En 1954, Carlos Fuentes me dio una tarjeta suya (de esas que se llaman de visita) para entrevistar a Julio Cortázar en París. Había publicado «Bestiario». La tarjeta era tan cariñosa que con tal de no entregársela a Julio dejé de entrevistarlo. ¡Tonta de mí!
– Por Elena Poniatowska *
Lo haría años más tarde, en México, con Margarita García Flores, en la editorial Siglo XXI, de Arnaldo Orfila Reynal, su amigo y editor. Y en el Hotel del Prado, cuando Cortázar era paladín de las revoluciones de Cuba y de Nicaragua, y cuando el Tribunal Russell, que juzgaba los crímenes cometidos en Chile por Pinochet, sesionaba en los salones de candiles de ese hotel que desapareció con el terremoto de 1985. ¡Cuántas cosas desaparecidas, cuántas casas que ya no existen!
Cortázar era miembro activo de Amnistía Internacional, asociaciones de Derechos Humanos, frentes democráticos de defensa del pueblo, frentes de liberación nacional y otras causas revolucionarias de los pueblos de Centroamérica y de América Latina, como la de El Salvador, la de Nicaragua, la de Cuba. Para entonces los críticos habían declarado que su fabulosa novela, Rayuela , era a América Latina lo que el Ulises de Joyce a Europa. La figura tierna y entrañable de Cortázar se había convertido en un personaje central de nuestra cultura. Ya para entonces Antonioni había filmado Blow up, basado en su cuento Las babas del diablo, que forma parte de su libro Las armas secretas, que data de 1959. Ya para entonces, Fuentes decía que era el único hombre sobre la tierra que había encontrado la fuente de la eterna juventud, que rejuvenecer cada noche al poner su cabeza sobre la almohada era su enfermedad y que ojalá y pudiéramos contraerla todos.
En realidad, Julio murió de leucemia a los 69 años en el Hospital Saint Lazare después de 10 días de cama, y seguramente la muerte de su mujer, Carol Dunlop, 30 años menor que él, aceleró la suya, porque la extrañaba demasiado. Su último libro, Los autonautas de la cosmopista, lo escribió con ella, y cuando los vi en París, asoleados y felices, estaban a punto de emprender este viaje en una especie de tráiler, que en la noche estacionarían en los campos para vacacionistas a lo largo del camino. La tienda de campaña, los garrafones de agua, las bolsas de plástico, aguardaban en el corredor. Carol, autora de Mélanie dans le miroir, era fotógrafa y estadounidense, pero curiosamente se había nacionalizado canadiense. Aunque Cortázar se casó antes con Aurora Bernárdez y con Ugné Karvelis, el amor que pareció darle mayor felicidad era el de esta joven de pelo cortado a la Jean Seberg: Carol Dunlop. Julio la sobrevivió dos años, pero uno tenía la sensación de que habría querido irse con ella.
Desde 1951 vivía en París, cosa que le dio mucho coraje a sus compatriotas. François Miterrand dio en 1981 la nacionalidad francesa a ese argentino, nacido en Bruselas el 26 de agosto de 1914, alto, flaco y desgarbado, para quien no había abrigo suficientemente largo ni zapatos suficientemente grandes; quien amaba el jazz y a quien los jóvenes de Francia y de América Latina convirtieron en ídolo, así como habrían de canonizarlo los revolucionarios de los años 50 y 60. Nicaragua tan violentamente dulce y otros libros acerca del proceso revolucionario y las amenazas permanentes en contra de nuestros países de América Latina habrían de ser los temas cercanos a su corazón.
También lo entrevisté con Carol Dunlop en París en su departamento en la 9 Place du General Beuret. A lo mejor no es exacta la dirección, pero el hechizo de esa tarde en estado de gracia aún perdura y es uno de mis mejores recuerdos.
¿Cronopios o piantados?
¿Qué noticias me da de Luís Sandrini?
La pregunta surge en un corredor del Hotel del Prado. Julio Cortázar se inclina -siempre se inclina- sobre su interlocutor, un señor calvo.
– No sé nada de él… Es un cómico que murió hace tiempo, ¿no?
En la editorial Siglo XXI, tras las puertas vidriadas, otro calvito de anteojos, con una pila de libros bajo el brazo, aguarda un autógrafo. Cuando Julio se dispone a firmar, el calvo murmura algo acerca de Luís Sandrini.
Sale del cubículo y le pregunto a Julio:
¿Qué tienes tú que ver con Luís Sandrini?
– Nada.
¿Entonces?
– Por lo visto México está lleno de cronopios (ríe).
O de piantados… ¿No te parece extraño?
