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domingo, noviembre 24, 2024

Alumnos que interpelan a la institución escolar

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En un trabajo premiado por la UBA, el equipo Maestros de Apoyo Psicológico da cuenta de sus experiencias con alumnos sobre los que la institución escolar ha efectuado operaciones de segregación: esos de quienes los docentes dicen que “…con este chico no se puede”.

En las escuelas, encontramos frases que se repiten: “En los años que tengo de docente, nunca…”; “Ya probamos todas las estrategias…”; “No podemos dedicarnos a uno solo…”; “Este chico no es para esta escuela…” o “Esta escuela no es para este chico….”; “Con estos chicos no se puede…”: nuestro equipo, denominado Maestros de Apoyo Psicológico (MAP), está integrado por docentes, psicólogos y psicopedagogos clínicos pertenecientes al Area de Educación Especial del Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Un documento oficial de esta área (dirigida por Silvia Dubrovsky; gestión 2004-2007) advertía que “cada día es mayor el número de alumnos que nos confrontan con la dificultad para su inserción o inclusión en la vida institucional” y que “las escuelas se encuentran ante presentaciones del malestar y modalidades de vínculos inéditas, refractarias a los modos de resolución de conflictos con los que ya cuentan los docentes”. Crecen los pedidos de los docentes ante situaciones problemáticas con alumnos, sobre todo de 3 a 8 años de edad y en su mayoría varones.

Según Esteban Levin (¿Hacia una infancia virtual? La imagen corporal sin cuerpo, Buenos Aires, Nueva Visión, 2006), “encontramos cada vez más, en los ámbitos escolares, escenas de violencia provocadas por los niños. En el momento de la agresión, actúan sin pensar. Estas actuaciones aparecen inesperadamente: peleas, golpes, patadas, empujones, mordiscos, malas palabras, arañazos, pellizcos, gritos, escenas violentas de rebeldía, odio, descontrol”. Por nuestra parte, nos hemos negado sistemáticamente a ponerles un nombre que permita incluir a estos alumnos en una clasificación. El hecho de nombrarlos realizaría una operación sobre un número de niños –con sus diferencias, particularidades y subjetividades–, que los transformaría en un conjunto al que se le atribuye homogeneidad o consistencia. Esta conformación de un conjunto cerrado sobre lo que falla, sobre lo que hace síntoma a una institución particular, lo transformaría en un resto inasimilable.

Ante el reclamo de un diagnóstico por docentes y padres, el modo que encontramos es: “Alumnos que, en las escuelas, irrumpen conmoviendo e interpelando nuestro lugar como adultos, nuestra tarea como docentes y a veces hasta la propia cultura escolar; deben superar la predominancia de modos de expresión a través del cuerpo para acceder a expresarse de manera dominante por la palabra”.

La tendencia más difundida entre docentes y psicólogos es abordar estas manifestaciones desde la perspectiva psicopatológica: una lectura orientada desde lo individual o, en todo caso, con referencia al ámbito familiar. Entonces, las respuestas más frecuentes son la derivación a tratamiento psicológico o psiquiátrico, la medicalización, incluso los diagnósticos estigmatizantes y la judicialización. En su mayoría, los niños que no logran adaptarse o incluirse a la dinámica de la institución escolar reciben el diagnóstico de ADD (“desorden por déficit de atención”). Aquello que en otras épocas solía denominarse como fracaso escolar, problemas de aprendizaje o los clásicos problemas de conducta, hoy queda incluido en una sola expresión, que concierne sólo al niño y lo determina en su ser: “Es un ADD”. Nuestro equipo encuentra chicos que vienen medicados desde los tres años. Saben que deben tomar su pastillita de lunes a viernes para portarse bien en la escuela.

La acción de nombrado consiste en seleccionar sólo un rasgo, en este caso la atención, entre una serie de fenómenos que pueden incluir impulsividad, movimientos involuntarios e incontenibles, labilidad en los estados de ánimo, ansiedad, etcétera. Y esta selección de la atención como rasgo privilegiado está en relación con las condiciones del dispositivo escolar actual, que requiere la atención como condición necesaria para su funcionamiento: los trastornos de la atención se constituyen en un síntoma para esta institución, pero podrían no serlo en otro contexto o bajo otras coordenadas.

