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lunes, diciembre 23, 2024

Estela Barrenechea: “Hoy por hoy la ciudad de Buenos Aires me produce rechazo”

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Puntadas finales de una exquisita entrevista a la escritora.

Estela Barrenechea nació el 17 de febrero de 1938 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Es Contadora Pública Nacional, por la Universidad de Buenos Aires, egresada en 1961. En 1984 completó el curso de Metodología de la Investigación, por la Universidad de Belgrano. Ejerció la docencia en Filosofía a partir de sus ensayos y de su condición de miembro de grupos de investigación, tanto en instituciones públicas como privadas. Participó en los volúmenes “La filosofía en los laberintos” (1994), “El pensamiento en los umbrales del siglo XXI” (1994) y “La filosofía, los filósofos, las instituciones filosóficas. Una perspectiva generacional en la Argentina de fin de siglo” (1995).

Además de organizadora de jornadas de filosofía, fue expositora en el lapso 1991-2000. Obtuvo primeros premios y otros reconocimientos de orden literario en su país y en el exterior. Fue incluida, entre 2001 y 2018, en diversas antologías: “Homenaje a Oliverio Girondo”, “No toda belleza redunda en felicidad”, “XXVIII World Congress of Poets” (Acapulco, México, 2008), “Ceremonias de la luz”, “Poetas sobre poetas IV”, etc. En 2007 se editó la plaqueta “Clinamen y otros poemas”. Poemarios publicados: “La distancia y el foco” (2003), “En los confines” (2005), “Del silencio” (2009), “El filo de la grieta” (2012), “El revés de la luz” (2014) y “De claros y de sombras” (2016).

“Adentrarse en la propia historia”. Expresión que, tal cual o de un modo parecido, solemos escuchar. Con ella te invito a adentrarte en la tuya.

EB — Adentrarse en la propia historia es un trabajo arduo que toca mente y cuerpo del que lo hace. Nací en la Ciudad de Buenos Aires el 17 de febrero de 1938 a las 5 a.m. en el Sanatorio Otamendi y Miroli, donde iban a parar las mamás de un hogar de clase media alta.

Pablo Justo Barrenechea Tasca y Estela Díaz Viera fueron mis padres. La familia de mi abuelo paterno había llegado al país durante el siglo XIX. Eran masones. Uno de mis tíos abuelos fue Gran Maestre de la Masonería Argentina. Por el contrario, el arribo de la familia materna a la Argentina se pierde en los recovecos de nuestra historia. Solo tengo constancia de los que vinieron a mediados del siglo XVIII. La mayor parte de ellos se radicaron en el campo; eran estancieros, católicos y conservadores.

Mi padre fue militante estudiantil en la Reforma Universitaria de 1918. Se decía ateo y entró a la logia masónica de joven. Formó parte del Partido Socialista en la época de Juan B. Justo y Alicia Moreau de Justo. Una vez recibido de abogado, trabajó en el estudio de Alfredo Palacios. Luego abrió uno por su cuenta.

En mi casa, las posturas ideológicas eran totalmente diferentes; sin embargo, esto no fue motivo de discusiones y enfrentamientos.

Desde muy corta edad, me acosaron infecciones bronquiales que hicieron que perdiera años de asistencia regular a la escuela. Tuve maestras a domicilio para no atrasarme. Mi madre hizo desfilar para mi atención todo tipo de médicos, en general, especialistas de renombre. Ninguno de ellos dio con la cura apropiada. Ya entrada en la pubertad, conocí al doctor Isidoro R. Steinberg, profesor de la Facultad de Ciencias Médicas de la UBA, que fue quien pudo aliviar mis problemas. En fin, tuve una infancia traumática. Cuando pienso en las curas de aquella época, mis sensaciones son desagradables; nunca pude olvidar las infinitas inyecciones, las ventosas, los paños fríos y calientes, los jarabes y remedios que si bien atenuaban los síntomas provocaban dolores intensos de estómago y cólicos. Al pasar muchos días en cama, mis entretenimientos fueron escasos pero ricos a la vez: alguna tela para pintar o bordar, muñecas y, sobre todo, libros de cuentos infantiles.

De niña siempre estuve atenta a la llegada de mi padre por la noche. Sabía que él me iba a contar alguna historia. La más significativa fue “Rinconete y Cortadillo” de Miguel de Cervantes Saavedra. Como le gustaban las novelas picarescas, mientras las relataba me hacía reír. A mis ojos, mi padre era un gigante. Él fue una brújula para mí a lo largo de la vida. Murió a los cincuenta y ocho años, en 1957, teniendo yo diecinueve. Mi madre vivió hasta entrado el siglo. Siempre nos acompañamos. Si pongo mi mirada en mis primeros años, puedo verla leyéndome poesía y tocando juntas el piano. A ella le complacía cuando yo memorizaba algún poema y me incentivaba a que los recitara.