– Siempre me suceden cosas extrañas. Recuerdo a una señora que me persiguió para felicitarme sudorosa y efusiva: «¡Me encantan sus cuentos, me fascinan y a mi hijo también. ¿No quiere escribir un cuento en el que el personaje principal se llame Harry el Aceitoso?» Supongo que quería complacer a su hijo. Y te voy a confesar una cosa, Elena, estuve tentado a escribir un cuento con Harry el Aceitoso.
¿Y en que otras tentaciones caes?
– En muchas.
Ríe y sus dientes (los dos de en frente separados) son de niño. Si no estuvieran manchados de nicotina, diría que son de leche, como eran los de Diego Rivera. Si lo pienso bien, todo Julio es de leche; es alimenticio, es bueno, calienta el alma, y se deja ordeñar por cuantos se le acercan. No guarda una sola distancia, nada hay en él de vedette, jamás se burla de sus interlocutores, asume nuestra ignorancia, nuestra debilidad. Imposible sentirse mal con él. Con razón las mujeres lo inundan de cartas.
»Quería ser marino»
¿En qué tentaciones caíste de niño? ¡Esas interesan muchísimo a todas tus enamoradas, que son legiones en México!
– Los recuerdos de la infancia y de la adolescencia son engañosos. Me sentí mal de niño.
¿Por qué?
– Fui enfermizo y tímido, con una vocación para lo mágico y lo excepcional, que me convertía en la víctima natural de mis compañeros de escuela más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás. Lo cuento en La vuelta al día en ochenta mundos; entusiasmado se lo presté a mi mejor amigo, y me lo tiró a la cara: «No, esto es demasiado fantástico», dijo.
¿Y tú nunca tuviste deseos de ser científico, descubrir el porqué de las cosas?
– No. Tuve deseos de ser marino. Leí a Julio Verne como loco y lo que quería era repetir las aventuras de sus personajes: embarcarme, llegar al Polo Norte, chocar contra los glaciares. Pero, ya ves -deja caer las manos-, no fui marino, fui maestro.
Entonces, ¿tu infancia fue cruel?
– No, cruel no. Fui un niño muy querido e inclusive esos mismos compañeros que no aceptaban mi visión del mundo sentían admiración ante alguien que podía leer libros que a ellos se les caían de las manos. Lo que pasa es que estaba desollado, no me sentía cómodo dentro de mi piel. Antes de los 12 años vino la pubertad y empecé a crecer mucho.
¿No te dio seguridad ser alto?
– No, porque se burlan de los altos.
Yo creía que ser alto da mucha seguridad.
– Pues estás equivocada -se anima. Hay un cuento que me proyecta mucho: Los venenos. Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados, llenos de llantos y deseos de morir; tuve el sentido de la muerte muy, muy temprano, cuando se murió mi gato preferido. Este cuento, Los venenos, gira en torno a la niña del jardín de al lado, de quien me enamoré, y de una máquina para matar hormigas que teníamos cuando era niño. Asimismo, es la historia de una traición, porque una de mis primeras angustias fue el descubrimiento de la traición. Yo tenía fe en los que me rodeaban, y por eso el descubrimiento de los aspectos negativos de la vida fue terrible. Esto me sucedió a los nueve años.
»Me interesan mucho los niños»
Julio, tú siempre describes niños, adolescentes entrañables y, sobre todo, sufrientes.
– De niño no fui feliz, y esto me marcó muchísimo, De ahí mi interés en los niños, en su mundo. Es una fijación. Soy un hombre que ama mucho a los niños. No he tenido hijos, pero amo profundamente a los pequeños. Creo que soy muy infantil, en el sentido de que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos, muy buena. Los que sí no me gustan nada son los bebés; no me acerco a ellos hasta que no se vuelven seres humanos.
Creo que los niños de tus cuentos conmueven, Julio, porque son auténticos.
– Sí, porque hay niños muy artificiales en la literatura. Un cuento que yo quiero mucho es el de La señorita Cora , la situación de ese adolescente enfermo yo la viví, y como te lo dije, tuve una gran experiencia en amores sin esperanza a los 16 años, cuando consideraba que muchachas de 18, 20 años, eran unas mujeres muy adultas. Entonces me parecían un ideal inaccesible, y por eso se creaba una situación de realización imposible. La señorita Cora es un cuento con el que sufrí mucho. Tú sabes que uno de los fantaseos de los niños es imaginarse a punto de morir. Entonces el ser amado aparece arrepentido, abraza y ama, llora su culpabilidad, jura amor hasta la eternidad, en fin, una situación arquetípica.
