Durante los 78 días en que Santiago Maldonado estuvo desaparecido, dos versiones extremas le agregaron angustia a un cuerpo social, de por sí, ya angustiado por esa desaparición.
Una de esas versiones fue difundida por el Gobierno. Santiago Maldonado, se decía, no había estado en el lugar de los hechos. Era miembro de un grupo mapuche radicalizado, que promovía la lucha armada y había sido entrenado por las FARC. Maldonado había participado, en esta versión, de un ataque a un puesto de seguridad de la estancia perteneciente a la empresa Benetton. En esa circunstancia, tal vez había sido herido por el puestero del lugar y su cuerpo escondido por sus supuestos compañeros de aventuras. O estaba en Chile. O había un 20 por ciento de posibilidades de que estuviera en Chile.
La otra versión extrema era difundida por un sector importante de la militancia antimacrista, especialmente por referentes del progresismo K, y por algunos dirigentes de derechos humanos, apoyados en testimonios de dos mapuches. Santiago Maldonado había sido desaparecido por Gendarmería. Lo golpearon, lo subieron a una camioneta, limpiaron las huellas. El Gobierno sabía todo y lo encubrió. Patricia Bullrich debía renunciar. El puntapié inicial de todo esto lo dio Página 12 el 7 de agosto, en el título de la primera nota sobre el tema, firmada por Horacio Verbitsky: «Macri tiene su primer desaparecido, Santiago Maldonado, detenido por Gendarmería».
Ninguna de las versiones extremas eran ciertas. Los primeros resultados de la autopsia informan que Santiago Maldonado no fue golpeado ni baleado antes de morir ahogado. Estuvo en el lugar. No estuvo en Chile. No atacó a ningún puestero. No fue entrenado por las FARC. No fue detenido por Gendarmería. No fue hecho desaparecer por ningún agente del Estado. Los hechos fríos y duros reemplazaron a los relatos dominantes sobre el tema. El criterio de los organismos internacionales de derechos humanos sostiene que, aun en estos casos, ante la muerte de una persona en un operativo, se debe investigar la responsabilidad de la fuerza de seguridad. Pero una cosa es eso y otra sostener que Gendarmería secuestró a la persona, limpió las huellas, lo ocultó en una heladera y lo plantó en un río.
¿Qué es lo que hizo que tantas personas dijeran barbaridades, en uno u otro sentido, durante estos febriles 78 días?
La respuesta es conocida.
Desde hace muchos años, la sociedad argentina está atravesada por una enfermedad que se ha definido como «la grieta». Ante un hecho que conmueve los valores más profundos de la sociedad, las personas que están cómodamente instaladas a un lado u otro de esa grieta razonan de forma lineal. Para unos, lo único importante, el valor alrededor del cual organizan todo lo demás, es dañar al gobierno de Mauricio Macri. El resto de las cosas -la verdad, el castigo a los verdaderos culpables, la moderación, el respeto a los hechos- es secundario: se aplican solo si sirven al objetivo sagrado, se descartan en caso contrario.
Para los otros, ocurre lo contrario: el objetivo al cual subordinan todo es la defensa del Gobierno. En todo este tiempo, el Gobierno cometió actos muy crueles con la familia Maldonado. Desde el respaldo enfático y sin matices a Gendarmería, a las distintas versiones del «algo habrá hecho», hasta las últimas declaraciones de Elisa Carrió, con la que nadie confrontó, o la difusión de conversaciones privadas con la mamá de la víctima el día que se confirmó que su hijo había muerto. Para alguien cuyo norte existencial es la permanencia de Macri en el poder, o que no regrese Cristina, estos señalamientos son «funcionales» al «enemigo«, curiosamente, una acusación clásica en la década k.
Es como si a ambos se les fuera la vida, o algo parecido a eso, en ese partidismo.
Y como se trata de una cuestión existencial, cualquier duda, reparo, cuestionamiento a sus teorías provoca insultos, enojos, alarmas exageradas, acusaciones exóticas. Ante el mínimo cuestionamiento se despiertan sospechas. Afloran los adjetivos. La única conducta posible consiste en sostener una versión y solo una de cada cosa, aunque sea falsa. Santiago Maldonado no estaba ahí: era un terrorista. Santiago Maldonado es un detenido desaparecido.
Esto pasa todos los días, con todos los temas.
Pero cuando desaparece un joven, el fanatismo se torna más enfermo.
El Gobierno tiene su aprendizaje para hacer de este episodio tan lacerante. El alivio por los resultados de la autopsia no oculta las declaraciones irracionales del jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad, la estigmatización de poblaciones indígenas, la construcción de enemigos ficticios, la demonización de la víctima, la filtración de información sesgada, las horribles operaciones en las redes sociales, las encuestas de último momento. En el manejo de una crisis sale lo mejor y lo peor de los líderes. Cada cual evaluará cual fue el rasgo dominante de Mauricio Macri en esta. Como mínimo no apareció su costado más sensible: los memoriosos recordarán que al primer mes de la desaparición, Macri difundía su deleite con el helado de mate cocido. La posibilidad de cerrar un poco la grieta depende, en gran parte, de que Macri comprenda qué siente y qué piensa el numeroso sector que lo resiste tanto. Hay valores que el presidente no incorporó en su vida y eso se notó muchísimo este mes.
