La reforma agraria fue abandonada como política de desarrollo, lugar que ahora ocupa el agronegocio. Con ello llega a su fin un largo ciclo de medio siglo de lucha por la redistribución de la tierra del latifundio improductivo a los campesinos sin tierra, que fue uno de los ejes de todas las políticas de izquierda en el continente. Ironías de la vida, el quiebre de las políticas de reparto de tierras se produce bajo los gobiernos del Partido de los Trabajadores que, en su momento, se distinguió por haber sido el más activo defensor de una reforma agraria radical.
El gobierno de Dilma Rousseff está impulsando cambios profundos en el Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA) con la finalidad de descentralizarlo para atender a los campesinos con tierra en materia de vivienda, energía eléctrica y asistencia para la producción. Se trata, según un informe del diario O Estado de São Paulo, de «la modernización administrativa del INCRA, vinculada a una alteración paulatina del perfil de la reforma agraria» que se resume en apoyar la producción «integrando a los pequeños agricultores al agronegocio» (O Estado de São Paulo, 5 de enero de 2013).
En adelante, el INCRA pierde funciones, entre ellas la potestad de seleccionar a las familias beneficiarias, y buena parte de sus tareas serán asumidas por municipios y ministerios (como el de Desarrollo Agrario, Desarrollo Social y de las Ciudades). El instituto se concentrará en lo que ya viene priorizando: los recursos para desapropiaciones de tierras cayeron 11.5 por ciento entre 2011 y 2012, mientras su presupuesto para asistencia técnica aumentó 123 por ciento.
El conservador diario paulista se congratula de la decisión oficialista: “La idea es cuidar mejor de los asentados en lugar de invertir en la creación de verdaderas favelas rurales, que es en lo que se transformaron muchos asentamientos instalados para dar satisfacción a los llamados ‘movimientos sociales’”.
Que la derecha celebre no llama la atención. Finalmente, desde el comienzo del gobierno Lula, hace justo 10 años, el agronegocio fue una opción contundente del PT, con el argumento de que las exportaciones de commodities ofrecen un amplio superávit comercial que beneficia al país al reducir su vulnerabilidad externa. La reprimarización de la pauta exportadora y el retroceso de las exportaciones industriales no han conseguido convencer a las autoridades para modificar la política de favorecer al agronegocio como locomotora de la economía y convertir la reforma agraria en una política asistencial.
La continua consolidación de esta política coloca en un brete a los movimientos campesinos y sobre todo al MST (Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra). João Pedro Stedile, de la coordinación nacional, destacó que hay 150 mil familias acampadas luchando por tierra y 4 millones de familias pobres del campo recibiendo el programa Bolsa Familia para no pasar hambre. (Carta Capital, 7 de diciembre de 2012). Además, 85 por ciento de las mejores tierras del país son utilizadas para soya y maíz transgénicos y caña de azúcar; 10 por ciento de los propietarios rurales con más de 500 hectáreas controlan 85 por ciento de la producción agropecuaria destinada a la exportación sin ningún valor agregado.
Lo peor es que Brasil responde por 5 por ciento de la producción agrícola mundial, pero consume 20 por ciento de los agrotóxicos del mundo. Según el Instituto Nacional del Cáncer, cada año 400 mil personas contraen esa enfermdad, la mayor parte por consumir alimentos contaminados con agrotóxicos. El 40 por ciento mueren. En paralelo, el relatorio anual de la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT) constata que el número de familias asentadas en 2012 es el más bajo desde 1994.
La CPT estima también que «el agronegocio se consolidó como el modelo preferencial del gobierno para el campo», denuncia el abandono de los pueblos tradicionales, entre ellos las 3 mil comunidades quilombolas (afrodescendientes), donde se ha concentrado la violencia del agronegocio para despojarlos de sus tierras. El mapa de la violencia se incrementa con las grandes obras de infraestructura (represas, puertos) y los proyectos de minería a cielo abierto.
En agosto se realizó el Encuentro Unitario de los Trabajadores y Trabajadoras y Pueblos del Campo, de las Aguas y Bosques, que reunió 7 mil personas en Brasilia, pertenecientes a 33 movimientos rurales. Sin embargo, el gobierno no va a modificar su política, como no lo hizo Lula pese a colocarse el gorro con el emblema del MST. También Dilma se comprometió, en el Foro Social Mundial realizado en 2012 en Porto Alegre, en asentar campesinos sin tierra en los nuevos proyectos de irrigación en el noreste que, por el contrario, está ofreciendo a los grandes empresarios exportadores.
Son palabras que no se van a traducir en cambios políticos. Para que eso sucediera sería necesaria una nueva oleada de movilizaciones y de movimientos como sucedió en la década de 1970. Pero ahora las políticas sociales y el ascenso social, limitado por cierto, están desarticulando a los movimientos, a los que a lo sumo les ofrecen migajas en forma de créditos para la producción y viviendas. La CPT recuerda en su informe que «el Estado ya tomó posición ante el contexto agrario brasileño» y que «vivimos un tiempo en que es necesario optar por un nuevo modo de pensar y de vivir».
Es ahí donde, a mi modo de ver, la experiencia de las comunidades zapatistas tiene algo para enseñarnos. Ya no es posible seguir confiando en el Estado como garante de la alimentación, la vivienda, la educación, la salud y todo aquello que los sectores populares necesitan para sobrevivir. Esa época pasó a la historia, fue enterrada por el capital cuando decidió liberarse del estado de bienestar y de la soberanía nacional como estorbos a la acumulación de capital, hoy acumulación por guerra. Los movimientos que sigan confiando en el Estado para resolver la vida de sus miembros están condenados a perder su carácter de movimientos antisistémicos.
– Raúl Zibechi
La Jornada