¿No crees que en todo esto hay mucha autocompasión?
– Creo más bien que hay una aptitud definitiva para regresar a la visión del mundo de un niño; yo siento un gran placer en escribir ese retorno; me siento bien cuando regreso a mi infancia.
Las nubes nos provocan inventar historias
De esa fijación tuya en la infancia, ¿han surgido los libros-objeto, los collages, los recortes, etcétera?
– Sí, me gustan mucho los juguetes, pero los que son ingeniosos, los que se mueven y actúan; me gustan tanto como me fascinaron las papelerías, los cuadernos, la punta de los lápices, las gomas de migajón, la tinta china. Al Larousse Ilustrado lo olía, tenía un olor perfumado que todavía me llega. Tengo, Elena, un amor infinito por los diccionarios. Pasé largas convalecencias con un diccionario sobre las rodillas buscando la definición de la goleta, del porrón, del tifus. Mi madre se asomaba a la recámara a preguntarme: «¿qué le encuentras a un diccionario?».
Todo… Tu madre, Julio, ¿no tenía imaginación?
– Mi madre fue muy imaginativa, con una cierta visión del mundo. No era muy culta, pero era incurablemente romántica y me inició en las novelas de viajes. Con ella leí a Julio Verne. Es extraño, porque las mujeres no leen a Julio Verne. Mi madre leía mala literatura, pero su enorme imaginación me abría otras puertas. Teníamos un juego: mirar el cielo y buscar la forma de las nubes, en inventar grandes historias. Esto sucedía en Banfield. Mis amigos no tenían esa suerte. No tenían madres que mirasen las nubes. En mi casa había una biblioteca y una cultura.
¿Medianita?
– Si tú quieres mediana. Mis amigos eran hijos de obreros, gente muy pobre.
Mucho de mi conocimiento de AL, por mis amigos, hijos de obreros
¿Tú crees que el hecho de haber vivido entre hijos de obreros y pobres influyó en que ahora te preocupes por los problemas de miseria e injusticia en América latina, y formes parte del tribunal que juzga los crímenes de guerra de la junta militar en Chile, por ejemplo?
– No creo que haya influido de manera directa, pero sí creo que fue una fortuna subliminal vivir una infancia pobre con niños pobres, porque después entré a una clase pequeño-burguesa muy definida.
¿Por qué dices que fue una fortuna subliminal vivir entre pobres?
– Porque esto me marcó definitivamente y para bien.
¿Como escritor?
– También, porque cuál es el problema que se refleja en muchos escritores latinoamericanos. No me gusta citar nombres, y no lo acostumbro, pero Eduardo Mallea, por ejemplo, no tuvo contacto directo con su propio pueblo y cuando hace hablar a sus personajes populares, su visión es artificial y demuestra que ignora totalmente la manera de vivir de esa gente. Es un ejemplo parcial, pero así como Mallea hay muchos escritores latinoamericanos cuya primera educación no les ayudó a entender mejor las cosas que más tarde se les escapan definitivamente.
¿La realidad de su país?
– Sí. Creo que mucho de mi conocimiento de la realidad de América Latina, su rebelión y su desamparo, se la debo a mis amigos hijos de obreros.
Julio, y tu afán por Europa, ¿cuándo se manifestó? ¿Cuándo decidiste instalarte en Francia? ¿Eras europeizante como todos los argentinos? ¿Nov y cultísimo, como suelen ser los intelectuales?
– Creo que fui un esteta.
¿Eres?
– Soy. Me encerré durante años a leer; no hablaba con nadie. Durante mi juventud fui misántropo; me metí en el mundo de la cultura y de la estética. Eso duró muchos, muchos años. Leía, sólo leía. Y escribía, sin publicar, por orgullo, porque sabía que lo mío era bueno.
¿Tan bueno como lo de Borges?
– Distinto. Borges es admirable.
La influencia de Edgar Allan Poe
¿Hiciste cuentos por seguir a Borges, gracias a su influencia?
– Más bien los escribí por Poe.
¿Por eso lo tradujiste?
– Eso fue casi una fatalidad. De niño desperté a la literatura moderna cuando leí los cuentos de Poe, que me hicieron mucho bien y mucho mal, al mismo tiempo. Los leí a los nueve años, y por él viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde, en la adolescencia. Pero me enseñó lo que es la gran literatura y lo que es el cuento. Ya adulto, me preocupé por completar mis lecturas de Poe, es decir, leer los ensayos, que son poco leídos en general, salvo los dos o tres famosos -el de la filosofía de la composición-. Francisco Ayala, en la Universidad de Puerto Rico, muy amigo mío en Argentina, se acordó de nuestras conversaciones y me escribió preguntándome si yo quería hacer la traducción. Hice la primera traducción total de la obra de Poe, cuentos y ensayos que tampoco estaban traducidos. Fue un trabajo enorme. Duró mucho tiempo, pero fue magnífico, porque ¡hay que ver todo lo que aprendí de inglés traduciendo a Poe!
