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sábado, enero 11, 2025

Escenas de la vida posmoderna: Capítulo I. Abundancia y pobreza. Jóvenes

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La infancia, casi, ha desaparecido, acorralada por una adolescencia tempranísima. La primera juventud se prolonga hasta después de los treinta años. Un tercio de la vida se desenvuelve bajo el rótulo, tan convencional como otros rótulos, de juventud. Todo el mundo sabe que esos límites, que se aceptan como indicaciones precisas, han cambiado todo el tiempo.

En 1900, esa mujer inmigrante que ya tenía dos hijos no se pensaba muy joven a los diecisiete y su marido, diez años mayor que ella, era un hombre maduro. Antes, los pobres sólo excepcionalmente eran jóvenes y en su mundo se pasaba sin transición de la infancia a la cultura del trabajo; quienes no seguían ese itinerario entraban en la calificación de excepcionalidad peligrosa: delincuentes juveniles, cuyas fotos muestran pequeños viejos, como las fotos de los chicos raquíticos. En este caso, la juventud, más que un valor, podía llegar a considerarse una señal de peligro (de este hábito se desprendió la criminología pero la policia lo cultiva hasta hoy).

Sin embargo, en 1918, los estudiantes de Córdoba iniciaron el movimiento de la Reforma Universitaria reclamándose jóvenes; Ingenieros, Rodó, Palacios, Haya de la Torre, creyeron hablar para los jóvenes y encontraron que el interlocutor joven podía ser instituído en beneficio de quienes querían instituirse como sus mentores. También se reconocían jóvenes los dirigentes de la Revolución Cubana y los que marcharon por Paris en el Mayo de 1968. A la misma edad, los dirigentes de la Revolución Rusa de 1917 no eran jóvenes; las juventudes revolucionarias de comienzos de siglo creían tener deberes que cumplir antes que derechos especiales que reclamar: su mesianismo, como el de las guerrillas latinoamericanas, valorizaba el tono moral o el imperativo político que a los jóvenes los obligaba a actuar como protagonistas más audaces y libres de todo vínculo tradicional.

Los románticos, en cambio, habían descubierto en la juventud un argumento estético y político. Rimbaud inventó, a costa del silencio y del exilio, el mito moderno de la juventud, transexual, inocente y perversa. Las vanguardias argentinas de la década del veinte practicaron un estilo de intervención que luego fue juzgado juvenil; en cambio, Bertolt Brecht nunca fue joven, ni Benjamin, ni Adorno, ni Roland Barthes. Las fotos de Sartre, de Raymond Aron y de Simone de Beauvoir, cuando apenas tenían veinte años, muestran una gravedad posada con la que sus modelos quieren disipar toda idea de la inmadurez que fascinaba a Gombrowicz; éramos jóvenes, dice Nizan, pero que nadie me diga que los veinte años son la mejor edad de la vida. David Viñas no era muy joven cuando, a los veintisiete años, dirigía la revista Contorno, donde la categoría de «joven» fue estigmatizada por Juan José Sebreli, dos o tres años menor que Viñas; cuando ellos hablaron de «nueva generación», el nombre fue usado como marca de diferencia ideológica que no necesitaba recurrir, para completarse, a una reivindicación de juventud.

Orson Welles no era muy joven cuando, a los veinticuatro años, filmaba El ciudadano, ni Buñuel, ni Hitchkock, ni Bergman hicieron alguna vez «cine joven», como Jim Jarmusch o Godard. Greta Garbo, Louise Brooks, Ingrid Bergman, María Félix, nunca fueron adolescentes: siendo muy jóvenes, siempre parecieron sólo jóvenes; Audrey Hepbum fue la primera adolescente del cine americano: más joven que ella, sólo los niños prodigio. Frank Sinatra o Miles Davis no fueron jóvenes como lo fueron The Beatles; pero incluso Elvis Presley no ponía en escena la juventud como su capital más valioso; mientras apasionaba a un público adolescente, su subversión era más sexual que juvenilista. Jimmy Hendrix nunca pareció más joven que el joven eterno, viejo joven, adolescente congelado, Mick Jagger.

Hasta el jean y la minifalda no existió una moda joven, ni un mercado que la pusiera en circulación. Mary Quant, Lee y Levis son la academia del nuevo diseño. Hasta 1960, los jóvenes imitaban, estilizaban o, en el límite, parodiaban lo que era, simplemente, la moda: así, las fotos de actores jovencísimos, de jugadores de fútbol o de estudiantes universitarios, no evocan, hasta entonces, la iconografía de monaguillos perversos o rockeros dispuestos a todo que ahora es un lugar común. Esa iconografia tiene sólo un cuarto de siglo. Las modelos de la publicidad imitaban a las actrices o a la clase alta; hoy las modelos imitan a las modelos más jóvenes; y las actrices imitan a las modelos. Sólo en el caso de los hombres, la madurez conserva algún magnetismo sexual. Madonna es un desafío original porque adopta la moda retro sin incorporarle estilemas juveniles: a partir de ella, hay un disfraz, que sólo usan los jóvenes y que complica el significado de las marcas de adolescencia sumadas a una moda que exhibe la acumulación de rasgos del último medio siglo.

