En los almuerzos que en el restaurant Lalín convoca el ex Diputado Bielicki se hizo presente el último jueves 16 de junio el conocido conferencista político Julio Bárbaro, quien con su corajuda y sonora bonhomía de arrabal amargo nos hizo pasar un mediodía alucinante, de esos que solo Alejo Carpentier solía ofrecer en el verde lagarto caribeño.
Bárbaro amenizó con interpretaciones acerca del electrizante momento que Argentina vive con los fellinescos episodios protagonizados por la implosión terminal de la corrupción K. Estas interpretaciones de Bárbaro también especularon alrededor del devenir del Peronismo, del futuro del PRO y el Macrismo, así como de la UCR y de su patéticay Coordinada herencia, cuyos antecedentes retratara Josefina Elizalde en su nunca bien ponderado artículo “La participación política de los intelectuales durante la transición democrática: el Grupo Esmeralda y el presidente Alfonsín”.
Cuando Bielicki abrió la lista de oradores para que los correligionarios formularan sus interrogantes –que Bárbaro había suscitado con tanta pasión y sana ironía–le tuve en cambio que confesar mi perplejidad. En efecto, le trasladé a Bárbaro mi desconcierto por la eterna ausencia en los ámbitos mediáticos de referencia alguna al aplastante clima de corrupción, impunidad y persecución vigente en los ámbitos de la ciencia.
Para reafirmar el negativo diagnóstico le recordé a Bárbaro la estrecha vinculación que han tenido siempre en la historia de la humanidad las relaciones de poder político, social y religioso con el desarrollo del conocimiento artístico y científico, incluidas las instituciones de la justicia, la iglesia, la educación, el teatro y el periodismo. La existencia de esos inseparables vínculos lo probaron tanto Shapin y Schaffer como Jonathan Israel recurriendo para sus demostraciones a las controversias intelectuales que opusieron a los filósofos Hobbes y Spinoza con el químico Robert Boyle, ocurridas hacía tres siglos, en medio de la fundación del absolutismo político europeo, la creación de la ciencia experimental moderna y la definitiva superación de la censura y la inquisición eclesiástica (Shapin y Schaffer, El Leviatán y la bomba de vacío, 2005; e Israel, La Ilustración Radical, 2012).
En esa particular controversia Hobbes demostró que la alianza del método experimental de Boyle con la aséptica comunidad de científicos de la Royal Society de Londres no alcanzaba para resolver el problema del desquiciado orden social, pues los intelectuales que habían abdicado indagar las causas y fines últimos de los fenómenos históricos estaban de ese modo falaz contribuyendo al desorden social. Dicho desorden se encontraba marcado –a mediados del siglo XVII inglés–por una sangrienta guerra civil, que a su vez se replicó en Portugal con una rebelión de la nobleza contra la dominación habsburgo-papista española. Y desde entonces el propio Portugal había fomentado en su colonia sudamericana un complejo expansionismo territorial y una crítica exploración geográfica (mechada con el apogeo del apostolado misionero jesuítico), que abarcó incluso al Río de la Plata con la fundación de Colonia del Sacramento, y con el impacto que la partición continental tuvo sobre su vecina Buenos Aires, y sobre la jurisdicción del virreinato peruano, por ella integrado; y que fue también el antecedente histórico, a fines del siglo XIX, de la partición de África entre las grandes potencias.
Para volver al caso argentino y poder corroborar la tesis sociológica, observamos que el populismo y la corrupción se hallan hoy estrechamente aliados con la ignorancia y el sometimiento a un particular régimen de dominación intelectual (mandarinatos, nomenklaturas, burocracias escalafonarias). Por esa razón le reiteré a Bárbaro que toda autoría material de un delito de corrupción como el que estamos sufriendo con el Populismo se corresponde necesariamente con una autoría intelectual del mismo, de forma semejante a como el pescado se pudre siempre desde la cabeza y hacia el interior de su propio organismo, y que de esa autoría intelectual debía ser partícipe necesario el poder político populista.
En ese preciso sentido, le expuse como ejemplo a Bárbaro la conducta –denunciada administrativamente en 2005 y penalmente en 2009—desplegada durante el populismo K por la quincena de Mesas Coordinadoras de la Agencia Nacional para la Producción Científico-Tecnológicas (ANPCYT) administradas desde el 2002 por el Secretario de la entonces SECyT Lino Barañao, que distribuyeron la suma de 1200 millones de dólares (favoreciendo proyectos personales de investigación) prestados por el Banco Interamericano de Desarrollo-BID en perjuicio de la olvidada infraestructura científica del país (laboratorios, bibliotecas, editoriales, etc.). Dicha denuncia fue archivada en 2010 por orden del Juez Martínez de Giorgi con el testimonio de un testigo falso, que era funcionario del organismo acusado, y su fallo fue ratificado en 2011 por la Sala II de la Cámara Federal Penal integrada por los jueces Irurzun, Cattani y Farah. ¿Fueron acaso estos jueces y sus fallos, consecuentes con el tipo de dominación intelectual vigente o era posible, aún bajo esas restrictivas condiciones, encontrar una respuesta que honrara a la justicia?