El traductor
¿Esto lo hiciste en Argentina?
– No, ya en París. Dejé Argentina en 1951 y me instalé definitivamente en París. Tenía 37 años. Gran parte de mi vida había transcurrido en Buenos Aires y me llevé mi casa a cuestas: Argentina. Justamente en el año en que me fui de allá hice la traducción de Marguerite Yourcenar que tanto te interesa, Elena. Yo me iba a Europa a la aventura, sin dinero, y naturalmente necesitaba conseguir todos los recursos de vida posibles. Tenía bastante experiencia como traductor. Hice muy buenas cosas, muy buenas; traduje a Chesterton, a André Gide, la vida y las cartas de Keats, en fin, tenía un buen background como traductor. Siempre me gustó traducir. Por eso busqué traducciones para hacer en Europa y mandar a Buenos Aires. Como la Editorial Sudamericana ya había publicado mi librito Bestiario, justamente en el momento en el que me fui de Argentina me dieron a elegir entre unos cuatro libros. Vi Memorias de Adriano, que había leído en francés y me había fascinado, y se los pedí; exigí, además, un plazo largo para hacerlo, porque sabía que ese libro había que hacerlo bien. Incluso empecé a trabajarlo en el barco que me llevó de Buenos Aires a Marsella; releí el libro, intenté distintos enfoques de la traducción, la fui trabajando. La traducción de Memorias de Adriano la hice en París, se publicó, y la crítica siempre ha dicho que se trata de una buena traducción. A Marguerite Yourcenar nunca la he visto, salvo en una pantalla de televisión.
¡A mí me parece extraordinaria! Me llama más la atención mucho más que Simone de Beauvoir. Posee su mundo propio; es más creadora.
– ¡Son dos mundos distintos! El de Simone de Beauvoir es el mundo problemático contemporáneo, y el de Marguerite Yourcenar es una reflexión sobre la humanidad en su conjunto a través de figuras como Adriano o el personaje principal de Obra en negro (L’oeuvre au noir).
Y cuando traducías, Julio, ¿no tuviste la sensación de estarle quitando tiempo a tu obra personal?
– No, nunca tuve esa sensación, porque en esa época tenía mucho tiempo y siempre he tenido gran capacidad de trabajo cuando tengo ganas de hacer algo. En esa época era absolutamente desconocido, de manera que tú ni nadie venía a entrevistarme, a tomarme fotos, a pedirme autógrafos, y no me llegaba correo de un metro cúbico semanal. Es decir, era verdaderamente una persona que vivía la vida que siempre me gustó vivir, la de un solitario, en la que dedicaba medio día a ganarme la vida traduciendo para la UNESCO y me sobraba el resto del día para leer y escribir.
Siempre solitario
Un poeta mexicano, Alejandro Aura, escribió en contra de los solitarios: «La soledad de los solitarios es una porquería». Y también dijo: «De pronto sonríen -sin motivo aparente- y su mirada de borrego suena como una campana de leproso que aleja a los demás».
– Pues a pesar de tu amigo yo seguiré siendo solitario.
Si te dejan.
– Si me dejan. Ahora me resulta difícil, aunque cuando quiero aislarme tomo un tren a Londres y allá vivo completamente solo -allá no me conocen- durante el tiempo necesario. A mí me gusta hablar con la gente, Elena, y descubrí ese placer muy tarde. Pasé cinco años como profesor de secundaria en un pueblo, en el campo; luego me fui a Mendoza, a la Universidad de Cuya, a impartir cátedras a nivel universitario.
Pero ¿qué estudiaste?
– Te lo dije: soy maestro. Me recibí en la Escuela Normal Mariano Acosta de Buenos Aires, estudié el profesorado en letras, ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras; al año la dejé para irme al pueblo de provincia del que te hablé. Fueron mis años de mayor soledad. Fui un erudito. Toda mi información libresca es de esos años. Mis experiencias fueron siempre literarias. Vivía lo que leía, no viví la vida. Leí millares de libros, encerrado en la pensión; estudié, traduje. Descubrí a los demás sólo muy tarde.
¿Y ahora por qué dedicas tanto tiempo a la gente?
