, y esa patria tiene un nombre tan luminoso como el de nuestra tierra natal, y esa patria se llama Andalucía. Decían sabiamente los latinos: “Ubi bene es, ibi patria est”, donde estés bien, allí estará tu patria. Y yo siempre me he sentido bien en todos aquellos rincones donde se respira lo andaluz. Por razones misteriosas, por alguna suerte de predestinación, he amado siempre la tierra de Andalucía, su gente y su cultura. Me gusta el cante de Camarón de la Isla, la tauromaquia de Curro Romero, las Inmaculadas de Bartolomé Esteban Murillo, la poesía de Rafael Alberti; amo la religiosidad del pueblo andaluz, su alegría, su exaltación de la libertad, su mestizaje de razas, credos y culturas.

Siento que Andalucía, como dice el himno que compuso Blas Infante, ha contribuido a que los hombres, la humanidad toda, sea más humana. Alguien dijo que los andaluces somos tan caprichosos, que nacemos en cualquier parte del mundo. También en este apartado sur, donde muchos nos reconocemos como hijos espirituales de Andalucía. Es por ello que entre los momentos más gloriosos de mi vida estarán siempre las mañanas que pasé en el Barrio de Santa Cruz, mi peregrinación a Moguer, el instante en que vi por primera vez el Guadalquivir o el ruedo de la Maestranza. Hecha esta profesión de fe andaluza, no puedo pasar por alto la figura de Velázquez y la importancia que ha tenido la pintura en mi vida. ¿Quién fue más andaluz? ¿Murillo o Velázquez? Algunos dirán que Murillo, pero la primera pintura de Velázquez es profundamente sevillana. “Lo que los poetas dijeron sobre Velázquez” no es, como alguno podría suponer, una serie de opiniones, de críticas sobre las obras del pintor sevillano producidas por algunos escritores del siglo XX. Se trata, fundamentalmente, de uno de los mecanismos básicos de la creación artística e intelectual al que los estudiosos han llamado intertextualidad o transtextualidad. Ver cómo un determinado texto (en este caso, una tela de Velázquez) da origen a otro texto (un poema de Manuel Machado, de Rafael Alberti, de Blas de Otero). Algo de esto hice yo mismo en uno de mis poemas de “Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama”, que se titula “Las lanzas”.

En las VII Jornadas de Poetología (2014) te referiste a “El eros flamenco en la poesía del tango”.

GEP — Sobre los orígenes del tango como género musical y como danza se ha escrito mucho y no sin generar polémicas. Casi siempre se habla, sea para sostener o rebatir la tesis, sobre su ascendencia en parte andaluza. Pero poco o nada se ha escrito sobre la poesía del tango en relación a las coplas flamencas. Recién en los últimos años Miguel Poveda se ha arriesgado a afirmar que “el tango y el flamenco, si bien son distintos musicalmente, tienen una raíz y una poesía popular de una profundidad muy parecida” y que siempre existió una vinculación de “los cantaores con el tango porque sus coplas tienen una relación íntima con el desgarro que existe en el cante”.

Por otra parte, Diego El Cigala confesó su pasión por el tango debido a “sus letras de tragedia, nostalgia, desamor, desazón, infidelidad. Yo amo lo oscuro, el desasosiego, el clima de muerte que tiene el tango…” Y también que “el tango es como el flamenco. Es lo que más me gusta, que, sin tener que ver directamente un género con el otro, el tango y el flamenco sí tienen mucho que ver con el corazón. Por eso me siento tan a gusto cada vez que canto tangos”. No obstante, las letras de los tangos más antiguos poco tienen del desgarro y de las cosas del corazón del cante andaluz. José Gobelo afirma que “las primeras letras para tango son, en nuestra opinión, españolas en su forma y lupanarias en su fondo” y que “los compadritos de Villoldo tienen el desparpajo y la fachenda de los chulos expresados en las letras de los cuplés”.

