Es una de las voces más autorizadas para evaluar la crisis educativa en la Argentina; dice que en los colegios “se adoctrina con orgullo” y que hay un “catecismo progre” que ha colonizado las aulas.
Habla dos idiomas: el de la modernidad y el de la franqueza. Guillermina Tiramonti nació en San Antonio de Areco, la cuna de la tradición. Quizá por eso está muy advertida sobre los riesgos del tradicionalismo conservador, sobre todo en el campo de la educación. Pero quizá sea también por eso que dice las cosas sin rodeos y con coraje, más cerca de la llanura pampeana que de los artificios academicistas. Es una de las voces más autorizadas para hablar sobre educación en la Argentina: ha sido profesora e investigadora; maestra y formadora de docentes. El aula ha sido su hábitat, pero también conoce los laboratorios y la cocina de la política educativa. Con esa autoridad, pero a la vez con valentía, dice que la educación en Argentina se ha convertido en un simulacro: unos hacen que enseñan, otros hacen que aprenden, y todos miran para otro lado mientras no se hacen ninguna de las dos cosas.
Dice, también, que el autoritarismo del pensamiento único se ha enquistado en las universidades y las escuelas; que las aulas están colonizadas por muchas “estupideces ideológicas” (que cuestionan hasta la enseñanza del abecedario) y que los docentes se sienten habilitados para adoctrinar a los chicos. La educación –afirma– fracasa en una negociación perversa entre la política y los sindicatos: “Unos compran paz (no conflicto); los otros compran beneficios para la corporación”.
La educación está ante una necesidad de cambio, con dificultades para “leer” el mundo y comprender dónde estamos parados, afirma Tiramonti.
¿Cómo llegamos al futuro con la educación que tenemos?
–Es un desafío global, pero que se da especialmente en la Argentina. Yo creo que, más allá de las particularidades de cada orientación política, cada vez que aparece una oportunidad de saltar al futuro, en la Argentina nos desviamos y tomamos el rumbo equivocado. Somos un país que huye hacia atrás, con una mirada siempre anclada en el pasado. Si uno presta atención a los discursos políticos sobre la educación, que en general son muy poco sustanciosos, aparecen las posiciones del rescate de la Argentina pastoril, previa a la modernidad, y también esta cosa del auge de las identidades, que es una negación de la modernidad. Después están los discursos de la oposición, muy arraigados en la Argentina del siglo XX: el esfuerzo, el sacrificio, el trabajo. Entiendo que frente al otro discurso, hay una necesidad de rescatar esos valores. Pero hoy estamos en la era digital. Se tendrían que estar planteando nuevas maneras de enseñar, de transformar el rol del alumno, de convertirlo en un sujeto más activo, más capaz de crear su propio conocimiento a partir de su formación digital. Hoy seguimos enseñando cosas que no sirven para nada y los chicos salen de la escuela sin los fundamentos básicos de la programación, por ejemplo. Si egresaran del secundario con buenas matemáticas y nociones básicas de programación, ya tendrían oportunidades en la industria del conocimiento.
«En el sistema educativo, el que no se ajusta al ‘catecismo del buen progre’ es acusado de neoliberal y excluido de los espacios académicos»
¿No debería haber un punto de encuentro entre los desafíos de la era digital y esos valores de la escuela del siglo XX?
–Por supuesto. En principio, porque el sistema educativo argentino tiene la deuda de enseñarles a leer y a escribir a los chicos, y para eso deberíamos apelar a las técnicas antiguas y adecuadas. ¿Cómo aprendés a leer y a interpretar si no es leyendo y discutiendo lo que lees? Esa es una práctica que no está en la escuela. Siempre debe haber un híbrido entre lo anterior y lo nuevo. Por otro lado, es indispensable el esfuerzo, pero el esfuerzo con gratificación, que no es lo que teníamos en aquella escuela de principios del siglo XX. En la escuela se deberían trabajar proyectos en equipo, que generen estímulo, entusiasmo y motivación entre los chicos. Se deberían estimular la curiosidad, la competencia en la búsqueda de soluciones. Cuando yo iba a la escuela, la gratificación no existía; era todo sacrificio. Cuanto más sacrificado, mejor. Yo soy de esa generación que cree que si no es con esfuerzo no vale. Ahora los pibes no van por ahí, pero además eso no sirve. Sirve que los chicos tengan un interés y que, a partir de ahí, sean capaces de trabajar y producir conocimiento; un conocimiento más complejo del que propone esa enseñanza parcelada en distintas disciplinas, que se ha terminado de destruir con internet.