– Porque no puedo evitarlo. Yo no sé hasta qué punto uno se conoce a sí mismo; muy poco, probablemente. Pero de lo que estoy convencido es de que si yo me hubiera quedado en Argentina y hubiera hecho una carrera equivalente a la que hice en Europa, después hubiera sido el mismo. Desde niño he tenido un sentimiento muy profundo de mi prójimo como persona. Lo que no tenía era el sentimiento de mi prójimo como colectividad, como historia -eso lo aprendí con los cubanos-; pero en el plan individual, la tristeza de alguien que está cerca de mí es como la tristeza de un animal, hago cualquier cosa por aliviar su pena. No puedo ver sufrir a un gato, a un perro; no lo acepto. Por tanto, un hombre, una mujer…
Ayudar a los demás no es pérdida de tiempo
¿Y no tienes la sensación de pérdida de tiempo? Perdona, Julio, que insista en el tiempo, pero últimamente me obsesiona.
– Mira, he perdido tanto en mi vida que sería una hipocresía considerar que una acción, en el sentido de aliviar una situación de pena o enfermedad, pueda considerarla una pérdida de tiempo. De ninguna manera. No, no, no. Yo sé que hay cosas que me hacen perderlo. En París, por ejemplo, en este momento los problemas cotidianos de los chilenos, los argentinos, los uruguayos, que llegan expulsados, sin dinero, desconcertados, muchas veces sin conocer el idioma en un país que les parece hostil, porque todavía no tienen los contactos necesarios; entonces yo hago lo imposible por darles amigos, aclarar su situación, acompañarlos. Para mí eso no es pérdida de tiempo. Es igual que si estuviera escribiendo un libro.
¿Sí?
– ¡Claro! Es un libro que no se publicará, pero eso no tiene ninguna importancia.
¡Ya estarás como Arturo de Córdova!
– ¿Qué es eso?
Es un actor yucateco, muy cursi, que concluía todos los diálogos de sus 28 mil 970 películas con una frase: «no tiene la menor importancia».
– Mira, Elena, yo carezco del reflejo del escritor profesional que, en general, es egoísta, aunque reconozco que hay que serlo en algunos casos. Cuando me encuentro trabajando en un cuento y estoy posesionado por la historia y por la forma en la que la voy resolviendo, en ese momento cierro mi puerta con doble llave y no atiendo a nadie. No contesto el teléfono. Pero antes y después, estoy lo más abierto posible.
El lema de Guillermo Haro es: «perezcan los débiles y los fracasados y ayudémosles a desaparecer, y que éste sea nuestro primer principio de amor al prójimo».
– Oye, yo ya estoy bastante viejo para saber al cabo de 10 minutos de conversación con alguien si es un fracasado, un parásito o un profesional de la ayuda ajena, y estas especies las detecto rápidamente; desde la niña a quien le gustaría acostarse con el escritor famoso simplemente porque cree que esto la va a ayudar, o porque le gusta. Tengo suficientes antenas para comprenderlo, y con gente así no pierdo el tiempo, aunque soy lo bastante cortés para detectarlo en cinco minutos y no volver a verla. En cuanto a los débiles, no puedo responderte lo mismo, porque no tienen la culpa de serlo. Se puede ser débil por muchos motivos. Imagínate que un mecánico en Chile ha salido de su país, ha llegado a París. Ese hombre, en relación con la sociedad francesa a la que entra, es débil, aunque esté lleno de fuerza. Lo es porque se encuentra completamente desarmado: no conoce el francés, nadie le dará trabajo, va a tener problemas con los sindicatos. A esa persona la ayudo, porque no es un verdadero débil. Si tú le das un chance, lo conectas con un garage, si entra de mecánico y empieza a demostrar que sabe hacer el trabajo, en 15 días ese señor dejará de ser débil; es un hombre con sueldo, habitación y que empieza a vivir. ¿Cómo no hacer algo por él?
Julio, ¿tu capacidad de trabajo sigue siendo tan grande? ¿Trabajas durante muchas horas?
– No, y a medida que va pasando el tiempo cada vez menos. Cuando empiezo un libro -hablemos de una novela, que es un trabajo más continuado- y tengo una necesidad imperiosa de escribirlo, tardo muchísimo en decidirme a empezarlo; doy vueltas como un perro alrededor de un tronco de árbol, a veces semanas y meses, hasta que, finalmente, la cosa empieza, es evidente, lo sé por experiencia, porque siempre me sucede lo mismo. El primer tercio del libro avanza a empujones; entro en una etapa de trabajo continuo y finalmente me olvido de comer y de dormir. Me acuerdo muy bien cuando escribí Rayuela; fue escrito en estado tal de posesión que no lograba alejarme de la mesa de trabajo.