En la historia de la poesía del tango, Gobelo remarca la importancia de Pascual Contursi, ya que “fue él quien expresó al nuevo porteño, que no era ya el compadrito con aire de chulo, sino el hijo de inmigrantes, con tristezas de gringo desarraigado”. Y agrega: “se debe a Pascual Contursi el gran tema del tango, que es el amor perdido, tema en torno del cual gira lo mejor de la lírica universal”. Además, con Pascual Contursi “la prostituta (o la mantenida) se presenta con rasgos humanizados e introduce en el incipiente tango-canción un clima de melancolía moral que pervive hasta hoy y que es uno de los rasgos más acendrados del sentimiento porteño”. Si bien la poesía del tango no tiene limitaciones temáticas, es la cuerda erótica la que suena con mayor frecuencia, dividida en un gran número de motivos, y es la que acerca nuestra expresión artística a la poesía popular andaluza.

El estudio temático de la poesía flamenca evidencia también su riqueza semántica. La poesía popular gitano-andaluza es temáticamente limitada, pero variada en los motivos que matizan los principales temas. Gran parte de la inspiración de sus poetas radica en los asuntos líricos dominados por cierto patetismo. Los rincones profundos del yo poético se manifiestan en un conjunto diversificado de estados de alma, entre ellos, como también sucede con el tango, los derivados de las múltiples manifestaciones del amor, quizás el más patente y frecuente en la poesía para el cante.

Tanto el tango como el flamenco son manifestaciones artísticas de extracción popular que trascendieron su acotada geografía de origen —el Río de la Plata, Andalucía— para convertirse en patrimonio de la humanidad. Tango y flamenco tienen una triple expresión: la música, la danza y el canto, pero ningún estudio ha podido demostrar con certeza la influencia de éste sobre el nacimiento de aquel. No obstante, la fusión entre el tango y el flamenco que se viene dando desde hace unos años hace pensar en que tienen más de un punto en común. Si como piensa Fernando Sánchez Zinny y otros autores, la poesía del tango surgió como una extensión de la emotividad gaucha —cantar opinando, nostalgia de los años que han pasado, actitud de consejo, desarraigo familiar, pobreza y, para el tema de nuestro interés, misoginia y amor desproporcionado a la madre “que pudo haber llegado con la herencia hispano-musulmana y haberse reforzado después con el aporte de las cerradas costumbres italianas”—, no resulta descabellada la ligazón con el eros flamenco, ya que la poesía gauchesca, como lo señaló Miguel de Unamuno, es también en su esencia primordialmente española.

Consta en tu presentación formal, curricular: sos el autor del “Diccionario de escritores de la provincia de Buenos Aires. Coloniales y siglo XIX”.

GEP — Siempre me apasionó la historia, especialmente la historia argentina, que es mucho más rica que cualquier literatura. Considero que la historia sustituyó, en gran parte, la pobreza de novelas de nuestro siglo XIX. “Facundo” y las demás biografías de Domingo F. Sarmiento son verdaderas novelas, incluida su propia autobiografía. Por eso mis intereses intelectuales se vuelcan en parte hacia la historia, sobre todo hacia la historia cultural. Ya hace casi 25 años que trabajo en el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, un lugar privilegiado que me ha permitido desarrollar éste y otros trabajos, como la edición facsimilar de “El Triunfo Argentino” de Vicente López y Planes y varios trabajos sobre toponimia.

Resulta que a mis setenta y un años, hace pocos meses, me regalaron el volumen “Cuentos secretos” de Aurora Venturini (1922-2015), como vos, platense, y con más de treinta obras publicadas. Primer acercamiento mío, ambivalente, a su escritura: me sorprendió de forma grata aquí o allá y también algunos pasajes me produjeron reticencia, fastidio. La has destacado. Contanos de ella.

GEP — Ella me descubrió a los veinte años y me alentó en mi vocación literaria. Siempre tuvo conmigo una relación llena de afecto y de respeto, pese a que yo tenía también muy buenas relaciones con la poeta Ana Emilia Lahitte. En La Plata ha quedado como parte de nuestro anecdotario la rivalidad de ambas, pese a que habían estudiado juntas y habían pertenecido a la misma generación. Creo que hacia el final de sus vidas llegaron a reconciliarse.

