Hace muchos, pero muchos años, ir al cine significaba ir un par de días antes a conseguir entradas, coimear quizás al boletero para conseguir “al medio”, llevarse no sólo el ticket sino también un papelito encanutado con el asiento, empilcharse (o más o menos), ser apretujado a la “hora de la salida” en la calle Lavalle –a veces, me consta, era imposible avanzar cien metros en menos de 15 minutos–, permanecer callado en el cine degustando:
a) maní con chocolate,
b) mentas de Suchard,
c) Sugus confitados (caramelos que parecían hechos exclusivamente para el cine).
No recuerdo que nadie comprara el palito-bombón helado (¿o eran “palito” y “bombón helado”, dos cosas, y la velocidad del voceo los unía?). Lo que sí recuerdo es que esos menús mínimos, esos entretenimientos mandibulares más que nutritivos, eran una de las pruebas de que la multitud permanecía hechizada ante lo que sucedía en la pantalla, lo entendiera o no.
Había, además, modales específicos para el cine.
Las mamás explicaban el film o leían subtítulos en un susurro preciso que nunca molestaba a los demás espectadores (que solían, a cambio, ser amables al respecto).
No había entonces celulares, ni conversaciones sobre el último chisme televisivo, ni personas que preguntaban detalles del film a los gritos a sus contertulios.
Es cierto: no implica esto que todo tiempo pasado haya sido mejor. Eran tiempos de censura cinematográfica, de restricciones en la exhibición, de imposibilidades varias. Los chicos de entonces teníamos, a lo sumo, dos films para ver (con suerte) o reposiciones y coladas varias en las salas de barrio. Había cines en los barrios, además, varios por sección electoral, aunque también es cierto que rara vez se votaba.
Este texto no pretende ser nostálgico, sino apuntar una pérdida mucho más importante. El mal comportamiento demasiado frecuente de los espectadores de cine tiene que ver no con la falta de disciplina ni con la pauperización cultural creciente. No tiene que ver con la represión o la falta de represión.
Tiene que ver con la disminución constante del espacio público y, en consecuencia, con compartir el espacio con el resto del público.
La culpa no es del DVD ni, mucho menos, del VHS. El último, aquel querido videocasete, tuvo su auge cuando no todos teníamos videograbador. Así, las noches de dos o tres películas en casas de amigos también generaban, aunque un poco más restringido o artesanal, el espacio público. Incluso era más fácil la reflexión, la conversación sobre el cine, el intercambio de ideas. Aunque no pasaran de “esta película es una bosta” o “¿cómo vas a alquilar esa cosa, che?”, esos comentarios implicaban haber visto una película, pensado una opinión y expresarla a otros a riesgo de generar una discusión.
Casi todas las tecnologías de comunicación que han surgido desde entonces tienen como fin recortar al individuo del resto de los individuos.
El avance que implica Internet en la democratización de la información es notable y elogiable, pero nos aísla cada vez más.
Cada nuevo celular o computador portátil tiende a que no necesitemos a los otros para informarnos, incluso para discutir.
Podemos discutir a distancia con alguien que está virtualmente presente y realmente ausente.
Podemos, de paso, pedir comida, pagar impuestos, hablar, tener –seudo– relaciones sexuales, todo solos. Podemos, de hecho, ver películas (casi cualquier película, piratería mediante) en cualquier momento.
El consumo cultural y la comunicación son casi instantáneos y a voluntad; implican, al mismo tiempo, una disminución del movimiento –de la travesía– y de la ocupación del espacio público.
Hay otras cosas: uno ve una película en casa mientras se prepara el café, lo llaman por teléfono (ahora el teléfono, celular mediante, no tiene horarios), se aburre, vuelve. No ve un programa de televisión sino muchos, huyendo en cada publicidad a cualquier otro lado zapping mediante.
Uno por ahí queda anclado –digamos– en Los Simpson. Viene la chillona publicidad y, con aversión digna de mirar zorrinos, corre a otro canal donde, quién sabe, una escena de un film visto mil veces o un videoclip capture esos minutos. O no, y uno da la vuelta entera a los canales pero no llega a donde estaban Los Simpson porque la velocidad dedal es superior a lo que duran las tandas. O –volvamos– sí, y entonces quedó capturado por un film visto desde la mitad o más que impide que uno termine de ver ese episodio de Los Simpson.
Esta tarea –y las otras que involucran la cada vez más minitecnología– es individual: hacer zapping en pareja será, en cualquier momento y con razón, declarado causal de divorcio. Y vuelta a estar solo.
Está bien, es el tiempo que nos toca vivir. Pero la consecuencia principal es que cada vez sabemos menos cómo vivir en sociedad, cómo comportarnos con los otros en el espacio público.
Al atomizarse la actividad, al poder portar sobre y con nosotros toda fuente de información y relación con el resto de nuestros semejantes, al recortarnos de un colectivo, el contacto con los otros se nos hace violento.
A eso se suma que, al ir separándonos de la experiencia colectiva, nos comportamos como Pancho –y Paty– por su casa en cualquier lugar.
Eso es también funcional al hecho de la ausencia de horarios o de actividades compartimentadas: mandar o recibir un SMS no genera ruido, así que incluso si estamos tratando de prestarle atención a una película –que no se detiene por nosotros– podemos igual avisar a la novia que vamos a tomar algo con los chicos, a la madre que mañana le llevamos a los nietos, al jefe que el powerpoint se le envió al cliente, a la prima que le conseguimos el teléfono del chico de turno.
Pequeñas lucecitas en la oscuridad que antes permanecía inmaculada, refugiándonos en una acción que era al mismo tiempo individual y colectiva, de la que emergíamos con ganas de saber si al de al lado le había pasado o no lo mismo.
La vida cotidiana y el espacio de ocio –es decir, en gran medida ese espacio donde dejamos de ser individuos económicos para convertirnos en sujetos del pensar, del imaginar, del crear, del recorrer críticamente el pensamiento, la imaginación y la creación de otros: en suma, lo que nos hace humanos– se interrumpen constantemente.
Lo malo del asunto es que, de esta forma, también perdemos la posibilidad de compartir una experiencia con otros. De reaprender –y aprehender– el espacio público como conjunto.
Cuando se piensa en la debilidad del pensamiento político –que no supera el estadio de lo municipal– debería comenzar a pensarse en cómo hemos perdido el espacio para pensar a distancia y, paralela y complementariamente, cómo hemos perdido la posibilidad de pensar en el otro.
Cada uno de esos pequeños rituales del ir al cine de hace unas dos o tres décadas atrás implicaba el reconocimiento del otro y la decisión propia: uno decidía qué iba a ver, uno sabía que otros podrían y querrían ver lo mismo, uno iba bien vestido porque todos iban bien vestidos, uno compraba las golosinas para convidar, uno les hablaba a los nenes en susurros para no molestar.
Uno trataba de impedir, por todos los medios, que algo de fuera de la sala rompiera la ilusión de lo que se veía en pantalla para sí y para los demás.
Recuperar esos modales es volver a pensar en el otro y, al mismo tiempo, recuperar el espacio creativo propio para uno.
Para quienes prefieren que no haya conjuntos y sí individuos –que sospecho son los mismos que nos dicen que la política es mala y los políticos son pésimos– no sería una buena noticia.
– Leonardo D’Espósito – 20.03.2010 – Crítica Digital