Pero el principal desafío, si no quiere ahondar la evidente crisis que lo atraviesa, lo enfrenta el sector de la sociedad que se define a sí mismo como «progresista».
En las marchas en las que se reclamaba por la aparición con vida de Santiago Maldonado había muchos ausentes. Uno de ellos, el principal, era el propio Maldonado. Pero también estaban los muertos de los que nunca se habla en esas marchas, en esas plazas. Y son muchos.
Si se tapan algunos muertos pero se tapizan las paredes con los otros, y si justo los que se tapan son los muertos causados por aliados al así llamado «progresismo», pero se enarbola la imagen de los que sirven para acusar a los enemigos políticos, entonces resulta que se puede sospechar si lo que duele es la muerte o si estamos ante un fenómeno un poco más oscuro, por más buenos y coherentes que se sientan los que gritan «aparición con vida y castigo a los culpables».
Cuando uno se aleja un poquito de la grey progresista, la mira desde afuera, ve un problema gigantesco, un horrible proceso de selección de víctimas. El gremio docente CTERA -un emblema clásico del progresismo argentino- impulsó actividades en las escuelas sobre el tema con un sesgo evidente: se comparaba lo que, aparentemente, le había ocurrido a Santiago con lo sucedido durante la dictadura militar. La docente María Luján Rey, mamá de Lucas Menghini, les recordó que no habían organizado ninguna actividad para explicar la tragedia de Once. Unos días antes, otra mamá de una víctima de Once le había dicho lo mismo a Cristina Kirchner cuando la descubrió en una capilla con la foto de Santiago Maldonado.
Pero no solo ellas: hay un enorme sector del país, nutrido desde tradiciones políticas muy distintas, incluso mucha gente que se sintió alguna vez progresista, que ha militado para que los militares de la represión ilegal estén presos, y que lo ven cada vez más claro: si defienden la vida, ¿cómo es que Bullrich es una asesina pero nadie nombra a Gildo Insfrán en esas marchas? ¿Y a Julio De Vido? ¿Cómo es que nunca estuvo la cara de Milani? Y entonces, cada vez más personas no quieren ser usadas por demostraciones que detrás de las consignas de derechos humanos esconden otros intereses. Cuanto más se demore una reflexión seria sobre este punto, más se prolongará la agonía.
El progresismo, o al menos su sector mayoritario, se acostumbró demasiado a revolear muertos por razones de conveniencia políticas y a callarse frente a los muertos sobre los que no conviene a hablar. Y a dar por hechos sucesos que no ocurrieron. El caso Maldonado es solo un último ejemplo de eso.
Ese mecanismo curioso se transmite de generación en generación.
Es lógico que se reclame la aparición con vida de un desaparecido. ¿Es lógico concluir rápidamente sobre quién es el culpable, gritarlo por todos lados? ¿Nadie nota que en esa cacería pueden caer inocentes?
Esta lógica no incluye a las agrupaciones de la izquierda tradicional —el FIT, Autodeterminación y Libertad, entre otros. Donde hay una víctima, ellos están.
Muchas veces, dentro de los sistemas democráticos se vulneran los derechos humanos. En los últimos años, desapareció Luciano Arruga, mataron a tres personas humildes en el Parque Indoamericano, asesinaron a Mariano Ferreyra. En diciembre del 2013 en el marco de una cadena de huelgas policiales, la policía asesinó a no menos de treinta personas que saqueaban negocios, hubo represión policial con muertos en Río Negro en el 2010 durante otro episodio de saqueos, el gobierno de Formosa ha asesinado a dos Qom y detenido sin razón a uno de sus líderes. Y eso si no se suman las tragedias de Once y Cromagnon, con evidente responsabilidad estatal, sobre todo en la primera.
Ni la llegada de Macri al poder transformó a Bélgica en la Alemania nazi, ni viceversa. Es el mismo país, con los mismos desafíos. «País de mierda», diría Cristina. Otros lo calificarían de manera distinta. Pero Macri no es la dictadura, ni el nazismo, ni la triple A ni el golpe del 55. Continuar por esa senda solo llevará a chocar contra la pared, una y otra vez, a quien la recorra.
La parte sana de esta historia es que en ese país, al menos, la desaparición de una persona genera un nivel de sensibilidad tan grande que el poder se ve urgido a dar una respuesta.
Al final del día, esa respuesta llegó: se encontró el cuerpo de la víctima y se pudo saber la manera en que falleció.
Esta es una de las tantas oportunidades en las que conocer la verdad realmente duele.
– Por Ernesto Tenembaum