Leí tempranamente los cuentos de hadas que me regalaron y otros acordes a la edad (Charles Perrault, “Pinocho” de Carlo Collodi, “De los Apeninos a los Andes” de Edmundo de Amicis y algunas fábulas como las de Esopo). A partir de mi adolescencia, me entusiasmaron los libros de aventura (Julio Verne y Emilio Salgari). Mi madre me introdujo en la narrativa. Recuerdo a Benito Pérez Galdós, a José Mármol y a Victor Hugo, entre otros (“Marianela”, “Amalia” y “Los miserables”). Tuve la fortuna de tener en mi casa libros valiosos. Leí El Quijote, La Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento y un poco más tarde muchas de las obras de Shakespeare. He recorrido el pasillo de la biblioteca incansablemente; disfrutaba jugando ahí el día entero. Las maderas de los estantes también tenían para mí la perspectiva del juego. Colocaba caracoles en formación para hacerlos guerrear entre ellos: eran soldados que conformaban pequeños ejércitos. Los que ponía en los estantes más altos ganaban siempre, los de los bajos iban a parar irremediablemente a algún balde.

Soldaditos y caracoles.

EB — Sí, varias realidades superpuestas a través de los libros. Los años de mi infancia y de mi juventud los viví en un buen departamento ubicado en pleno centro de Buenos Aires, cercano al edificio de Tribunales. Siempre me atrajeron los espacios abiertos y en ese hábitat, rodeada de cemento, me sentía infeliz. Mis padres lo advertían y para atenuar mi descontento me enviaban de tanto en tanto a la casa de mis abuelos maternos, quienes residían en el bonaerense pueblo de Escobar. Allí me sentía muchísimo mejor. Las calles y las formas de vida del pueblito incentivaban mi imaginación; podía corretear por el patio de la vieja casona colonial e ir hasta la chacra que tenía la familia en las afueras. Hoy tomo conciencia de que mis deseos de aire y de libertad se fueron acrecentando con el correr de los años. Los veranos los pasábamos en Mar del Plata. Eran vacaciones extensas y, por lo general, no me enfermaba. Muchos de esos recuerdos están inscriptos en mis poemas y en mi narrativa; no me cuesta volver atrás para describir las sensaciones y los sentimientos que albergaba en aquellos tiempos.

Mis estudios primarios fueron realizados en la escuela pública “Domingo Faustino Sarmiento”. Posteriormente, fui a parar a un colegio religioso llamado “Jesús María”, dado que no pude ingresar al secundario estatal por inconvenientes de salud. El pasaje de la educación pública a la privada me ocasionó problemas; no era la misma formación. Pese a esto, terminé mi secundario. Mis ideas se fueron afirmando y más aún cuando ingresé a la UBA para seguir la carrera de Contadora Pública. Lo hice en contra de mi vocación. A mí me hubiesen gustado Filosofía, Letras o Dramaturgia, pero debido a que estábamos pasando por momentos económicos inestables, decidí escuchar los consejos de mi madre. Los años universitarios transcurrieron sin pausa y a los veintidós estaba recibida y trabajando.

Me casé enseguida. Mi hijo mayor nació a los veintitrés, y mi hija tres años después. Al cabo de un período corto de convivencia, cumpliendo mis veintisiete, me separé, quedando a cargo de mis hijos. Poco después formé pareja con un hombre viudo que tenía dos hijas y a quien le agradaba el arte como a mí. Nos convertimos en un matrimonio ensamblado y mis ocupaciones en la primera etapa, aparte de un trabajo intenso, fueron mis cuatro hijos. Durante casi una década mi deseo estuvo centrado en mi familia. Igualmente, no dejé de trabajar y estudiar. Los idiomas me llevaron tiempo y dedicación (francés, inglés, italiano). Asistí a la Alianza Francesa, terminando con los cursos de Cultura y Civilización, y también a ICANA [Instituto Cultural Argentino Norteamericano], donde realicé los primeros estudios de inglés, ingresando posteriormente al Traductorado Público de la UBA, cuyos cursos no terminé.

Múltiples intereses.

EB — Sí, siempre fui de abarcar mucho. No solo me ocupé de la formación integral de mis hijos —es cierto que lo hice en compañía de mi esposo—, sino que además, como antes te decía, trabajé como contadora durante diez años y seguí con mis estudios. Inclusive me sentí atraída intuitivamente por los cuidados del cuerpo, tal vez debido a los problemas que me aquejaron en la infancia. Hice danza, gimnasia y practiqué deportes. El tenis fue mi favorito y lo seguiría jugando. Mucho más tarde, al introducirme en la filosofía y conocer el pensamiento griego, me di cuenta de que ellos se ocupaban de sí mismos y que uno de sus principales preceptos era el cuidado de sí y el arte para la vida. Me maravillé de haber seguido ese tipo de conductas. Cuando leí a Michel Foucault en su “Tecnologías del yo” advertí que los griegos y los romanos exhortaban como un deber cuidarse de sí mismos.