Usted ha hablado de la educación como “un gran simulacro” y ha dicho algo más: que es una estafa. ¿Cómo funciona esa suerte de simulacro fraudulento?
–La idea del simulacro surge al tratar de explicar por qué un chico puede estar 13 años en la escuela y salir sin haber aprendido cosas elementales. Sabemos que la Argentina, al menos hasta ahora, no tiene índices de desnutrición que permitan suponer que los chicos no están en condiciones psicofísicas de aprender. De manera que el chico que no aprende es porque no ha sido adecuadamente enseñado. Hay una escena que se repite en las aulas: los chicos que tienen dificultades para aprender se invisibilizan en acuerdo con sus docentes. No es un acuerdo explícito sino implícito: yo estoy acá, no digo nada, no molesto, me callo la boca, y vos hacé como que no me ves. Entonces el chico va pasando, de un año a otro, sin aprender. Como no hay evaluaciones institucionales, el sistema lo permite. Después confirmamos que salen del secundario sin poder leer e interpretar un texto.
¿Y cómo es que los docentes, los padres y toda la sociedad miramos para otro lado frente a semejante fracaso?
–Bueno, acá estamos hablando, en general, del sistema público. Hemos visto que el sistema público no es una isla; buena parte del sistema privado tiene los mismos males que la escuela pública. Pero lo cierto es que cuando la Argentina pasó a tener altos índices de pobreza y de marginalidad, la escuela pública pasó a ser el espacio de contención de los chicos en situación vulnerable. Podría haber sido un espacio de contención y a la vez de aprendizaje. Pero se hizo una lectura muy populista, según la cual los chicos van a la escuela a encontrar un espacio que neutraliza la maldad que hay en la sociedad; un lugar de contención, para que no estén en la calle. Y eso fue disminuyendo la importancia de que los chicos aprendan, en favor de que los chicos estén contenidos. A medida que pasaron los años, esa escuela pública contiene a una población cada vez más golpeada socialmente. Y el saber universitario no contribuyó a reforzar una mirada que rescatara la importancia de enseñar.
«Muchos tienen miedo a discrepar; se subordinan al autoritarismo del pensamiento único y prefieren repetir las consignas ‘correctas’ para no quedar afuera»
Hasta la década del sesenta, la Argentina se enorgullecía de la calidad de su educación pública. La escuela era, además, el gran articulador social y el gran factor de igualación de oportunidades. ¿Cómo dinamitamos eso en 50 años?
–Bueno, en 50 años dinamitamos todo en la Argentina. Pero ¿qué pasó desde los años sesenta? En esa década, la educación se empezó a expandir. Si se miran las estadísticas vemos que hasta los sesenta, a la escuela media accedía el 40% de la población. A partir de ahí hubo una ampliación de la educación, pero eso se hizo sobreutilizando los recursos existentes: las escuelas y los docentes. Los profesores de secundaria pasaron a ser “docentes-taxis”, en la primaria pasaron a tener dos turnos y se deterioraron los salarios. Pero, además, la escuela mostró incapacidad para incorporar nuevas pedagogías. Fue un periodo en el que se empezó a plantear la necesidad de romper con el enciclopedismo y armar “espacios de conocimientos” que aglutinaran a distintas disciplinas. Pero, salvo algunas experiencias, eso no se incorporó a la escuela. Después, en el gobierno militar no se cambió nada; el radicalismo intentó un cambio, pero no lo logró. Y luego vino la reforma de los noventa, que quizás hoy deberíamos evaluarla de otra manera, pero lo cierto es que, así como la hicieron, la deshicieron los propios peronistas. Entonces, desde los años sesenta tenemos un largo periodo en el que la escuela no recibió ni produjo nada nuevo. Y en ese proceso se degradó no solo el salario sino también la condición docente.
