Como es costumbre, los judíos insistimos en que todas las palabras, sean en el idioma que sean, provienen del idish o del hebreo. Y no hay vocablo más judío que Odessa. Odessa parece dicho en un idioma semita. Y fue así que las primeras siete familias que se establecieron en esa ciudad, hacia finales del siglo XVIII, decían que Odessa infaliblemente proviene del hebreo y significa “todavía me elevaré” (od -esá).
Esta ciudad vigorosa, con mezcla arquitectónica rusa, holandesa, irlandesa y hasta con callejuelas de estilo español, fue uno de los grandes centros judíos de la Europa oriental. Reconocida en un inicio como un páramo donde los judíos no irían a ser perseguidos como en otros lugares, esta ciudad fue cuna de ciertas libertades, hasta llegar a ser uno de los pocos espacios donde la sometida comunidad pudo tener los mismos derechos que el resto de la ciudadanía.
Es difícil imaginar hoy día el número de restricciones y regulaciones que fueron impuestas a cada judío durante el imperio ruso. Pero, sin embargo, la bella Odessa les concedió el privilegio de sentirse libres. Cuentan las crónicas antiguas que morar allí era como “percibir el cielo en la Tierra”.
Ciudad que pasó por varias metamorfosis, se le atribuye su última refundación a un español: el conde José de Ribas, en 1794 (no pude encontrar sus antecedentes judíos, pero con un poco de paciencia ya lo voy a hacer).
No es de extrañar que cien años después de su refundación, un tercio de su población era judía.
Y aquí pudieron ser capaces de participar de un mundo un poco mayor.
Salir de los pequeños poblados y convertirse en ciudadano de Odessa era la fórmula del éxito y el suceso.
Un joven judío podía comenzar a recibir educación en las principales instituciones de la ciudad, aprender el ruso y añadir dos o tres lenguas europeas más.
Odessa albergaba ingenieros judíos, profesores, médicos, músicos arquitectos, propietarios de inmuebles, de restaurantes y cafeterías.
El gran escritor Isaac Babel, nacido en la ciudad y asesinado por orden de Stalin, autor de Caballería roja, Cuentos de Odessa y algunas otras perlas, llamaba a su comarca con dos nombres: “la estrella del exilio” y “la puerta de Sión”.
En Odessa pueden encontrarse símbolos judíos en cada rincón. Caminando por el Boulevard Marítimo vale la pena mirar debajo de los pies. Las tapas de las alcantarillas poseen un escudo con la sigla “Trud” en letras hebreas. Son las iniciales de la Sociedad de Artesanos Judíos, quienes fabricaron dichas ruedas.
Esta organización fundada en 1864 por el rabino de Odessa, el elocuente Dr. Schwabacher, con el objeto de formar a chicos y jóvenes en el arte del metal, llegó a fabricar el monumento más preciado que el poeta Alexander Pushkin posee en la ciudad y que se puede admirar hasta hoy día en uno de los céntricos parques.
El padre de la poesía hebrea moderna, Jaim Najman Bialik, enseñaba allí. El pensador Ajad Haam impartía conferencias en sus círculos filosóficos; el celebre cuentista Itzjok Leibush Peretz escribía en sus distinguidos cafés; el reconocido historiador Simon Dubnow investigaba en sus archivos y el mayor dramaturgo en idish, el venerado Sholem Aleijem, estrenaba sus obras en el teatro de la ciudad.
Pero tarde o temprano, llegó un momento en que los pogromos de manera simple y cruel marcaron que el judío era un extranjero no deseado en el lugar. Los documentos registran la salida del puerto de Odessa con barcos que llegaron hasta ésta y otras latitudes.
Una historia oral relata que un tal Kitzlov, egresado de la Alta Casa de Estudios Rabínicos de los Sabios de Odessa, conocido como el Rabí Pelirrojo, quien habitaba en una litera del barco Fénix que había partido del puerto de San Petersburgo y que hacía parada en Odessa (lugar en el que embarcó el tal Kitzlov), entabló relación con una familia húngara que subió en el puerto de Dunaujvaros. Estos húngaros que se revelaron como gitanos poseían la habilidad en la lectura de las manos. Saraima, la mujer gitana, de bellos ojos –según cuentan los pasajeros– tomando firmemente la palma del maestro, le predijo al rabino, quien descendería en Montevideo, que del otro lado del río le nacería un nieto y que sería consejero como el José del libro de Génesis, pero marxista.
El rabino no le creyó porque respetando las leyes del Talmud, del que era versado, recordó que toda predicción resulta de índole pagana.
No se supo más de esta noble mujer que, según dicen, descendió en el puerto de Santos, Brasil.
Tampoco se supo de la suerte del Rabi Kitzlov.
Habrá cambiado su apellido o, por ahí, las autoridades de la Aduana lo anotaron cambiando la impronunciable “tz” por “c” o la “v” corta final por “f”, cosa que era muy común entre los inmigrantes.
Y a pesar de que a algunos cronistas de la época del ’20 (según lo que referencian en sus notas sutilmente prejuiciosas a los ojos de este lector), les llamaba la atención la presencia de estos hombres barbados con sombrero de ala ancha caminando por las calles, del encuentro marítimo de Kitzlov y Saraima nació la costumbre que se transformó en tradición: que los rabinos permitan dejarse leer las manos por muchachas gitanas, esperando que alguna les exprese que su nieto será como José, el ministro.
Una última observación: lamentablemente muchos nietos de rabinos fueron asesinados y desaparecidos durante la dictadura militar en nuestro país.
Uno de ellos es Mauricio, quien era nieto del líder espiritual de la colonia Carlos Casares en la provincia de Buenos Aires, que fue secuestrado y vilmente torturado por su condición judía, en el centro clandestino El Vesubio, a los 18 años.
Mauricio, de bendita memoria, forma parte de los 1300 desaparecidos judíos.
Su padre, mi amigo el Dr. Marcos Weinstein, médico psicoanalista, fundó la Asociación de Familiares de Desaparecidos Judíos en la Argentina.
Y como la Sociedad de Artesanos de Odessa, este noble grupo lucha de manera denodada y paciente para que la memoria pueda instalarse a través de la Justicia y la verdad pueda quedar acuñada eternamente como el sello en el metal.
– Por Daniel Goldman * – 16 de marzo de 2012 – Página 12
* Rabino.