La filosofía comenzó a atraerme a partir de mi carrera en la UBA. Tenía una materia, Introducción a la Filosofía, que me fascinó. Ahí leí a Adolfo Carpio y a Manuel García Morente. Sin embargo, fue mucho más tarde cuando decidí internarme de lleno en los estudios filosóficos. Hice seminarios con profesores de nivel, muchos pertenecientes a la Academia. Mi formación fue de excelencia e hizo que luego, sin haber ingresado a la carrera de Filosofía, pudiera escribir trabajos en una materia tan compleja. Mis primeras lecturas fueron las tradicionales: Homero (“La Ilíada” y “La Odisea”); los Presocráticos; Platón con su obra: “El banquete” y “La República”, y Aristóteles con “Metafísica” y “Ars poetica”. Ellas me abrieron las puertas para introducirme en el pensamiento a partir del cristianismo. Me interesé por el nominalismo de Guillermo de Occam, el empirismo inglés y las obras de Baruch Spinoza, Karl Marx, Soren Kierkegaard, Ludwig Wittgenstein, Martin Heidegger y Friedrich Nietzsche. He trabajado sus conceptos en mis talleres de filosofía, donde además hemos leído algunos párrafos de Foucault, Jacques Derrida, Giorgio Agamben, Deleuze, Roland Barthes. Estos talleres comenzaron conjuntamente con mi docencia en Filosofía en el CBC [Ciclo Básico Común] de la UBA; algunos grupos aún los mantengo, pese a que mis afanes en la actualidad están puestos casi exclusivamente en lo literario.

Escribiste, nos decías, trabajos de filosofía.

EB — Varios. Por ejemplo, “La ilusión de la paradoja del sujeto”, “La formación del filósofo”, “La filosofía, un pensar de lo ‘intempestivo’”, los que integraron tres volúmenes con ensayos de varios autores, o “Gilles Deleuze, un pensamiento creador en el cruce teórico de Fin de Siglo”, publicado en el diario “La Prensa” en noviembre de 1993. Pero el que más aprecio es un ensayo inconcluso sobre Nietzsche: “Nietzsche, una ontología trágica”, que en algún momento editaré.

Siempre me he preguntado cómo pude pasar de algo tan conceptual como es el ensayo filosófico a la poesía, que muestra —sin conceptos (esto no quiere decir que no haya ideas)— las sensaciones, sentimientos y reflexiones que uno se hace a lo largo de la vida en el tiempo histórico que le toca vivir. Fue complejo el pasaje. Los primeros poetas que traté fueron Arturo Carrera, Susana Szwarc y Paulina Vinderman, quienes con sus palabras me impulsaron a seguir con la poesía.

Por su relación entre poesía y pensamiento, estoy vinculada al Centro de Estudios Poéticos Alétheia, dirigido por la ensayista y poeta Graciela Maturo. Además asisto a distintas lecturas poéticas y a otros encuentros.

Mi primera experiencia con la escritura de poesía fue casi una epifanía. Me desperté una mañana y el poema vino a mi cabeza sin que yo lo llamara. Nunca lo publiqué, pero lo guardo como mi más precioso tesoro. A partir de ese momento crucial, mi vida cambió. Sentí que algo hablaba en mí y que mi deseo estaba puesto en la escritura. Pasé por problemas inmensos y una gran tragedia que fue la muerte de mi hija mayor, Eleonora Franco, a la cual le dediqué un poema: “El hospital del mundo”. Esos versos me hicieron ganar el segundo Premio del Fondo Nacional de las Artes, con motivo del homenaje a Raúl González Tuñón. Cuando recibí el premio, yo estaba muy abatida, aunque mi hija aún vivía. Este hecho conmovió a toda mi familia y creo que pasé casi dos años sin poder escribir literatura, sólo algunas líneas. Me parecía que las ideas se habían ido de mí. Luego de un duelo de casi tres años, el deseo de vida superó al de muerte y no dejé de acercarme a la creación; primero poesía y luego narrativa con cuentos y una novela. Mi primer libro de poemas fue editado en 2003, el último en 2016. Tengo varios ensayos, poesía y una novela inéditos. Esta última me llevó seis años y fue enviada y recibida para su lectura. Los cuentos están en edición y los presentaré en unos meses.

En poesía, quienes me han impactado desde muy joven fueron Sor Juana Inés de la Cruz, Pablo Neruda, Rubén Darío, Paul Éluard, Alfonsina Storni, José Asunción Silva y Federico García Lorca. No he dejado de leerlos; junto a otros poetas que me han resultado más arduos: Arthur Rimbaud, Rainer Maria Rilke, Friedrich Hölderlin, Antonin Artaud, Stéphane Mallarmé, César Vallejo, Paul Valéry, Thomas S. Eliot y su amigo Ezra Pound.

Otros poemarios son leídos y releídos hasta el día de hoy: los de Walt Whitman, José Lezama Lima, John Keats, Emily Dickinson, Charles Bukowski, Giacomo Leopardi, Gonzalo Rojas, Anna Ajmátova, Vicente Huidobro, Cesare Pavese, Delmira Agustini, Giuseppe Ungaretti, Gottfried Benn, Marina Tsvietáieva, Antonio Gamoneda, Edmond Jabés, Idea Vilariño, Yannis Ritsos, Constantino Kavafis, Wisława Szymborska, José Kozer, Marosa di Giorgio, y poetas argentinos como Néstor Perlongher, Olga Orozco, Roberto Juarroz, Alberto Girri, Carrera, González Tuñón, Oliverio Girondo, Alejandra Pizarnik, Enrique Molina, Vinderman, Juan L. Ortiz, Ricardo Herrera, Maturo, Miguel Ángel Bustos, Juan Gelman, Elizabeth Azcona Cranwell, Manuel y Leopoldo Castilla, Szwarc, Arnaldo Calveyra, Jorge Boccanera.