“Es una caricatura de algo que pasa en las escuelas”, dijo Tiramonti sobre el episodio en el que Laura Radetich increpó a un alumno
¿Y qué rol juega en este paisaje el sindicalismo docente?
–Desde la recuperación democrática hasta ahora, la política educativa se resuelve en una disputa entre sindicatos y políticos, salvo en la década de 1990, en la que se hizo una reforma que podrá gustar o no, pero al menos planteó un cambio; hicieron la reforma que creyeron que tenían que hacer. Pero, como dicen los políticos, la educación “no paga” mucho. Entonces hay un acuerdo entre esos dos actores. Los políticos compran paz, no conflicto. Y los sindicatos compran beneficios para la corporación. Las estadísticas muestran que la Argentina es el país que tiene más docentes por alumno. Eso quiere decir que lo que se negocia también es un aumento de los cargos. El Estatuto Docente se mantiene igual desde el 58; los únicos cambios que ha incorporado son para aumentar la estructura de cargos. Entonces, si vos vas a enseñar ajedrez, necesitás el profesor de ajedrez, el coordinador de ajedrez, el ayudante de ajedrez… Todos ganan poquísimo, pero es 3 por 1. Y no hay otros actores que defiendan al sistema. Cuando en los años sesenta o setenta el sistema educativo se empezó a expandir, las clases medias altas, en concordancia también con los cambios culturales de aquellos años, se empezaron a ir del sistema público al privado. Fue cuando surgieron esas escuelas que toman modelos de mayor libertad y creatividad, como las escuelas Waldorf. Entonces muchas familias de clase media acomodada dejan el sistema público y también los colegios religiosos más tradicionales para ir a este tipo de escuelas. Así, poco a poco, buena parte de la clase media ha ido abandonando la escuela pública. Por lo tanto, los padres discuten la educación en la dirección de la escuela privada, no en la esfera pública. Por eso se da ese fenómeno de que la gente cree que la educación en la Argentina está mal, pero la que recibe su hijo está bien. Y los empresarios tampoco dicen nada.
«En el aula se aplican muchas pavadas ideológicas. Una inspectora le reprochó a una docente que enseñara el abecedario»
Ahora apareció esta advertencia de Toyota como una luz roja [la empresa no consigue chicos con secundario completo para cubrir puestos de operarios].
–Claro, algunas empresas han creado sus propias escuelas, como una de Techint que funciona en Campana y es una escuela modelo. La industria del conocimiento está generando sus propias instituciones de formación; no recurre a los egresados de las escuelas técnicas. Si miramos las escuelas técnicas, vemos que tienen una oferta para un mercado que existe por supuesto en la Argentina, pero que es el mercado de las industrias de los años cincuenta o sesenta. Además, la escuela técnica tiene un año más, tiene doble escolaridad. Es una estructura pesada, un elefante difícil de mover. Entonces las empresas empiezan a generar sus propios centros de formación. Y no dicen nada, porque ellos tampoco se alimentan de la educación pública. Entonces la pregunta es ¿a dónde van los chicos de la educación pública? No les damos futuro.
¿Cómo ha visto el fenómeno de los Padres Organizados a raíz de la demanda por las clases presenciales?