Hoy la juventud es más prestigiosa que nunca, como conviene a culturas que han pasado por la desestabilización de los principios jerárquicos. La infancia ya no proporciona un sustento adecuado a las ilusiones de felicidad, suspensión tranquilizadora de la sexualidad e inocencia. La categoría de «joven», en cambio, garantiza otro set de ilusiones con la ventaja de que la sexualidad puede ser llamada a escena y, al mismo tiempo, desplegarse más libre de sus obligaciones adultas, entre ellas la de la definición tajante del sexo. Así, la juventud es un territorio en el que todos quieren vivir indefinidamente. Pero los «jóvenes» expulsan de ese territorio a los falsificadores, que no cumplen las condiciones de edad y entran en una guerra generacional banalizada por la cosmética, la eternidad quinquenal de las cirugías estéticas y las terapias new age.

La cultura juvenil, como cultura universal y tribal al mismo tiempo, se construye en el marco de una institución, tradicionalmente consagrada a los jóvenes, que está en crisis: la escuela, cuyo prestigio se ha debilitado tanto por la quiebra de las autoridades tradicionales como por la conversión de los medios masivos en espacio de una abundancia simbólica que la escuela no ofrece. Las estrategias para definir lo permitido y lo prohibido entraron en crisis. La permanencia, que fue un rasgo constitutivo de la autoridad, está cortada por el fluir de la novedad. Si es casi imposible definir lo permitido y lo prohibido, la moral deja de ser un territorio de conflictos significativos para convertirse en un elenco de enunciados banales: la autoridad ha perdido su aspecto terrible e intimidatorio (que potenciaba la rebelión) y sólo es autoridad cuando ejerce (como lo hace con indeseable frecuencia) la fuerza represiva. Donde antes podía enfrentarse la prohibición discursiva, hoy parece quedar sólo la policía. Donde hace unas décadas estaba la política, aparecieron luego los movimientos sociales y hoy avanzan las naves de las neo-religiones.

El mercado toma el relevo y corteja a la juventud después de haberla instituido como protagonista de la mayoría de sus mitos. La curva en la que se cruzan la influencia hegemónica del mercado y el peso descendente de la escuela representa bien una tendencia: los «jóvenes» pasan de la novela familiar de una infancia cada vez más breve al folletín hiperrealista que pone en escena la danza de las mercancías frente a los que pueden pagárselas y también frente a esos otros consumidores imaginarios, esos más pobres a quienes la perspectiva de una vida de trabajo y sacrificio no interpela con la misma eficacia que a sus abuelos, entre otras cosas porque saben que no conseguirán en ella ni siquiera lo que sus abuelos consiguieron, o porque no quieren conseguir sólo lo que su abuelos buscaban.

Consumidores efectivos o consumidores imaginarios, los jóvenes encuentran en el mercado de mercancías y en el de bienes simbólicos un depósito de objetos y discursos fast preparados especialmente. La velocidad de circulación y, por lo tanto, la obsolescencia acelerada se combinan en una alegoría de juventud: en el mercado, las mercancías deben ser nuevas, deben tener el estilo de la moda, deben captar los cambios más insignificantes del aire de los tiempos. La renovación incesante que necesita el mercado capitalista captura el mito de novedad permanente que también impulsa a la juventud. Nunca como hoy, las necesidades del mercado están afinadas de manera tan precisa al imaginario de sus consumidores.

El mercado promete una forma del ideal de libertad y, en su contracara, una garantía de exclusión. Como se desnuda el racismo en las puertas de algunas discotecas donde los guardias son expertos en diferenciaciones sociales, el mercado elige a quienes van a estar en condiciones de elegir en él. Pero, como necesita ser universal, enuncia su discurso como si todos en él fueran iguales. Los medios de comunicación refuerzan esa idea de igualdad en la libertad que forma parte central de las ideologías juveniles bien pensantes, donde se pasan por alto las desigualdades reales para armar una cultura estratificada pero igualmente magnetizada por los ejes de identidad musical que se convierten en espacios de identidad de experiencias. Sólo muy abajo, en los márgenes de la sociedad, este conglomerado de estratos se agrieta. Las grietas, de todos modos, tienen sus puentes simbólicos: el videoclip y la música pop crean la ilusión de una continuidad donde las diferencias se disfrazan en elecciones que parecen individuales y carentes de motivaciones sociales. Si es cierto, como se ha dicho, que se ama a una estrella pop con el mismo amor con que se sigue un equipo de fútbol, el carácter transclase de estos afectos tranquiliza la conciencia de sus portadores, aunque ellos mismos, luego, diferencien cuidadosamente y con cierto placer snob a los negros de los rubios, según la lógica que también los clasifica en las puertas de las discotecas. El impulso igualitario que a veces se cree encontrar en la cultura de los jóvenes tiene sus límites en los prejuicios sociales y raciales, sexuales y morales.

La debilidad de pertenencia a una comunidad de valores y de sentidos es compensada por una escena más abstracta pero igualmente fuerte: las temas de un imaginario liso y brillante, aseguran que, precisamente, la juventud es la fuente de los valores con que ese imaginario interpela a los jóvenes. El círculo se cierra de manera casi perfecta.

Beatriz Sarlo
Escenas de la vida posmoderna; Intelectuales, arte y videocultura (1994)

– Leer también los siguientes artículos cuidadosamente selecciondos para el lector de nuestro sitio.

Capítulo II. Beatriz Sarlo
http://www.fcs.uner.edu.ar/libros/archivos/ebooks/Otros/Sarlo/EscenasPosmodernas.pdf

La juventud es más que una palabra
http://perio.unlp.edu.ar/teorias/index_archivos/margulis_la_juventud.pdf

Jóvenes, educación y lugares autorizados
http://www.insumisos.com/lecturasinsumisas/Jovenes_educacion%20y%20lugares%20autorizados.pdf

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