Para entender lo que les pasa a estos niños no alcanza con pensarlo sólo desde una perspectiva psicopatológica, ni con explicarlo sólo desde el ámbito de lo familiar, y menos aún alcanza con tomarlo como un síntoma sólo de la institución escolar. El escenario escolar no se reduce al ámbito “externo” en el cual los niños despliegan sus modalidades sintomáticas. Las irrupciones de angustia que invaden a los niños en las escuelas adquieren una legibilidad propia al reconocerlas también en su dimensión de síntoma social. Así, por ejemplo, el “déficit en la atención” se constituye en el contexto de una sociedad que ha variado, en las últimas décadas, los modos de atender, de prestar atención a sus niños. No podemos dejar de preguntarnos de quién es el “déficit” y cuál el agente de la desatención.

Eric Laurent (“La sociedad del síntoma”, en Lacanian Journal Nº 2, 2005) plantea que “le toca al psicoanalista encontrar la manera de dirigirse a la angustia del sujeto para mostrar que los síntomas inéditos de nuestra civilización son legibles”. El Otro social, encarnado en las escuelas por los docentes, oferta lugares, y el sujeto consiente o no en ocuparlos. Por nuestra parte, intervenimos para que la escuela tenga la eficacia de abrir este abanico de lugares; luego el sujeto podrá decir que no o decir que sí, dar o rechazar su asentimiento, hacer un movimiento de retractación, de ratificación o de rectificación. Intervenimos para hacer lugar al sujeto.

En algunos casos, se tratará de que el alumno pueda hacerse un lugar más confortable que aquel en el que pudo ubicarse con sus propios recursos; en otros, se tratará de que los docentes puedan identificar el lugar que, bajo determinadas coordenadas, esa institución dejó destinado para este niño. El hecho de que el alumno sea “el nuevo”, de que haya ingresado luego de iniciado el ciclo lectivo y ya constituido el grupo, la relación previa de la familia del alumno con la escuela, la “información” previa, pueden constituirse en obstáculos, interferir o viciar las posibilidades de una escuela para alojar a un alumno, para ofrecerle la oportunidad de incluirse.

El ingreso a la escuela puede ser una oportunidad para que un niño conozca nuevos modos de vínculos, basados en otra lógica que la familiar, y para que se encuentre con adultos que puedan aportarle otros significantes con los cuales reconocerse. Sin embargo, la eficacia de la institución para instalar al niño en el vínculo educativo se encuentra debilitada; la escuela, en muchos casos, acepta y corrobora el modo de presentarse del niño, reforzando situaciones de desinserción. En nuestra tarea cotidiana, podemos verificar, en cada caso, qué ocurre con un niño cuando encuentra detenida su posibilidad de hacer lazo al otro.

El padecimiento de un alumno toma el valor de síntoma de la impasse en la que se encuentran los docentes para la instalación de un lazo, entendiendo la instalación del lazo social como condición necesaria para la inclusión y para la inserción. La inclusión es condición de posibilidad para que el sujeto alcance modos civilizados de arreglárselas con el goce; la inserción posibilita la identificación a ciertos significantes privilegiados con los que se encuentra el sujeto en el vínculo con sus docentes.

La intervención de un MAP consiste en reponer, consolidar o fortalecer al docente en su función, para que la cumpla de la buena manera y desde un buen lugar. Tomando los aportes de Hebe Tizio (Reinventar el vínculo educativo: aportaciones de la pedagogía social y del psicoanálisis, ed. Gedisa, Barcelona, 2003), “la buena manera” es cuando el docente intenta regular el goce por la vía de los intereses y el consentimiento, y “desde el buen lugar”, como agente del discurso educativo cuyas condiciones marcan la posibilidad y los límites del acto educativo.

Podemos concebir al MAP como un buen lector de las coordenadas de producción del síntoma, desplazándose allí donde se despliega para intervenir sobre las relaciones de un niño con sus docentes, con sus pares, con su tarea. Buscamos, en la particularidad de cada caso, detalles, indicios que orienten la lectura para ubicar la lógica de la intervención. Cada institución construye sus propias coordenadas para la producción del excluido. Por esto, es imprescindible realizar una lectura de aquellos significantes tomados del discurso institucional para la operación de segregación. Esta perspectiva no elude ni se presenta en contradicción con el abordaje de las dificultades propias del alumno en su singularidad.