Los premios siempre fue novela
¿Y conservas esa misma capacidad de enloquecimiento?
– Sí, sí, fíjate que en El libro de Manuel escribí las últimas 50 o 60 páginas de un tirón, hasta el final; así, las escribí tomando mucho alcohol, completamente solo. De una sentada.
¿Y para ti tomar mucho alcohol significa una botella de whisky diaria?
– No, de ninguna manera, significa tomar -bueno, si quieres precisión- seis whiskys, pero en mí no es una costumbre sistemática ni mucho menos.
Según declaraste en alguna ocasión, Los premios empezó siendo un cuento. ¿Hiciste la novela a partir del cuento? ¿Te ha pasado lo mismo con alguna otra obra; construirla de una manera azarosa?
– ¡Jamás he hecho esta declaración! Es absolutamente falsa. Si hay un libro que empezó como novela es Los premios, aunque de alguna manera está dicho en una pequeña nota que hay al principio o al final del libro. Hacía yo un viaje en barco desde Marsella hasta Buenos Aires -21 días en tercera clase, lo cual no era muy cómodo-; de todas maneras, mi mujer y yo teníamos una pequeña cabina y la gente que viajaba no era nada simpática. Tú sabes, es cuestión de azar; en algunos viajes uno es muy feliz porque encuentra cuatro o cinco personas con las que se entiende, pero ahí no había realmente nadie. Entonces mi mujer se dedicaba a leer y a tomar el sol en el puente, y yo tuve ganas de escribir esa novela que venía rondando y el momento era perfecto, porque era una cabina solitaria, tenía una máquina de escribir portátil, y empecé. Creo que al llegar a Buenos Aires había escrito algo así como 100 páginas.
Revolución personal
Tu idea de la revolución, Julio, es singular, porque siempre te has manifestado por la revolución individual, la que empieza por uno mismo, desde dentro, y obviamente estás personalizando, lo cual resulta inaceptable para los partidos comunistas tradicionales. Has manifestado en varias ocasiones que el hombre debe nacer nuevamente y que la revolución debe dar a luz a un nuevo hombre, ¿o no?
– ¡Claro! Lo que yo creo, y busqué decir en El libro de Manuel, es que mi sentimiento de una revolución socialista, como la entiendo para América Latina, comporta un doble proceso no consecutivo, sino simultáneo.
»Hay quienes piensan que por lo pronto hay que hacer la revolución -es decir, acabar con el imperialismo yanqui, los gorilas, los militares, tomar el poder e implantar el socialismo en el país-, y ya después habrá tiempo para iniciar los planes de cultura, el perfeccionamiento humano.
»Desconfío. Creo que si en el ánimo de esos revolucionarios no existe el deseo de que simultáneamente se le pida a cada individuo que dé lo mejor de sí mismo, que se busque a sí mismo, se explore, haga su autocrítica, que no vaya a la revolución lleno de prejuicios, sino que ésta sea una manera de despojarse de sus ropas viejas, esta revolución fracasará.
»En el fondo, esta visión del hombre nuevo era idea del Che. No es una idea abstracta o teórica para un futuro lejano, sino que tiene que darse simultáneamente. Para decirlo con una imagen: siempre he sostenido que hay que hacer la revolución de afuera hacia adentro y de adentro hacia fuera en todos los planos…
(Cuando a Cortázar le interesaba subrayar algo levantaba la voz y separaba cada una de las sílabas, recordando sin duda sus tiempos de maestro.)
»Hay que acabar con nuestros enemigos, pero también con los enemigos internos que cada uno lleva. Fíjate lo que sucede con una revolución socialista. Después de una tarea infinita, del sufrimiento monstruoso de gente heroica que se ha hecho matar, se llega al poder y simplemente porque cuatro o cinco o seis dirigentes no han hecho su autocrítica, se instala en el poder, por ejemplo, un puritanismo de las costumbres -digamos desde el punto de vista sexual- casi victoriano. Eso no lo acepto, porque me parece una revolución fracasada. El hombre va a seguir siendo prisionero de sus tabúes, sus inhibiciones, sus imposibilidades. ¿Para qué diablos le sirve el socialismo? Para nada.»
Pero Julio, ¿acaso en Rusia no hay puritanismo?
– Rusia no, Unión Soviética.
No sé por qué he seguido diciendo Rusia y San Petersburgo.
