Hay personas que semejan a los depresivos crónicos, arrastran sus tristezas por la vida, se quejan de la falta de sentido de la existencia, se lamentan de sus fracasos. Y visitan al psiquiatra en busca de la pastilla mágica que los haga entender qué es la alegría.
Sin embargo, esto no se trata de una enfermedad, no es una depresión en sentido técnico del término, sino un tipo de personalidad, una manera de ser triste en el mundo; son los melancoloides, los tristones. Con ellos los antidepresivos no tienen efectos positivos, al contrario, manifiestan todos los efectos secundarios e indeseables del fármaco. Hay una noble ley en psiquiatría que dice: “Si se administra un psicofármaco y el paciente manifiesta intensamente los efectos secundarios a bajas dosis y no los efectos positivos, ese fármaco está mal indicado: hay que revisar el diagnóstico”. Y en estos casos es así: los melancoloides, aquellos a los que la vida les apisonó la alegría, son refractarios a los psicofármacos, no hay antidepresivo que les venga bien. Recuerdo el caso de un melancoloide que llevaba años deambulando de psiquiatra en psiquiatra y que prácticamente había probado toda la farmacopea, me preguntaba: “¿Doctor, de qué se ríe la
gente?”. Y deambulaba con su cara de masticar limón desparramando pesimismo y negros fantasmas.
Y hay que recordar que las penas existen, que las tristezas por los hechos cotidianos desfavorables existen, que los duelos existen. Son emociones naturales y en consonancia con las diversas situaciones de la vida y que el ser humano tiene el recurso de bajar su actividad, disminuir su humor, bajar su estado energético para poder afrontarlos mejor; es decir que no son asuntos médicos, sino propios de los avatares de la vida y que la naturaleza tiene en sí su propioremedio. Aquí, los antidepresivos no tienen lugar, al contrario, son contraproducentes. Recuerdo cuando Jorge vino a verme y sentó sus cuarenta y cinco años en el sillón del consultorio: “Me despidieron hace dos semanas”, me contó, “y estoy a la miseria”. Y, en verdad, parecía sumido en una profunda depresión: desparramado, lloroso, con la mirada opacada. Lo dejé hablar. Me contó sus miedos, el terror a no poder sustentar a su familia, de su edad, de que era un fracasado… Y siguió hablando de qué pensarían los hijos de él, ya viejo y sin trabajo; de la imagen desastrosa frente a su mujer; de cómo se lo iba a decir a su padre…; era un lamento que hablaba. Antes de irse le pregunté si se sentía mejor. “Sí,”, me dijo, “¿tengo que tomar algo?”. Le respondí que no, que estaba bajo un fuerte choque emocional y
que el organismo estaba reaccionando a esa causa; que se necesitaba tiempo para que él asumiera su nueva situación, para que recuperara fuerza anímica para encontrar otros caminos y que le harían bien un par de charlas
más.
Las mismas consideraciones son válidas para las frustraciones amorosas, donde un torbellino de emociones desequilibra por un tiempo la estabilidad afectiva del humano. Sí, reconozcámoslo: el humano es una ser mimoso,
necesita querer y ser querido; y cuando se produce un hiato en esta secuencia, sufre, cae en el desconsuelo y los amigos y los familiares lo empujan hasta el consultorio del psiquiatra para que lo medique y lo saque de ese estado calamitoso. Y otra vez no. El amor no depende de un comprimido, y un comprimido tampoco cura los efectos del desamor. Tiempo para amar, tiempo para reír, tiempo para llorar, dice la biblia; y su contrincante, Nietzsche, espetaba: “¿Le has dicho sí a una sonrisa? ¡Ay, entonces les has dicho sí a todas las tristezas!”.
Todas estas desdichas humanas, demasiado humanas, representan un gran porcentaje (arriesguemos un 75 %) de las consultas “por depresión”. Y, en estos casos, es tan válido como tratamiento un placebo como un antidepresivo; con el suficiente tiempo y el apoyo psicoterapéutico, la persona recuperará su estabilidad emocional. El agravante es que el antidepresivo producirá efectos indeseables y el placebo no. Pero, en el 25 % restante de las consultas estaremos frente a una verdadera depresión, a un desequilibrio bioquímico del cerebro y, entonces sí se ve en toda su dimensión la eficacia del medicamento con respecto a la inutilidad absoluta del placebo. Y, sorpresivamente, los efectos indeseables son mínimos o no se manifiestan. Es como si el organismo esta vez realmente necesitara ese accesorio químico y no se rebelara ante él.
La conclusión es simple y contundente, el antidepresivo funciona, y muy bien, si hay enfermedad subyacente, si no está de más. Y, para determinar si estamos frente a una depresión o un estado angustioso disfrazado de depresión, se necesita ser muy preciso en la observación de los síntomas, de los signos, de la persona en sí y su historia, de los hechos desencadenantes del episodio y amalgamar toda esta información para sintetizarla en el diagnóstico adecuado. El diagnóstico clínico es el gran ahuyentador de las falsas depresiones y de la sobre medicación.
–
*Por el Dr. Hugo Marietan, Psiquiatra. Docente de la UBA. Miembro de la Asociación Argentina de Psiquiatras
– Fuente: Boletín del Colegio de Psicólogos de la prov. de Salta