En la actualidad, mi Weltanschauung (cosmovisión) tiene que ver con las ideas transmitidas por mi padre y las que he ido adquiriendo con los estudios literarios, filosóficos, históricos, políticos, etc. De todas maneras, siempre consideré que la erudición no ayuda a la creación.

Vivir en un medio que no facilita el trabajo intelectual hace que todos aquellos a los que nos complace dedicarnos a la transmisión de saberes encontremos un sinnúmero de trabas. Tampoco es fácil alentarnos para continuar con una tarea que reditúa poco o nada, que por momentos es puro potlatch, sobre todo en la poesía. Resistir los embates a los que nos enfrenta el imaginario social de hoy no es cosa llevadera.

Cuentos y una novela. ¿Sobre qué asuntos giran, qué temas, qué situaciones? ¿Te cuesta inventar personajes?…

EB — Hace unos ocho años empecé a escribir algunos cuentos. Ellos tocan de un modo u otro diferentes temas que han hecho al fluir continuo de mi vida. Muchas veces he pensado que son solo murmullos que quedan en lo más íntimo de cada uno —llamémoslo inconsciente—: noticias, chispas de instantes, crónicas, relatos, ambivalencias afectivas (materias de la realidad) que han atravesado el país, la provincia de Buenos Aires y la ciudad donde vivo en los siglos XIX y XX. A medida que escribimos construimos un espejo con las huellas en zigzag que dejan las experiencias. Lo vivido hace soñar y recordar.

Mi libro por salir se llama “El inmigrante y otros cuentos”. Aparte del hecho puntual de la inmigración, mis temas han girado acerca del quiebre de la cotidianidad en un país latinoamericano como el nuestro.

Paso a contarte sobre mi novela “Castora”. La trabajé duramente más de seis años. Comencé con investigaciones relacionadas con nuestra historia en la Argentina del siglo XIX y comienzos del XX. Me resultó complejo fabricar letra con la tierra y los huesos del propio paisaje, que me remitía a mis orígenes. La novela transcurre en la última mitad del siglo XIX, caracterizada por las luchas por la conformación del país. El personaje principal es Castora, quien vivió su juventud y su temprana madurez en el cruce de los dos siglos. La historia está inspirada en relatos que mi familia me transmitió oralmente. No es autobiográfica; la mayor parte de las escenas son inventadas.

Si bien es exigente ponerse en el lugar del otro, no me es difícil inventar personajes. Que la creación de un personaje es muy movilizadora es cierto, pero lo fui superando, y sobre todo cuando finalicé la novela.

Adolfo Bioy Casares, como parte de una respuesta en un reportaje que en 1990 le efectuara el periodista Armando Almada Roche, expresó: “Mi estilo quizás venga, ojalá, de Mansilla, Sarmiento, del doctor Johnson, Stendhal, Ascasubi y Eça de Queiroz.” ¿De dónde vendrá el tuyo, Estela, en narrativa?

EB — Nunca pensé en las influencias recibidas. Indudablemente tengo mis autores preferidos, entre los cuales están William Faulkner, Virginia Woolf, Jorge Luis Borges, Stendhal, Honoré de Balzac, Silvina Ocampo, Juan José Saer, Julio Cortázar, Michael Ende, Thomas Bernhard, Gustave Flaubert. Durante mis investigaciones para la novela leí nuevamente a Guillermo Enrique Hudson con su libro “Allá lejos y hace tiempo” y también a Lucio V. Mansilla con “Una excursión a los indios ranqueles”. Además, te comento que todos los capítulos abren con un poema que preludia los sucesos. Más allá de esto, la novela es clásica en la estructura del relato.

“Los odiosos ocho” (“The hateful eight”) es el título de un film de Quentin Tarantino. ¿Nos armarías una listita de aquellas ocho personas o personajes, de todos los tiempos, a los que pudieras calificar apropiadamente como “odiosos”?

EB — Para empezar, se me ocurre el personaje del gobernador en “Zama” de Antonio Di Benedetto. El maquiavélico hermano de “Manon Lescaut”, la novela del Abate Prévost. Otro es Javert, que persigue a Jean Valjean en “Los miserables” de Hugo. Mi personaje Eusebio en mi novela “Castora”. Rodolphe Boulanger, el amante de Madame Bovary. Torbaldo Helmer, el marido de Nora en “Casa de muñecas” de Ibsen. La señora Angellier, suegra de Lucille en “Suite francesa” de Irène Némirovsky. La marquesa interpretada por Silvana Mangano en el film “Grupo de familia en un interno” de Luchino Visconti. Estos son los primeros que se me vinieron a la cabeza.

¿Cuál ha sido el material fundamental en tu poética? ¿Los sueños, los recuerdos, la realidad, avatares propios? ¿Qué tan intensa es o fue tu vida onírica?

EB — Te contestaría que el motor de mi creación poética han sido los avatares propios, y en ellos están las sensaciones que me han producido mi propia realidad y los eventos sociales y políticos del mundo que me ha tocado vivir. No podría comentarte demasiado acerca de mi vida onírica, creo que ha sido común.

¿Cómo completarías la frase que se inicia con…?: “Cuando yo para algunos todavía seguía existiendo…”

EB — Cuando yo para algunos todavía seguía existiendo como alguien anodino, los sorprendí con mi creación.