Visité muchas veces el departamento de Aurora, sobre todo en la época en que estuvo casada con Fermín Chávez, con quien también tuve una excelente relación. Opino que Aurora va a quedar en la historia por su obra narrativa, quizás tardíamente valorada, más que por su obra poética. En una ocasión me organizó un homenaje en su casa. Fue cuando me expulsaron de la Sociedad de Escritores de la Provincia, entidad que ella misma había fundado y que, en manos de gente oscura, había decidido eliminar de sus padrones a escritores que pudieran resultarles competitivos. Aurora tomó mi expulsión como un reconocimiento y me organizó un homenaje en su casa, en el que Fermín Chávez compuso algunos versos gauchescos en mi honor. Concurrieron los escritores más importantes de La Plata, pero el departamento de Aurora era muy pequeño, de manera que una vez que nos sentamos ya no pudimos movernos más. Lo curioso fue que Ana Emilia Lahitte, quien lógicamente no fue invitada, también me organizó un homenaje en su casa por el mismo motivo. Tanto Aurora como Ana eran mujeres de una enorme personalidad, muy generosas con los jóvenes, y como suele ocurrir con muchos escritores, llenas de costumbres, ritualismos y atavismos que ya estarían fuera de la materia de este reportaje.

*

Guillermo E. Pilía selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

Pan de la memoria

He dejado a mis padres
en esa casa que fue alguna vez
del tamaño del mundo. —Hay allí,
bajo esos zócalos, en cada grieta
de sus lajas, un tiempo en su sepulcro;
allí una hierba fina va creciendo
como la cabellera de los muertos—.
Estos pocos recuerdos son mis únicas
certezas por ahora. —Y la infancia
—como una espina de naranjo verde—
es una extensa mañana de lluvia;
es un agua metálica y humilde
que hervía en grandes ollas
y el perfume del apio y del arroz,
del perejil y la albahaca. Más tarde
yo iría a revolver en los roperos
sin saber que otras vidas más profundas
perduraban detrás de las maderas.
Acaso no existía diferencia
entre el sueño y la vigilia, entre un lado
y el otro del espejo, del armario
—aquel en que un abuelo silencioso,
embutido entre los sacos decrépitos,
sonriente descansaba—. No sabía
entonces lo que vive o sobrevive
debajo de las lajas y los zócalos,
ni el destino del pelo y de las uñas;
hoy hablo —claro está— de aquellos años
en los que nunca sentía el temor
de vivir con las sombras, tan distantes
de otros que llegarían a traer
gota a gota la piedad y la pena.
¿Por qué será que ahora
casi nunca se despierta feliz
quien soñó con sus muertos?
Sólo tras muchos viajes por mi sangre
volvería a esos cuartos para hurgar
entre los sueños y entre los roperos,
igual que cuando era aquella casa
del tamaño del mundo. —Hoy comprendo
que todo ese mosaico de vivencias
tuvo encaje y sentido en aquel tiempo:
las perchas, las cigarras, las sombrillas,
las cuentas de un collar, las flores rojas
que veía al despertar de la siesta.
Y el olor de la harina humedecida
con que se amasa el pan de la memoria.

(“Ópera flamenca”, 2003)

*

Las lanzas

Una palabra, un destello de acero, ambos fugaces…
Fue el día en que entregaron la humeante ciudad de Breda:
un ignoto soldado llamado Ramón Valdés
—agazapado en las filas españolas—
lanzó su espada al aire y hacia la plaza una injuria.
Algún otro el insulto festejó; y el incidente
se comentó por dos días como anécdota,
antes de regresar a la nada y al olvido.
Nunca Velázquez conoció esa minucia:
abunda en toda guerra la humillación al vencido.
Como ese gesto sin futuro, también
un día se olvidarán Las lanzas, Las meninas,
El niño de Vallecas, la sonrisa melancólica
de Spínola; y esta mano que hoy escribe y mañana
será tierra; y el hombre que ahora inventa un personaje
llamado Ramón Valdés, que en la toma de Breda
hizo ese gesto bravucón y minúsculo,
inhallable en las crónicas como en la tela de El Prado:
un hecho de fantasía y una historia que existe
sólo en justificación de este poema.