–Me parece muy bueno que los padres hayan tomado conciencia y se hayan preocupado, no solo por la presencialidad, sino también por lo que aprenden o no aprenden los chicos. La pandemia destapó eso: los padres pudieron ver qué oferta de aprendizaje tienen las escuelas privadas a las que mandan a sus hijos. Me parece muy bueno que los padres salgan a demandar, pero tengo mis reparos. ¿Por qué? Porque en un momento en que la escuela tiene que cambiar, la mirada de los padres siempre es conservadora; necesariamente conservadora, porque tienen un sentido común formado en base a su propia experiencia. Entonces, muchos padres son justamente los que tienen ese discurso de la escuela del siglo XX en la que ellos aprendieron. Por eso la escuela moderna dijo “los padres afuera”, nosotros queremos una escuela con otra cabeza; queremos que los chicos se formen de una manera distinta de la que se formaron sus padres. Ahora aparecen las familias ante la deficiencia del Estado. Pero yo diría ojo: está bien que los padres reclamen, pero no para hacer la escuela que ellos quieren. Porque ellos quieren una educación que ya fue, que es la que ellos recibieron.
«La Argentina es el país con mayor cantidad de docentes por alumno; eso es porque los sindicatos siempre negocian mayor cantidad de cargos»
Lo que pasa es que los resultados avalan de alguna forma esa nostalgia por la escuela de los padres. Aquella escuela garantizaba un aprendizaje que hoy no se garantiza. Entonces, parecería tener cierta lógica que muchos quieran para sus hijos la escuela que ellos tuvieron. Antes nos enseñaban las tablas de memoria o la ortografía con dictados, pero aprendíamos las tablas y aprendíamos ortografía. Hoy se proponen otros métodos pedagógicos y las pruebas muestran que no se llega a un buen resultado.
–Está bien, pero esas generaciones que aprendían de memoria no eran generaciones de chicos digitales. No tenían el celular ni la tablet; no estaban bombardeados ni estimulados permanentemente por la tecnología. Entonces, la escuela no puede desconocer que ese chico que tiene en el aula no es el mismo chico de hace cincuenta años; tampoco el mismo de hace veinte años. Ahora, por otro lado, está la estupidez. Que a los chicos ahora no se les exija aprender las tablas es casi una estupidez. O, por ejemplo, la idea de que los chicos tienen que aprender a leer formulando sus propias hipótesis.
Resulta que algunos chicos en situación aventajada tal vez puedan. Pero chicos de hogares vulnerables no pueden hacerlo, porque la cultura letrada no forma parte de su ambiente natural. Entonces, los defensores de las teorías constructivistas, que son una especie de dictadura en la Argentina porque han copado la metodología de la enseñanza, encarnan las “pedagogías progres” y no admiten discusión. Hay métodos probados para enseñar a chicos en desventaja, pero como no son “métodos progres”, no se aplican. Lo obvio no se aplica en la Argentina.
Hay corrientes que sostienen que corregir errores a un alumno es una forma de estigmatizarlo.
–Bueno, hay una serie de pavadas ideológicas. Eso es porque en la escuela hay un catecismo que te dice qué podés y qué no podés hacer. Recuerdo que, cuando yo trabajaba en la provincia, una maestra había puesto una cartulina con el abecedario. Vino la inspectora y armó un lío bárbaro. Decía que los chicos no tienen que aprender el abecedario. Parece que no hay que saberlo… (se ríe). La educación tiene una cosa de ritualización muy peligrosa: ritualiza lo tradicional o ritualiza lo nuevo.
Da la impresión de que en las escuelas y en las universidades se ha perdido la capacidad de debatir sobre estas cosas, de aceptar distintos criterios y de someter a discusión sus propias teorías.
–En principio, la escuela ha dejado de ser un espacio donde trabaja un equipo. Es un conglomerado de docentes y un director que hace mucho trabajo administrativo y muy poco pedagógico. Los inspectores se han transformado en controladores de las normas. Y no hay espacios de discusión. En los últimos años, antes de la pandemia, empezaron a conformarse redes de escuelas, y eso habilitó un trabajo conjunto y la discusión sobre determinados temas. También, por supuesto, habilitó la bajada de línea. Pero generó un espacio de discusión más cercano al aula. Porque otro problema es que la política educativa muchas veces no llega al aula. Se puede gastar mucha plata en una reforma que, finalmente, al aula no llega nunca. Una colega, Silvia Finocchio, hizo un estudio a los tres o cuatro años de haberse instrumentado la reforma de los noventa. Detectó que los cuadernos y las carpetas de los chicos seguían igual que antes de la reforma. Se habían cambiado los contenidos curriculares en todos los niveles educativos. La estructura burocrática no ayuda para nada. Esas redes permiten comparar resultados y habilita el control de pares.