En la novela “Fantasmas en la balanza de la justicia”, de Paula Winkler, nacida y residente, como vos y como yo, en la ciudad de Buenos Aires, se lee: “Qué lindo es Buenos Aires, pese a los embrollos y desgracias del tránsito y a sus detalles miserables.” ¿Qué definición de nuestra ciudad pergeñarías para nosotros?

EB — Hoy por hoy la ciudad de Buenos Aires me produce rechazo, pese a las bellezas que contiene, ya sea en sus barrios antiguos, en su arquitectura y en los parques. Mi percepción es que no es la misma en la que nací. No son los mismos sus barrios, sus calles y sus avenidas. Si tuviera que formular una definición acotada a mi mirada actual, sobresaldrían los pozos, los corralitos para arreglos, las ramas caídas de las podas y, por sobre todas las cosas, las baldosas rotas. Qué bella sería Buenos Aires si se la quisiera un poco.

¿“Con la nariz para arriba”, “Pie de plomo”, “Pecho frío”, “Brazo extendido” o “Manos en la masa”?

EB — Cuando imagino a algún personaje yendo por la vida con la nariz para arriba, en general, me resulta odioso. Admiro a aquel que se empeña en su trabajo pero pone pie de plomo y pecho frío para realizarlo, entendiendo por este último, cabeza fría para encarar las tareas, es decir, no enturbiar la mente con pasiones y afectos. Con esas pautas extiendo mis brazos y pongo manos en la masa.

“El amor gusta más que el matrimonio, porque las novelas gustan más que la historia”, expresó el académico francés Nicolas Chamfort (1741-1794). “Un matrimonio feliz, es una larga conversación que siempre parece demasiado corta”, dejó asentado el también francés André Maurois (1885-1967). En la novela “El sonido de la montaña” de Yasunari Kawabata (1899-1972), leemos: “Un matrimonio es como una ciénaga peligrosa que succiona sin fin las faltas de los cónyuges”. “Yo he conocido muchos matrimonios felices, pero ni uno solo compatible. Toda la mira del matrimonio es combatir durante el instante en que la incompatibilidad se hace indiscutible y sobrevivirlo”, infiere el británico Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). “Antes del matrimonio se considera el amor teóricamente; en el matrimonio se pasa a la práctica. Ahora bien, todos saben que las teorías no siempre concuerdan con la práctica”, estableció el dramaturgo noruego Henrik Johan Ibsen (1828-1906). ¿Qué desglosarías sobre todo esto?…

EB — Concuerdo con Chesterton en que un matrimonio puede ser feliz. Estoy convencida de que el amor de la pareja es una construcción a lo largo de la vida y de que las incompatibilidades; si bien ciertamente aparecen, se soslayan con la palabra y el aprecio mutuo.

Hace pocos días, charlando por teléfono, me comentaste al pasar que has tenido posibilidades de conocer numerosos países.

EB — Sí, numerosos. Algunos, relacionados con mi quehacer literario, como el que hice a México cuando recibí el Primer Premio en Acapulco, o el de España en Málaga, convocada por Mariette Cirerol para encuentros poéticos. Realizarlos me dio la oportunidad de visitar otros lugares y salir de los hechos puntuales de las lecturas poéticas.

Si efectúo una mirada retrospectiva hacia mis primeros viajes, no puedo dejar de recordar el que realicé a Europa con mi familia, donde mi padre, por sus conocimientos, fue un guía inapreciable. Tenía solo quince años cuando embarcamos. Navegamos durante dos semanas en un barco llamado Cabo Corrientes, de clase única. En los días de tormenta el movimiento se acentuaba y se podía ver la proa elevándose. Era tanto mi entusiasmo cuando veía el mar embravecido que subía las escalerillas para contemplar las olas enfurecidas que se abatían sobre nosotros. Al llegar al puerto de Génova, comenzamos nuestro trayecto por la Europa clásica: Italia, Francia, España, Portugal. Lo hicimos en grupo y en ómnibus. Como era invierno, transitar por esos caminos helados no era fácil. Nos había tocado un invierno muy frío y con nevadas intensas. Pasar los Alpes fue toda una aventura, cambio de cubiertas, etc., etc. Jamás olvidaré el festejo de mi cumpleaños número dieciséis en la Plaza San Marco, en Venecia, tomando algo en el Café Florian.

Esta primera salida de mi país me marcó. Y mi anhelo fue viajar. Cuando me casé por segunda vez, compartí con mi marido aquel gran deseo. El primer viaje que hice con él fue en coche para cruzar la Cordillera de los Andes —soñada tantas veces desde mis años escolares— e ir a Chile. Llegando a Mendoza, subimos sin pausa los montes rumbo al Hotel Villavicencio; allí tuve una vista que me dejó sin palabras: desde la Cruz de Paramillo vi, como si se abriera un escenario, montañas rosadas y nieve en las cumbres. Siempre vuelve a mí ese paisaje maravilloso. Escribí recientemente un poema, “A la soledad de la piedra”, donde lo evoco.