Desatención

Una intervención orientada por el discurso del psicoanálisis y sostenida desde una lógica de “no-todo” permite desarticular la ilusión del funcionamiento armónico del grupo y el lugar otorgado al alumno que encarna cierto rasgo perturbador que nombra su ser: “desatento”, “hiperactivo”, “ADD”, “psicótico”, “violento”. La perspectiva que sostenemos resulta contracultural para las escuelas; estamos atentos a la oportunidad de introducir otra lógica que no es opuesta ni contraria, sino simplemente otra, la del “no-todo”. Una cuestión central es: ¿cómo intervenir desde una mirada que atiende a la singularidad, sin quedar por fuera de una legalidad que tiene como marco un “para todos”?

La presencia de un/a MAP en una institución educativa instala una tensión entre lo singular y el para todos. El mayor desafío para las escuelas, a la hora de contemplar la inserción de los niños que no están en condiciones de acomodarse a las normas que rigen para todos, es tomar decisiones que implican la flexibilidad de algunas reglas en función de las posibilidades de un alumno, en un sistema que se regula por el “para todos”. Por ello, se intenta encontrar otro tratamiento de aquello que no ingresa al universal: no ya por la vía de la segregación, pero tampoco por la vía de la excepción, que en las escuelas suele tomar el significado de “premio” o privilegio. Con esta operación se busca hacer un lugar al sujeto singular, recuperar a ese sujeto que resiste a la universalización. El trabajo de un/a MAP cabalga entre el intento de compatibilizar el respeto y el sostenimiento de las normas que rigen “para todos” y la contemplación de las necesidades y posibilidades subjetivas. Frente a esto el reclamo permanente, con el que además acordamos, de los docentes: “Tiene que hacer lo mismo que todos”. Entonces, podemos aprender de aquello que un niño nos está mostrando para transformarlo en una oportunidad de cambio para todos.

En cada intervención, desde la posibilidad de hacer lugar a la particularidad del alumno, se alcanzará su inclusión a la vida institucional, que se rige indefectiblemente sobre ciertas normas. Pero sabemos que las normas no son un cielo estrellado desprovisto de goce: todo lazo social es un tratamiento del goce, que además lo aloja en su seno. La ilusión de un vínculo organizado que deje por fuera el síntoma de cada uno choca con su propia impasse. Y el síntoma es fuente de aprendizaje para un/a MAP, que intenta transferir ese saber a las escuelas.

El/la MAP efectúa una operación que llamaríamos de descompletamiento, en varias dimensiones: sobre el “saber-todo” acerca de un niño, en tanto queda del lado del Otro destituyendo al niño de su posición de sujeto; sobre el “decir certero”, proferido con un carácter determinativo sobre un niño, que opera como una constatación o significación cerrada para el sujeto; sobre el “Otro consistente” que se presenta en su dimensión de puro capricho y gozador.

La intervención del MAP apunta a generar un vacío en lo lleno de las significaciones impuestas, previamente construidas por los docentes de una institución sobre algún alumno; condición necesaria para que aquello que despliega el niño tome el valor de un mensaje dirigido al Otro. En tanto este mensaje se expresa en un lenguaje desconocido para el propio sujeto, necesita, para que llegue a destino, un buen entendedor o, por lo menos, alguien dispuesto a abrir la pregunta que permita reponer un sentido que sólo concierne al sujeto y por el que sólo el sujeto puede responder. Para que esto ocurra, es necesario que los adultos sepamos un poco menos, o no todo, o con menos certeza.

Frases del estilo “lo hace para provocarme”, “fue a propósito”, “no le importa nada”, suelen escucharse en las salas de maestros. Se intenta instalar un margen de equívoco en el decir, abrir a la indeterminación de los dichos, producir cierto deslizamiento en una frase que se refiere a un niño de manera unívoca dejándolo coagulado en su sentido fijo. Si no dudamos de que el inconsciente es un saber que habla solo y se expresa en aquello que se dice más allá de lo que se tiene la intención de decir, entonces, en ese plus de significación, que sorprende al sujeto cuando el otro escucha algo distinto a lo que se creía estar diciendo, se produce cierta eficacia del inconsciente. En ese sentido, la relación que el/la MAP construye con el docente le permite funcionar a modo de un espejo para que ese docente pueda encontrarse con su propio mensaje que le vuelve del Otro.

Para introducir cierta desadecuación en ese mensaje, el MAP realiza un cálculo ponderado de las posibilidades de escucha y apertura de cada docente, sin desentenderse de los límites propios de cada discurso.