«Para enseñar ajedrez se necesita un profesor de ajedrez, un coordinador de ajedrez y un ayudante de ajedrez. Todos cobran poquísmo, pero es 3 x 1»
¿Cómo se siente al plantear posiciones que van contra la corriente? Se lo pregunto porque, en el ámbito académico, levantar una voz disonante parece implicar un riesgo. Lo que debería ser natural se convierte casi en un acto de coraje y valentía.
–Yo tengo una historia de eso… Yo no puedo conmigo misma. Ya estoy grande, de manera que digo y escribo lo que pienso y se acabó. Pero, por supuesto, si estuviera en otro momento de mi vida sería muy difícil porque estoy en la lista negra de las universidades. Me preocupa que gente formada por mí sufra las consecuencias de haberme tenido como directora. Sufren las consecuencias en el Conicet y en las cátedras a las que pertenecen.
¿Hay listas negras en las universidades?
–Bueno, lo que hay es gente a la que se convoca y gente a la que no se convoca. Si yo esperara que me convocara alguna universidad, no existiría. Del lado de la universidad, nadie me pregunta ni cómo me llamo. Lo que más me duele es ver gente que se ha formado conmigo y que ahora ha quedado atrapada en el discurso único, sin poder pensar por sí mismos.
¿Qué representa el video de la profesora de La Matanza? ¿Qué nos muestra, más allá de lo que se ve a simple vista?
–No es más que una caricatura de algo que pasa mucho en las escuelas, sobre todo en las del conurbano. Hay mucha bajada de línea, y además una habilitación de la bajada de línea. Muchos docentes creen que eso es lo que deben hacer. Sienten que tienen la verdad revelada y que así iluminan a los chicos. Es muy parecido a lo que pasaba en la Argentina del 73. Yo me recibí y empecé a trabajar en el 73. Tanto en las escuelas como en las universidades se bajaba línea con orgullo. En una cátedra de Derecho Procesal, por ejemplo, en lugar de enseñar el Código de Procedimiento, se enseñaba la correspondencia entre Perón y Cooke. Yo creo que hay un momento en el que los argentinos optan por la épica. Entonces se desvaloriza el trabajo docente que debería iluminar verdaderamente a los chicos a través del estudio, de los argumentos, del debate de ideas contrapuestas, de la investigación y de los datos. Ese es el trabajo para hacer con los chicos, pero no se hace.
¿Se ha perdido el orgullo de enseñar?
–Antes el docente creía que enseñar era “su misión”. Hoy, como muchos creen que tienen “la verdad”, funciona una cosa pastoral: tengo que adoctrinar a estos chicos.
¿Por dónde se empieza para recuperar la educación en la Argentina?
–Lo básico es que la sociedad se haga cargo y empiece a reclamar. Tal vez se profundice el reclamo de los padres cuando vean que la escuela privada no está a salvo de la crisis.
¿Y los alumnos? Porque el episodio de La Matanza también muestra que hay estudiantes que se rebelan contra el adoctrinamiento y quieren que les enseñen.
–Ojalá, porque ahora hay una tecnología que les permite mostrar algo que antes no se podía. Antes, en el aula el docente hacía lo que quería. Hoy, el aula ya no tiene paredes porque tiene teléfonos. Puede ser que los chicos empiecen a reclamar. Y que lo hagan esos chicos, porque lo que vemos es que los del Nacional Buenos Aires han estado en absoluto silencio: habían salido a protestar con el discurso sindical, pero hoy se callaron la boca cuando les cerraron las aulas y los dejaron sin clases. Ahora tenemos una clase media que ha pasado a ser pobre; quizá sea la que salga a reclamar por lo que pasa en la escuela pública, y que los chicos sean un vehículo. Pero hay algo que es el temor, y es muy difícil de contrarrestar.