Al año viajamos a Bolivia. Partimos en tren desde Jujuy, pasamos por La Quiaca y Villazón, atravesando el Altiplano hasta llegar a la ciudad de La Paz. Los pueblos sin luz y los coyas haciendo sus necesidades en los espacios abiertos me causaron desasosiego e impresión. Fue un trayecto intenso. Al arribar al Lago Titicaca, decidimos alquilar un bote rudimentario, manejado por un chico inexperto, para visitar las Islas del Sol y de la Luna, con sus viejas construcciones incaicas. El lago es un mar y da miedo. La fantasía que tuvimos al organizar ese viaje fue la de conocer la Bolivia profunda, saber cómo vivía su población y además entender por qué precisamente ese país de Latinoamérica había sido elegido por el Che Guevara para seguir con la utopía de la revolución.

Pasaron unos cuántos años antes de que pudiéramos realizar junto a mi esposo nuestras primeras incursiones en Europa. Fueron varias las que hicimos solos, y algunas acompañados por nuestros hijos. La que más recuerdo es la de la casa rodante. De España a Italia, durante tres meses con cuatro adolescentes, manejamos sin pausa. Dejamos nuestra casa para cruzar el Canal de la Mancha y recorrer Gran Bretaña. En Londres nos quedamos alrededor de diez días.

De los tantos viajes, uno de los más relevantes fue el paseo a Portugal. Fue en coche, de sur a norte. Antes de llegar a Lisboa, visitamos pueblos y ciudades. La ciudad de Évora nos sorprendió. Tuvimos una visión macabra al conocer la Capilla de los huesos. Las paredes y techos de ella están cubiertos por calaveras que provocan en los visitantes una impresión brutal e inolvidable. Consagrar a Dios un espacio religioso con paredes conformadas por huesos muestra un periodo de la Iglesia Católica sin ninguna clase de contemplaciones.

Otro de mis recuerdos muy vívidos me remite a Sicilia. Al entrar a la Iglesia de Siracusa observamos que sus columnas estaban montadas sobre originales griegas y sobre ellas se posaban piedras romanas. Nos produjo un gran asombro: toda la construcción del templo se había ejecutado en diferentes momentos. Indudablemente varios siglos separaban una etapa de otra. Nos acordamos de las múltiples invasiones y guerras sufridas por la isla. Siracusa es sorprendente; su anfiteatro romano es único. Si me traslado en el tiempo, al visualizar mentalmente la ciudad de Agrigento no puedo dejar de pensar en el filósofo presocrático Empédocles recorriendo los templos y columnas griegos que se extienden en el valle de la ciudad. Las ruinas de ese pasado están hoy en pie. Es impresionante verlas en una noche clara desde lo alto del monte. En esta ciudad vivió Luigi Pirandello. A Sicilia me gustaría regresar. Cada ciudad tiene su historia y el pensamiento se ilumina.

Quiero mencionar, como parte de un mundo que ya no existe —prácticamente nadie vive allí—, a Matera, ciudad de la Basilicata, declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Está ubicada en el sur de Italia. Sus casas excavadas en la roca volcánica y sus iglesias rupestres, construidas oblicuamente sobre una especie de cañón, gravitaron en nosotros por su historia. Esta ciudad de cuevas rocosas nos movilizó, sobre todo a mi marido; sabíamos que su abuelo materno había nacido allí. No podíamos creer, ni siquiera imaginar, qué tipo de vida había llevado. Ya que estoy hablando del sur de Italia, evoco también con emoción el viaje al pueblo de Firmo, en Calabria. Como viajamos, en general, en coche, al salir de Nápoles nos dirigimos a esa región. Al llegar al punto que buscábamos nos abrimos de la ruta principal para subir, dificultosamente, por un camino escarpado hasta la cima del monte donde se encontraba Firmo. Nos quedamos varios días en la vieja casa en la que había nacido la familia de mi marido. Allí, en Firmo, desde hace unos siglos, habitan albaneses emigrados de su país. Llegaron al sur de Italia perseguidos por cuestiones religiosas; son católicos ortodoxos. Edificaron sus casas en los distintos pueblos. Vivieron una vida terriblemente pobre pero más tranquila. No hablan dialecto calabrés sino albanés.

De algunas ciudades me han quedado imágenes imborrables. Londres, Roma, París, Madrid, Viena, Berlín, Lisboa, San Petersburgo, Estambul, Atenas, El Cairo, Jerusalén y otras que no voy a nombrar para no fatigar, merecerían tal vez un libro aparte.

He hablado poco de mis impresiones estéticas en estos diferentes viajes, pero quiero hacer mención de la belleza de algunos de sus teatros. Como mi marido es musicólogo, hemos conocido todos los teatros de ópera de las ciudades principales, desde el Palacio Garnier de la Ópera de París, pasando por la Scala de Milán, la Ópera de Viena, el Covent Garden de Londres, hasta la pequeña y bella Ópera de Praga, donde Mozart estrenó el Don Juan. En el Lincoln Center de Nueva York hemos tenido la oportunidad de escuchar conciertos y de oír a los mejores cantantes del mundo.

Un teatro de ópera que nos movilizó fue el de la ciudad de Cienfuegos, Cuba, construido en madera y mimbre por el millonario Thomas Kerry para solaz de la aristocracia estadounidense que veraneaba en la isla a finales del siglo XIX; allí cantó Caruso. Mencionar a Cuba me causa un gran placer. Dos veces estuve en la isla. La última vez la recorrí en coche desde La Habana a Santiago de Cuba. Allí conocí poetas de la Casa de las Américas y de la Casa de Cultura de la ciudad de Santiago.