Le transmití también a Bárbaro que estas Mesas –compuestas por tres coordinadores cada una–operaron mediante un cínico simulacro de imparcialidad en beneficio de medio centenar de esos coordinadores, que fueron identificados en la denuncia con nombre y apellido. Cuando el proyecto de investigación de uno de los integrantes de alguna Mesa Coordinadora aparecía en la escena arbitral, el titular del proyecto se retiraba transitoriamente de la Mesa y su lugar era subrogado por un co-coordinador que diligentemente aprobaba el proyecto de marras. Reintegrado a la Mesa el coordinador premiado con el subsidio, entraba a reciprocar a los otros dos coordinadores, aprobando sus respectivos proyectos, en una suerte de aceitada “calesita de la felicidad”. Este fraudulento mecanismo era imprescindible para que el populismo K pudiera edificar –a semejanza de la “burguesía nacional” que se pretendió montar con Báez, Ferreyra, Cristóbal y la Cámara Argentina de la Construcción— una “intelectualidad nacional” que le fuere funcional para designar centenares de árbitros evaluadores en las numerosas Comisiones Asesoras y Juntas de Calificación del CONICET, la CONEAU y la Secretaría de Políticas Universitarias-SPU (en esta última se registra a los docentes-investigadores y se los categoriza en una escala de cinco rangos, con los que se cobran el correspondiente incentivo trimestral).
Pero el escándalo puntual de corrupción en la Agencia no comenzó con el infortunio judicial de Comodoro Py, pues el ocultamiento del estrago moral e intelectual ya se había producido con la autocensura de la gran prensa, cuyo punto ciego en el calendario K se extendió hasta el momento en que se desató la crisis del campo (2008). Aprovechando esa comunión coyuntural, los colaboradores más asiduos de la gran prensa que eran asimismo investigadores del CONICET se favorecieron con subsidios por cifras repetidas de media docena de dígitos cada uno (Novaro, Romero, Altamirano, Svampa, Palermo, Burucúa, Caimari, Di Stefano, Gerchunoff, Grimson, Hora, Oszlak, Palacio, Kornblihtt, Paz, etc.). ¿Se diría acaso que ese espacio ciego obedecía a la necesidad de ganar tiempo a la espera del colapso del oficialismo y que por ello era legítimo que quienes colaboraban con la gran prensa y simultáneamente integraban los organismos de ciencia se les permitiera corromperse aventajándose de ese permisivo limbo temporal?
Esa cadena de la felicidad académico-mediática se prolongó en el tiempo, y más tarde, con el panegírico de la persona de Lino Barañao, se logró que esta gestión ministerial se perpetuara en el nuevo gobierno de Macri y de CAMBIEMOS. Ninguno de los programas televisivos y radiofónicos de contenido político e incluso sus columnistas más célebres osaron criticar el continuismo de Barañao. ¿Pero la indiferencia periodística fue acaso por ignorancia de la temática denunciada o era la obsecuente respuesta a una directiva deliberada de silencio que procedía de una jefatura secreta y anónima y que ningún periodista podía atreverse a cuestionar (Lanata, Majul, Leuco, Alconada Mon, Morales Solá, Fernández Díaz, Pagni, Sirven, Soriano, Feinmann, Berensztein, Ruiz Guiñazú, etc.)? Nadie puede brindar una respuesta a este enigma comunicacional por la falta de transparencia pública existente en el manejo de los medios privados. Sin embargo, Lanata viene sosteniendo que la corrupción K es sistémica, aunque de esa sistematicidad excluye caprichosamente al mentado Ministro Barañao, con lo cual el mismo Lanata concluye construyendo la personificación de una insospechada monja “carmelita”, huésped de un inhóspito monasterio de un conurbano malevo, asiduamente visitada por una corte de pingüinos carroñeros.
Si bien este ensordecedor silencio del periodismo vernáculo –en medio del miedo y la genuflexión en los ámbitos del saber–viola los preceptos de la ética periodística, del periodismo de investigación, de la ciencia comunicacional y de la libertad de prensa, Bárbaro nos recordó que el miedo y el silencio mencionados ya se habían padecido mucho antes en nuestra historia, hacía la friolera de medio siglo, en el transcurso de la Guerra Fría, en oportunidad de la dramática “Noche de los Bastones Largos”. Y también ha sido Bárbaro de nuevo quien nos devolvió la memoria al apuntar a los periodistas de La Opinión, Primera Plana y Confirmado, los mismos que con su silencio cómplice habían subestimado la catástrofe moral e intelectual que individual y colectivamente se había desatado en la afligida humanidad argentina.
Como desde esos facciosos órganos de prensa–acompañados por el colaboracionismo activo de la burocracia eclesiástica–se había atizado la criminal aventura golpista que culminó trágicamente a fines de la década del setenta, con el llamado Proceso, creemos que el compromiso con nuestro pueblo y con el saber debe ser entonces resistir este apocalíptico sufrimiento que aún persiste en las estructuras educativas y científicas y calamitosamente en las universidades del conurbano, tal como en este último caso el propio Bárbaro lo reconoció en el almuerzo de marras.
En otras palabras, en vísperas de celebrarse el centenario de la Reforma Universitaria de Córdoba (1918), es preciso que –comulgando con los juicios de Bárbaro– la cultura, el conocimiento y la ciencia vuelvan a ser el eje dinamizador de una nueva reforma educativa y universitaria que acabe con la endogamia en el sistema y en el cogobierno universitario (claustro de graduados) y se inicie entonces un impostergable proyecto de Ignorancia Cero o Educación para Todos (EPT), etapa previa e insustituible de la Pobreza Cero.
– Por Eduardo R. Saguier
Museo Roca-CONICET