– Elena, claro que hay puritanismo, por eso estoy lleno de crítica respecto de la situación actual de la Unión Soviética. Estoy muy lejos de aprobarla en su conjunto. Si esta pregunta me la hubieras hecho en 1930 -cosa históricamente imposible- te hubiera respondido: »Rusia -ahora sí, Rusia- sale de sus tinieblas medievales, de ese zarismo en que el mujik era una especie de animal mandado a latigazos, un analfabeta total con todos lo prejuicios concebibles. En 10 años no se puede pedir milagros». De la misma manera que tampoco a los cubanos se les podía pedir que a los tres o cinco o siete años de revolución, Cuba fuese el paraíso. No lo es, y ellos son los primeros en saberlo y saben que hay mucho qué combatir.
»Pienso que el trabajo del intelectual es estar en primera fila en ese combate, es decir, no dejar que se duerma esa especie de sentimiento de que todos los días hay que dar la batalla, que todos los días, al levantarse un individuo que se cree revolucionario, debe preguntarse: ‘Bueno -para citarte un ejemplo-, ¿pero es que yo tengo derecho a proceder así con mi mujer? ¿Tengo derecho a hacer esta discriminación? ¿Tengo derecho a aplicar ideas que ya están muertas, contra las cuales he luchado, por las cuales he sufrido? ¿Para qué sirve el triunfo de la revolución?’ ¡Así no sirve, Elena! No sé si me explico.»
¡La Revolución Mexicana nada hizo por las mujeres, salvo preñarlas como escopetas de retrocarga, lo cual en cierta forma ayudó, ya que murieron un millón de mexicanos! Pero nada cambió. Incluso ahora. He asistido a algunas reuniones del PC en la que participan hombres y mujeres y los hombres ordenan: Compañeras, háganse un cafecito. ‘Compañeras, agénciense unas tortas, o sea, que devuelven a la mujer a su papel inicial. En Cuba, por una película posrevolucionaria, Lucía, vi que también es la mujer la que le sirve la cena al marido.
– Lo sé y el primero en darse cuenta ha sido el propio Fidel Castro. El y todos sus compañeros de insurgencia vieron que la mujer, que había luchado heroicamente en la Sierra Maestra -y Fidel conoce bien sus nombres-, en el momento de ocupar los puestos importantes y dirigir al país quedaron marginadas, y en el plano privado, en cada casa volvieron a la cocina. Este es un problema de educación y creo que Cuba está luchando en ese sentido y en pocos años el problema quedará liquidado, porque tu sabes bien cómo son inteligentes los cubanos y cómo están politizados.
»En la actualidad la mujer cubana es perfectamente capaz de discutir mano a mano con cualquier hombre. Si tu viste Lucía, película destinada a los guajiros y que se exhibió en los pueblecitos y en los campamentos donde la gente ha sido alfabetizada hace muy pocos años, el grado de maduración es lento. La película lucha contra el machismo, que es una de las plagas de América Latina.
»Aquí en México, en Cuba, en Argentina, en Perú, en todos lados, somos los grandes machos y las mujeres están cosificadas implícita o explícitamente y dejadas a un lado en el sentido que tú lo señalabas, Elena: ‘haz un café’. La mujer hace el café, prepara los frijoles mientras el señor fuma su tabaco y platica de política con sus amigos. Bueno, pues esto no puede ser. ¡Está bien que las mujeres hagan los frijoles, porque ustedes los hacen mejor que nosotros, pero eso no impide que los hombres los hagan también y laven después los platos en que los han comido! No sólo pueden, sino que deben.
»En una sociedad socialista: hombre y mujer tienen que ser realmente la pareja, no la despareja. La película Lucía provocó en Cuba -lo supe por amigos cubanos- reacciones muy curiosas, porque este episodio del marido celoso que encierra a su mujer y no la deja hacer nada, fue bien comprendido en la ciudad y todo mundo tomó partido por la chica; pero sé que en algunas regiones del campo, el público tomaba partido por el marido e incluso las mujeres alegaron: ‘Sí, sí, él tiene razón, la mujer debe quedarse en casa. ¿Para qué va aprender a escribir?’ ¡Así es que fíjate el trabajo que queda por delante!
Ayudar a Cuba es criticar su sistema social fraternalmente
En alguna ocasión Elena Garro exclamó levemente indignada: »¡Antes, cuando un hombre tenía una amante, le regalaba diamantes. Ahora, le busca empleo en alguna oficina de gobierno!» Julio, para cerrar el capítulo de Cuba quisiera que nos dijeras por qué firmaste con una serie de intelectuales una protesta en el caso del poeta Heberto Padilla, para escribir después una carta de amor en la que llamas a Cuba »lagartijita» y le rascas la nuca.