«Un chico puede pasar 13 años en la escuela y egresar sin haber aprendido las cosas más elementales: es como un simulacro educativo»
¿Y dónde percibe que hay más temor?
–Primero, entre los colegas. Muchos no quieren hablar por miedo a que los docentes o los sindicatos se ofendan. Es lo que ya sabemos: el autoritarismo del pensamiento único, que censura lo que no se ajuste a su catecismo. Pero además hay una gran simplificación para explicar las cosas.
¿Es un pensamiento único que además se ha vuelto más superficial; más teñido de eslóganes?
–Más elemental. Se ve incluso en esto del adoctrinamiento. Mi hijo, por ejemplo, tuvo un profesor de Historia que era marxista y les enseñaba el marxismo como “la verdad”. Pero los hacía leer, les daba argumentos, les explicaba. Hoy se hace a los gritos y con pensamiento berreta.
¿Qué les diría a los padres que están preocupados por la educación de sus hijos? ¿Qué pueden hacer? ¿Qué actitud o qué compromiso deberían adoptar?
–Yo creo que los padres deben estar muy atentos a que los chicos aprendan lo que esta época les requiere. Y creo que es importante que los padres valoren para los chicos no el facilismo sino la gratificación, que son cosas muy distintas. Que los chicos encuentren motivación y gratificación. Pero la verdad es que el futuro nunca había sido tan incierto. Yo tengo un nieto de cinco meses, y me pregunto ¿cómo será la vida de este chico? Lo que uno espera es que no seamos los marginales del futuro. Porque ese es el riesgo de la Argentina: convertirnos en los marginales del futuro.
Una oportunidad, después de un año con las escuelas cerradas
“Se ha perdido mucho, pero estamos a tiempo de recuperar”
Ha pasado más de un año con las escuelas cerradas. Cuando se le consulta a Guillermina Tiramonti sobre el impacto a largo plazo, dice que no todo está perdido y propone una alternativa. “Por supuesto que esto ha provocado costos emocionales en muchos chicos; también se perdieron habilidades cognitivas y el hábito de la rutina escolar. Hay muchos chicos que no aprendieron cosas elementales. Pero el impacto a largo plazo dependerá de lo que hagamos a partir de ahora. Si hacemos planes coherentes, centrados en la recuperación de conocimientos básicos de la cultura y de los núcleos centrales de cada disciplina, los chicos podrían recuperar en poco tiempo lo que han perdido. Ahora, si seguimos ajustados a la estructura curricular, y creemos que tenemos que dar todo, es posible que los chicos terminen sin saber nada. Entonces creo que es el momento de promover un salto pedagógico y empezar a planificar la enseñanza de otra manera, con más trabajo en equipos, con enseñanza a través de proyectos creativos y con metodologías innovadoras. Esta podría ser una oportunidad”.
UNA “MAESTRA” DE ALMA
■ Guillermina Tiramonti ha sido profesora en escuelas secundarias y en cátedras universitarias. Como investigadora en educación, integró la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), donde dirigió programas de formación.
■ Integra, junto con destacados intelectuales y dirigentes, el Club Político Argentino
■ Propone que la escuela enfrente “el desafío de la modernidad”, con nuevos esquemas y contenidos que adecuen la enseñanza a las exigencias de la era digital.
■ Una experiencia docente que la marcó fue la de una campaña de alfabetización de adultos en una escuela de Villa Jardín en la ciudad de Lanús.
■ En 1975 fue expulsada de los claustros universitarios. Hasta la recuperación de la democracia se ganó la vida como profesora de nivel secundario en aquella escuela de Villa Jardín.
■ Afirma que la escuela del siglo XX ya no sirve para formar a los chicos de la era digital. “Hay que encontrar un híbrido entre lo viejo y lo nuevo”, dice. Y pone el acento en el estímulo y la gratificación para una propuesta educativa que incentive a los chicos. “En la escuela a la que fui yo, todo era esfuerzo y sacrificio. Eso no sirve para formar a las nuevas generaciones”.
– La Nación