Los viajes que realicé por toda Latinoamérica, excepto los de Bolivia y Chile, fueron tardíos. Perú y Colombia también están muy presentes. A Perú fui con mi hijo mayor. Visitamos el Cuzco y luego el Machu Pichu, todas experiencias inolvidables, sobre todo para mí que, ya teniendo una edad como para subir o bajar cuestas de altura con ayuda, pude hacerlo con mis propias piernas. A Colombia fui el verano pasado a pasar unas vacaciones de quince días. Y me encontré con que no era un simple vacacionar. No todo era mar tibio, delfines y cuevas donde estuvo el pirata Morgan; ciudades como Bogotá, Cartagena y San Andrés merecerían comentarios fuertes relacionados con la vida de sus habitantes, su gobierno, el narcotráfico y la pobreza.

A Estados Unidos he ido frecuentemente, dado que mi hijo mayor se fue siendo muy joven como científico de base a trabajar primero como becario y en la actualidad como profesor en la Universidad de Massachusetts Amherst, donde dirige los laboratorios de investigación. En resumen, he sido una viajera infatigable en desplazamientos geográficos. Lamentablemente no he conocido el Oriente. Un viaje a Japón, India o China implicaría un gran esfuerzo de tiempo y dinero.

¿La prosa de qué articulistas, de qué ensayistas te resulta admirable? ¿Ubicás a alguno que habiéndose destacado en narrativa, poesía o dramaturgia, sin embargo vos lo prefieras como ensayista?

EB — Me resulta admirable la prosa de George Steiner y Maurice Blanchot, para nombrar algunos de los que consulto habitualmente. En cuanto leí tu segunda pregunta, pensé inmediatamente en Stefan Zweig, gran narrador y dramaturgo y a la vez un maravilloso ensayista. He vuelto a su obra en distintas oportunidades, pero preferentemente a su ensayo “La lucha contra el demonio”. En él, Zweig delinea tres personajes extraordinarios, Friedrich Hölderlin, Heinrich von Kleist y Nietzsche, todos abrazados por una inquietud interna a la que llama “la forma de lo demoníaco”. El demonio, entendido por Zweig, desafía a los hombres creativos; los posee y los hace chocar contra el destino. En el anteúltimo capítulo, “La danza sobre el abismo”, Zweig señala la embriaguez que invade al creador, el fanatismo que lo lleva a la exuberancia creativa donde no hay respiro ni descanso. Este estado de ánimo lo condensa en su epígrafe: “Si miras largo tiempo hacia el abismo, llegas a sentir que el abismo te mira a ti”.

¿Autores de la literatura universal que consideres grandes inventores de argumentos?

EB — Te nombro autores de la literatura universal que me han deslumbrado por su escritura y por sus argumentos, como León Tolstói, Clarice Lispector, Fiódor Dostoievski, Victor Hugo, Stendhal, Irène Némirovsky, Flaubert, Guy de Maupassant.

¿Qué imagen tenés, después de tanto tiempo, de la entrega de tu diploma universitario y siendo una tan joven veinteañera?

EB — Fue importante para mí, desde luego, recibir ese diploma en circunstancias difíciles. Mi madre asistió a la entrega y yo estaba muy emocionada. A pesar de que ya trabajaba en un estudio contable, el título me habilitó para ejercer en Tribunales como perito y como síndica.

¿Habrá que propender a acabar con los elementos “poéticos” de la poesía?

EB — Acabar con los elementos poéticos de la poesía no perturba mi escritura. Cuando escribo poesía, no me invaden los elementos poéticos ni recurro al pensamiento, sino que me acerco al mundo real, al mundo sensible, al mundo de mis sensaciones, a mi imaginación, a mis sueños diurnos. Para mí, cada poema es una búsqueda de sentido, el sentido de la vida.

¿Escribís más bien poemas sueltos sin un plan determinado o, al menos en algún caso, proyectaste, programaste algún poemario?

EB — A veces los escribo sueltos y se convierten en poemarios que poseen una unidad. Lo más llamativo que me ha ocurrido fueron los poemas sueltos que escribí para lo que luego fue “El filo de la grieta”. Este libro cuenta una historia de amor trágica ocurrida en la época de la dictadura militar. Esto evidencia que jamás proyecto ni programo un poemario.

¿Tendrás algún episodio desopilante o desconcertante del que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar?

EB — En Italia. El episodio más desconcertante fue una visita que hice junto a mi marido al Lago del Averno a la hora del crepúsculo. Las imágenes tenebrosas que pinta la mitología griega y romana se nos hicieron presentes. Los sueños de esa noche fueron vívidos y tormentosos.

En una ocasión Juana Bignozzi concluyó un diálogo con Juan L. Ortiz con una pregunta, la cual ahora te transfiero: ¿Qué justifica una vida?…

EB — El deseo de perseverar en ella, de autoconstruirse; el eterno retorno a uno mismo, como decía Goethe, justifica la existencia.

*

Estela Barrenechea selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

El hospital del mundo

I

El dolor y cierta gente
paraliza.

Una telaraña de voces delante de los ojos.

Nadie se siente bien
en esta escuela del mundo.
Quien conozca la brigada ligera de la salud
sabrá con qué fuego se cuece
el orden de las cosas.