– Caimancito, no lagartijita. En dos palabras, es una historia muy vieja que ya no tiene ningún interés porque se solucionó perfectamente a pesar de la opinión de los reaccionarios que se imaginaban que a Padilla lo iban a fusilar de un día para otro, cuando él está viviendo como uno de nosotros; pero lo que no hay que olvidar es que hubo dos episodios vinculados con Padilla: dos. Antes hubo un problema con la publicación de un libro suyo que suscitó nuestras críticas y que a mí me tocó aclarar con mis compañeros cubanos: el derecho del artista a decir su palabra dentro del contexto de la Revolución Cubana.
»Después se produjo el episodio definitivo -déjalo bien asentado-: lo que yo firmé fue una carta muy breve en donde le pedíamos al comandante Fidel Castro que tuviera la gentileza de darnos información acerca de lo que estaba sucediendo con Padilla en Cuba, porque en Europa sólo sabíamos que estaba preso, y eso nos inquietaba y nos parecía excesivo ante lo que no pasaba de ser un problema intelectual. Esta fue nuestra primera carta.
»La segunda carta que yo no firmé -y esto, Elena, quiero que los subrayes- fue insolente, malévola y paternalista, en la que los europeos, y mucho latinoamericanos pretendían darle lecciones a Fidel Castro, decirle ‘usted tiene que hacer esto y no tiene que hacer lo otro’, como si fuera un niño. Esta carta explicó muy bien la reacción tan violenta del gobierno cubano, y aquel famoso discurso de Fidel en que hubo una ruptura con todos los intelectuales europeos y latinoamericanos que habían estado viajando constantemente a Cuba.
»En lo personal sigo defendiendo de A a Z la posición que tuve en ese momento. Sé que esta declaración no agradará a muchos compañeros cubanos que preferirían una mayor flexibilidad, pero sigo creyendo que la única manera de ayudar a Cuba es haciéndolo críticamente, fraternalmente, pero sin caer en maniqueísmos o en posiciones extremas. Yo no lamento lo que sucedió, me creó problemas sentimentales, vi alejarse a muchos amigos cubanos y no cubanos, asistí a una oleada de pequeñas venganzas de resentidos que aprovecharon la oportunidad para declarar su fidelidad incondicional al régimen cubano, como si mis amigos y yo, al tener una actitud crítica, fuésemos traidores; y, finalmente, me consta que los dirigentes cubanos terminaron por ver la situación con mucha claridad.
»La mejor prueba de ello es ese texto, al que tu aludes, que es un poema escrito en un ataque de desesperación y de amor a Cuba, que se llama: Policrítica a la hora de los chacales, que se publicó en la Revista de la Casa de las Américas, en La Habana. Además no hay que personalizar, no se trata de mí sino de mi actitud intelectual que apoya a Cuba, pero no incondicionalmente. Yo no apoyo nada de esta forma porque las revoluciones están hechas por hombres y sujetas a críticas, equivocaciones, titubeos. Yo no soy nadie para dar soluciones y nunca las he dado, pero sí puedo señalar disconformismos y posiciones… Oye, me haces hablar demasiado.»
(La entrevista fue larga y se reanudó la última vez en el departamento de su amigo Daniel Waskman, en la avenida Amsterdam. Recuerdo una cena en el restaurante Bellinghausen, con Octavio Paz; un encuentro en Coyoacán, con Bárbara Jacobs, Tito Monterroso, Guillermo Schavelzon, editor de Cortázar; recuerdo una conversación entre Italo Calvino, su amigo, y él, ambos cálidos y deslumbrantes; recuerdo cómo Beatriz Ballina le tendió su libro Rayuela y él le dijo: »Da gusto firmar un libro tan leído». Ahora sé que el compromiso político y el arte narrativo de Julio Cortázar eran parte de su vida así como la altura y la sonrisa conformaban su aspecto humano. Nunca se mostró distante, nunca hubo una barrera entre él y sus lectores, al contrario, respondió todas las cartas y repartió los abrazos que todavía hoy sentimos como un apoyo inmerecido. Ningún escritor con mayor capacidad de entrega que Julio Cortázar.)
– * Elena Poniatowska es escritora mexicana, con mas de 30 libros publicados desde 1954. Un año antes se inició en el periodismo y en 1978 se convirtió en la primera mujer que ganó el Premio Nacional de Periodismo. Becaria de la Fundación Guggenheim (1994), doctora honoris causa por la Columbia University of New York (1994) y por la Florida Atlantic University (1995). Recibió la medalla Gabriela Mistral en 1995 y es ganadora del premio Alfaguara 2002 por la novela La piel del cielo.
– Esta entrevista se publicó en el diario La Jornada y se reproduce con la autorización expresa de su editor de Cultura.