– Por Albert Camus *
En agosto de 1944, tropas aliadas liberaron París desalojando a las tropas invasoras nazis. Siete meses después, el 15 de marzo de 1945, Albert Camus leyó “Defensa de la inteligencia”, publicado en “Combat”, revista clandestina de la resistencia, que él dirigió. En una ciudad destruida y dolorida, con heridas aún abiertas, muertos insepultos, torturados y mutilados en los campos de exterminio, luego de la victoria, Camus preguntó ¿quién querría que el espíritu olvide esos esos padecimientos? “No es el odio el que hablará mañana, sino la propia justicia basada en la memoria”. París había sido liberado, pero permanecía el espíritu de odio, ese residuo nuclear persistente. (Gregorio A. Caro Figueroa)
Este es el texto íntegro de Camus.
“Si la amistad francesa de que aquí se trata no debiera ser más que mera manifestación sentimental entre personas simpáticas, daría yo poco por ella. Sería esto lo fácil, pero también lo menos útil. Y supongo que los hombres que han tomado la iniciativa de esa amistad han deseado algo más: una amistad más difícil que fuera constructiva. Para que no nos veamos tentados por la facilidad y no nos contentemos con recíprocas congratula¬ciones, querría simplemente, en los diez minutos que se me conceden mostrar las dificultades que la empresa pre¬senta. Desde este punto de vista, no podría hacerlo mejor que hablando de lo que siempre se opone a la amistad, es decir, la mentira y el odio.
En efecto, nada haremos por la amistad francesa si no nos liberamos de la mentira y del odio. En cierto sen¬tido, es indudable que no nos hemos liberado de ellos. No en balde hace demasiado tiempo que los respiramos. Y quizá la última y más duradera victoria del hitlerismo sean esas huellas vergonzosas, dejadas en el corazón de los que lo han combatido con todas sus fuerzas. ¿Cómo no sería así? Desde hace años, el mundo está entregado a un sin par desdoblamiento de odio. Durante cuatro años hemos asistido, en nuestro país, al uso razonado de ese odio.
Hombres como nosotros y yo, que por la ma¬ñana acariciaban a los chiquillos en el metro, se transfor¬maban por la noche en verdugos meticulosos, se con¬vertían en funcionarios del odio y la tortura. Durante cuatro años, esos funcionarios han trabajado en su administración, en la que se fabricaban pueblos de huérfanos, se fusilaban hombres en plena cara para que no pudieran ser identificados luego, se hacían entrar cadáveres de niños a taconazos en ataúdes demasiado pequeños, se tor¬turaba al hermano ante la hermana, se moldeaban cobar¬des y se destruían las más altivas almas. Según parece, esas historias no hallan crédito en el extranjero. Mas no ha podido evitarse que lo hallaran, durante cuatro años, en nuestra carne y en nuestra congoja. Cada mañana, du¬rante cuatro años, los franceses recibían su ración de odio y su bofetada. Era el momento en que abrían el perió¬dico. Y, naturalmente, algo ha quedado de todo eso.
Nos ha quedado el odio. Nos ha quedado ese impulso que hace unos días, en Dijon, lanzaba a un muchacho de catorce años sobre un colaboracionista linchado para aplastarle la cara. Nos ha quedado ese furor que nos quema el alma al recordar ciertas imágenes y ciertos rostros. Al odio de los verdugos, responde el odio de las víctimas. Y una vez que los verdugos se han ido, los franceses se han quedado con una parte de odio intacta, sin empleo. Todavía se miran entre ellos con un resto de ira.
Pues bien, de esto debemos triunfar en primer térmi¬no. Hay que curar los corazones envenenados. Y la más difícil victoria que mañana deberemos obtener sobre el enemigo, habrá de alzarse en nosotros mismos con un esfuerzo superior que transformará la sed de odio en deseo de justicia. No ceder al odio, no hacer concesión alguna a la violencia, no admitir que nuestras pasio¬nes se cieguen, he aquí lo que aún podemos hacer por la amistad y contra el hitlerismo.