Voy a ser testigo
del carácter fantástico del cálculo.

No es extraño que cada sombra
petrifique mi mano.

Todos hacemos el viaje juntos
e intercambiamos opiniones
mientras el aire disminuye y el cuerpo
pesa en el olvido.

II

Lo importante, dicen:
hacer un cuerpo seguro.

III

Las huellas del dolor y sus líneas
innumerables
en el corazón de las manos,
en el pie desnudo
y en la cara.

Para mi sosiego
la tristeza rebota contra el colchón
y no contamina.
Espera dura.

IV

Oír el silencio, en la penumbra,
sobre un fondo de paredes rojas
crea algo que no cabe en la experiencia.

Por casualidad,
me detengo ante la sombra
palpitante del plátano
sobre la cama.

Tengo tan poco tiempo para soñar.

V

La cruda luz
encima de mi cabeza.

Extraña y lenta la dosis:
su goteo
tiene el sabor del olvido.

El día tóxico cae sobre mis huesos.

Manos invisibles.
Corte de bisturí en el aire.

Un territorio cableado del corazón al intestino

VI

Como anular de obsidiana
se dibuja el instante.

Un círculo trágico
a través de los párpados.
Nada hay de nuevo.
Sólo mi voz
y el color carnal de la escena.

A cal y canto
la mano helada del viento.

VII

El hospital:
la usina sorda que ahoga.

El sonido te alcanza,
un mar de caracol en la cabeza.

Aquí estoy,
la luz del corredor
se cuela por la puerta;
el frío de la pieza
y la soledad.

El mundo se divide.
Por aquí, la mesa oblicua y desteñida
con el servicio nocturno.
Por aquel lado, el agujero de la calle
enciende la imaginación.

Mañana me iré caminando
como si no quisiera.

(de “Del silencio”)

*

(En el albergue)

el capullo de mi cuerpo se abre a tu verdad.
Me seduce el alboroto de tu palabra.
Ella me fascina cuando salta sobre esta cama
de sábanas ajadas.
Sólo porque te amo
escucho tu lengua ardiente y extraviada.
Sólo porque te amo
participo de tus rituales de guerra.

En este lugar
pesan las revueltas de mi país
y tu dulzura hierve en mi garganta
como los ajíes de mi preferencia.
Son dones del amor
que permanecen mientras paladeo tu piel.

En aquella tardecita
sentí el olor mareante del entusiasmo.
Perpleja por lo incomprensible
celebré la liturgia, el devaneo del amor.
Ahora estoy callada,
atónita al oír tu empeño trágico,
tu juego que ignora
que al final,
los hombres de la derrota
no cuentan.

(de “El filo de la grieta”)

*

Sin palabras

La muerte no vino esta vez
pero sí el dolor
que como herida de vidrio
encarnece,
se clava,
ensucia.

Es un punto ciego,
una verdad
que hace fluir delirios de piedra.
Y yo grito mi hueso.

Traerse por la vida,
no es inventar la pólvora,
Mi cuerpo se ha humedecido
junto a los nombres que busco,
busco.

El dolor
está siempre en el lado propio,
sin otros.
La vida cuajada en la carne.

No hay espejismo ni oasis
en esa tierra de nadie.

(de “El revés de la luz”)

*

Carmen

(Salen las cigarreras a la plaza seca del pueblo)

El pantano de los sueños
en cada cabeza
y en los sueños de Mérimée.

Carmen, canto,
música,
ritmo,
provocación,
de la sensualidad.

Mira cómo te miran.
Son soldados y te quieren encadenar.

Carmen, cuerpo,
brazos,
baile,
contoneos del engaño.
Todos te quieren para sí.

Carmen, ímpetu,
libertad bruja,
ladrona,
primitiva.
Todos te quieren para sí.

Carmen, ojos,
pasión,
ansia de vida,
misterio,
Todos te quieren para sí.

Carmen, nómada,
huidora,
infiel,
pura de libertad.
Todos te quieren para sí.

Carmen, tierra,
corazón,
disfrute,
cadenas rotas.
La muerte te quiere para sí.

(de “De claros y de sombras”)

*

De la llama y de la luz

Qué haya un grito para mi silencio,
qué haya Otro
y un nombre en la travesía que arrastra el tiempo.

¿Quién soy y qué soy?

He escapado del fuego
y de las cenizas que llagan los pies.
Me ligué con el otro, con las cosas
para poder nombrar
e imaginé el alma
en la agitación de las sombras.

Me pregunté:
¿Por qué el alma está conectada con la luz
si ella es tierra y carne?
En algún lugar del cuerpo está
más allá de lo turbio,
y de los estallidos de la piel.

Vísceras y órganos
se agitan dentro de mí (independientes),
no revelan nada,
menos nuestro querer.

¿Quién soy y qué soy?

Sospecho que en la luz
hay un equilibrio.

Dentro de mí está ese punto brillante (el alma)
mi más profunda mismidad
sostenida
sobre una cuerda
que se extiende firme en el tiempo.
Cuelga sobre el vacío,
tantea la nada y sabe
que si se desmorona caerá en el embudo del no tiempo.

(de “De claros y de sombras”)

*

Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Estela Barrenechea y Rolando Revagliatti, agosto 2018.

www.revagliatti.com

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