(“Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama”, 2011)

*

Lo que a nadie le importa

Ahora que el tiempo va trayendo sosiego
y que hallo cada cosa en su lugar
—cada cuerpo geométrico en su sitio
como en un test de inteligencia—, ahora
que cada sentimiento ocupa su baldosa
y lo que de mí me avergüenza se equilibra
con lo que de mí me enorgullece,
ahora —precisamente— me acuerdo
—ya casi sin dolor— de las miserias
que ayer nomás pensaba que tal vez
no iban nunca a concederme reposo:
el color azul gris de mi uniforme
de soldado, el amigo o la mujer
que traicioné, el amigo o la mujer
que a mí me traicionaron, la sonrisa
que alguna vez le di —por miedo— a un asesino
y la imagen de mi abuela que comía en silencio
la manzana de sus cien años de pobreza.
Sólo lo que a nadie le importa sino a mí,
lo que no he vivido y lo que siempre he callado,
lo que nunca conoceré ni escribiré,
lo que conmigo se muere: sólo esto me acongoja.

(“Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama”, 2011)

*

Una duda teológica

Ya estás frente a tu Cristo, ante esa imagen
de madera pulida: él despojado
de ropa y tú cubierto de alamares.
Le pides protección, que si hay peligro
como un capote él extienda ese manto
que se sortearon al pie del patíbulo.
Le ruegas que te libre de un destino
que muchos desearían para ellos
y te evite el desdoro del fracaso.
Estás frente a la cruz como de niño
te enseñaron tus padres, pero dudas
si el Nazareno es tu Dios, si no está
tu señor en la sombra, encajonado,
bramante como un ídolo ancestral.
Con él tendrás que luchar cada tarde
y con pavor religioso matarlo.
Pues todo lo que muere en una plaza
reencarna y resucita, reaparece
para volver a luchar y a morir,
como tu Cristo en cada Eucaristía.

(“Tauromaquia lírica”, 2013, inédito)

*

Abrid de par en par los calabozos

Otro invierno: recuerdo que éramos soldados
pero más bien nos parecíamos a obreros,
a pordioseros o a campesinos astrosos.
—Entre baldosa y baldosa del patio
crecía una vez más la yerbamala;
en los galpones repletos de grano
perseguíamos de nuevo a las ratas—.
Pero así como se ventilan los quirófanos,
del mismo modo un día nos mandaron
a abrir de par en par, hacia tu luz,
Dios ausente, las celdas de castigo.
¿Con qué voces nombrar los calabozos
que una tarde de sol nos ordenaron
ventilar como a cámaras mortuorias?

(“Ainadamar”, 2014, inédito)

*

No sé si es mi hijo o soy yo mismo

La calle en sombras que el joven camina
como quien sabe adónde se dirige,
incube acaso el amor o el deseo.
Lo miro: no sé si es mi hijo o soy yo mismo
que he regresado en los pliegues del tiempo,
o un ángel con la misión de enrostrarme
mi negada fugacidad. También, Señor,
yo fui este joven ignoto, fui como mi hijo,
caminando en lo oscuro con certezas
de mi propio destino y de sus hilos.
Y él como yo, seguramente, ayer jugaba
taciturno en el rincón de algún patio
que hoy ya no existe. Como yo tendrá mañana
—sin darse cuenta acaso— más de medio siglo.

(“Ainadamar”, 2014, inédito)

*

Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de La Plata y Buenos Aires, distantes entre sí unos sesenta kilómetros, Guillermo Eduardo Pilía y Rolando Revagliatti, julio 2016.

http://www.revagliatti.com.ar/071010.html

http://www.revagliatti.com.ar/ultimoinf.html

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