Todavía hay periódi¬cos que se entregan a la violencia y el insulto. Mas en este caso se cede al enemigo. Para nosotros se trata, al contrario, de que la crítica no llegue jamás al insulto; se trata de admitir que nuestro contradictor puede tener razón y que, de cualquier modo, sus razones, incluso malas, pueden ser desinteresadas. Se trata, en fin, de re¬formar nuestra mentalidad política.
Tal cosa significa, si en torno a ella reflexionamos, que debemos preservar la inteligencia. Porque estoy per¬suadido de que el problema está ahí. Hace unos años, cuando los nazis acababan de adueñarse del poder, Goering daba una idea precisa de su filosofía al declarar: «Cuando se me habla de inteligencia, saco el revólver». Y esa filosofía desbordaba Alemania. Al mismo tiempo y por toda la civilizada Europa se denunciaban los excesos de la inteligencia y las taras del intelectual.
Los mismos intelectuales, por una interesante reacción, no iban a la zaga para conducir la acusación. Las filosofías del instinto triunfaban por doquier, y, con ellas, ese romanticismo de mala ley que prefiere sentir a comprender, como si una cosa pudiera ir sin la otra. Desde entonces, jamás se ha dejado de encausar a la inteligencia. Vino la guerra, luego la derrota.
Vichy nos enseñó que la responsabilidad recaía en la inteligencia. Los campesinos habían leído demasiado a Proust. Y todo el mundo sabía que Paris-Soir, Fernandel y los banquetes de las peñas de amigos eran signos de inteligencia. Según parece, la mediocridad de las minorías selectas -mediocridad de que Francia moría-, tenía su origen en los libros.
Todavía la inteligencia continúa siendo maltratada. Es¬to prueba sólo que el enemigo no ha sido aún vencido. Y basta que se haga un esfuerzo para tratar de comprender, sin idea preconcebida; hasta que se hable de objetividad, para que denuncien vuestra sutileza y se juzguen vues¬tras pretensiones. ¡Eso no puede ser! Y es eso lo que debe reformarse y sé, como todos, que el intelectual es un animal peligroso que traiciona fácilmente. Mas la in¬teligencia de que se trata no es la buena. Nosotros ha¬blamos de la que se apoya en el coraje, de la que ha luchado durante cuatro años para tener derecho a ser respetada.
Cuando esta inteligencia se apaga, la noche de la dictadura aparece. Por eso debemos mantenerla con todos los derechos y deberes. De este modo, y de tal modo sólo, la amistad francesa tendrá un sentido. Porque la amistad es la ciencia de los hombres libres. Y no hay libertad sin entendimiento y recíproca comprensión.
Para terminar, voy a dirigirme a vosotros, los estu¬diantes. No soy de los que os predican virtud; esa virtud que demasiados franceses confunden con la sangre po¬bre. Si tuviera algún derecho a ello, antes os predicaría pasiones. Mas querría que, en torno a uno o dos puntos, a lo menos, los que constituirán la inteligencia francesa de mañana, estén resueltos a no ceder jamás. Querría que no cedieran cuando se les diga que la inteligencia está siempre de más, cuando se les quiera probar que vale mentir para mejor triunfar.
Querría que no cedie¬ran ante la astucia ni ante la violencia ni ante la abulia. Entonces, quizá, una amistad francesa que sea algo más que inútil palabrería será posible. Entonces, quizá, en una nación libre y apasionada por la verdad, el hombre comience de nuevo a sentir ese amor de lo humano sin el cual el mundo no será nunca más que inmensa soledad.»
(*) Discurso pronunciado en una reunión organizada por L’Amitié française, en la sala de la Mutualité, el 15 de marzo de 1945. Texto incluido en el libro de Camus “La sangre de la libertad”, Buenos Aires, 1958.-