Por último, el vínculo que el/la MAP entabla con el docente y la presencia de ambos en el aula está al servicio de que el niño en cuestión no quede en referencia a un solo adulto; que cada uno se referencie al otro para descompletarse a sí mismo y autorizar al otro. En esta tarea de sostener a un niño, se irán sumando otros docentes; se contará con los miembros del equipo de conducción, con algún auxiliar. Se trata de que el docente no quede como único responsable de un niño frente a la institución y de que ese niño no quede solo a merced de un solo adulto.

* Texto extractado del trabajo “Psicoanálisis-educación. Un dispositivo de intervención en instituciones educativas”, que obtuvo el Premio Facultad de Psicología 2008, otorgado por la Universidad de Buenos Aires, en la categoría “Dispositivos en Salud Mental. Aportes de la Psicología”.

Monstruos de la historia

Nos acercamos a una escuela por el pedido de intervención para un alumno que está cursando su tercer grado y al que llamaremos Juan. Los padres de sus compañeritos ya han hecho la denuncia a la policía y están reunidos en la puerta con pancartas esperando la llegada de un canal de televisión. Sin entrar en los detalles de este caso, vamos escuchando con cierta insistencia el significante “monstruo” para referirse a Juan. Al modo de un traje que le calza a medida, el actúa fijado a ese rasgo, sin mediaciones, sin margen para los cuestionamientos.

Cuando comenzamos a trabajar con Juan, él no puede permanecer dentro del aula, por lo cual no participa en la mayoría de las actividades pedagógicas. Luego de un tiempo, la MAP (maestra de apoyo psicológico) acuerda con la docente del grado un proyecto de trabajo sobre la vida de algunos científicos y prepara un afiche con el siguiente título: “‘Monstruos’ de la historia”. “Monstruo” desliza a “genio”; cada cual debe descubrir en qué se considera un “monstruo” o en qué le gustaría serlo. Todos podemos ser un poquito monstruos, sólo para algunas cosas, no siempre, a veces.

Juan está haciendo unos cálculos matemáticos y la MAP, demostrando sumo entusiasmo, le dice que es un monstruo… para las matemáticas. Ambos se ríen. Finalmente, la maestra comienza a preocuparse por las dificultades de otros niños. La MAP se retira.

“Ella no me va a dejar caer”

Nos convocan por un niño, “Nicolás”, de primer grado, que se escapa del aula, sale corriendo, se tira por la ventana, salta por los bancos, se esconde debajo del escritorio de la maestra.

Entre la MAP (maestra de apoyo psicológico) y Nicolás se instala un juego de llamados y escondidas, presencias y ausencias, pedidos y entregas. Ya no habrá más corridas detrás de Nicolás: la maestra de apoyo psicológico lo esperará sentada fuera del aula, y él sabrá que lo están esperando. También aprenderán juntos a anticipar esos momentos en que Nicolás sale del aula como eyectado. Se trabaja con el niño para que le pida permiso a su maestra para salir, y con la maestra para que le permita a Nicolás hacer aquello que, por el momento, no puede dejar de hacer.

Lentamente va quedando incluido en una legalidad y aprende a reconocer las normas. “¿La seño me deja?”, pasa a ser su preocupación. Una mañana, Nicolás, que se ha puesto debajo del escritorio, saca su manito para acercarle a su maestra el cuaderno. La maestra levanta la vista buscando la mirada de la MAP, quien le hace una seña animándola. La maestra recibe ese cuaderno y, por primera vez, lo abre. Para su sorpresa descubre que Nicolás, a su modo y como podía, seguía desde su escondite los ejercicios que ella copiaba en el pizarrón.

En otra oportunidad, mientras la maestra está haciendo pasar a los alumnos al pizarrón, Nicolás se sube al escritorio, salta a un banco, empuja la silla de la maestra cerca del pizarrón y se para en el borde. La maestra, que ya estaba a punto de retarlo y ordenarle que se bajara, cruza su mirada con la maestra de apoyo psicológico y, alentada por ésta, le pregunta a Nicolás si quiere escribir. El nene le dice que no, porque se va a caer. La docente le contesta que se quede tranquilo, que ella lo va a cuidar, y lo sostiene con las dos manos. Nicolás muy sorprendido busca a su maestra de apoyo psicológico y le dice, asombrado: “Ella dijo que no me va a dejar caer”. A partir de esto, la maestra del grado comienza a convocarlo y Nicolás a responder. Deja de escaparse y, cuando necesita salir un ratito, sabe que puede pedírselo a su maestra. La maestra de apoyo psicológico se retira.

– Por Laura Kiel – 15 de abril de 2010 – Página 12

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