El cine argentino, por ejemplo, llevó a la pantalla las figuras históricas de San Martín, Belgrano, Güemes, Sarmiento (Enrique Muiño, Alfredo Alcón, Pablo Rago, Pablo Echarry, Rodrigo de La Serna).
La literatura, la plástica, el cine, a menudo plasman en sus textos la vida de personajes ilustres. Esta transposición se torna casi imposible porque la dimensión de verdad se entrecruza con las fantasías, ideologías, estéticas de la producción y también del público receptor.
Todos recordamos aún la cuidada y bastante fiel interpretación de Alfredo Alcón como San Martín y Güemes. Sin embargo, en las últimas décadas, el cine de raíz histórica, urgido por la necesidad de tornar “humanos” a próceres y personajes destacados, cayó en interpretaciones no exentas de vulgaridad y superficialidad.
Hemos asistido a pobrísimas actuaciones que muestran (tal vez no por carencia de talento de los actores sino por prejuicios de dirección y desinformación) a San Martín hablando casi como el gaucho Fierro, cuando en realidad hablaba con acento peninsular pues había vivido prácticamente toda su vida en España; a Belgrano presa de ataques casi histéricos y usando un léxico y una gesticulación más cercano a los muchachos porteños de hoy que al léxico y a las maneras que debía de usar ese hombre culto y refinado, educado en Salamanca, hijo de ricos inmigrantes genoveses que había abrazado el ideario de mayo con una actitud casi mística, lo que lo llevó a luchar más allá de sus fuerzas, de su preparación, pues era verdaderamente lo que se entiende por un revolucionario, en el que los deseos, el cuerpo, la mente y el espíritu se unen en pos de una causa que a veces exige el sacrificio total.
Belgrano era exactamente esto: un revolucionario y también, un idealista, un hombre de esmerada educación, seguramente de gestos medidos y de palabras severas, reservado y discreto, jamás altanero y gritón, desorbitado e iracundo. Si bien es cierto que estas figuras que llegan al bronce fueron seres humanos, no se debe dejar de contextualizar la época, los estudios, el entorno social en cual se movieron. Sabemos de la formación militar de San Martín como oficial del Rey, sabemos de su acción destacada en la guerra contra Napoleón y por supuesto deducimos el ámbito social donde se movía, que, precisamente, no era nada vulgar o plebeyo.
Para los americanos y europeos será siempre el Libertador de América, y como tal vivió en Bélgica, Inglaterra y Francia, donde alternó en el llamado “gran mundo”, entre los que se contaban escritores como Balzac, filántropos como el marqués Aguado, y músicos como Rossini. Entonces, ¿por qué esa insistencia en mostrarlo con las características de un caudillo americano, como un gaucho de mirada fija, casi hosco e irascible? Tal vez si hablaba con los soldados usaba un nivel llano de lenguaje, hasta es posible que se haya expresado como un hombre de campo o un indio o un llanero, pero con un límite, porque en realidad era un hombre ilustrado, de acción y pensamiento, de mucho pensamiento, como lo demuestra su alto y genial desempeño en la estrategia militar.
Por eso, ¿por qué mostrar a un San Martín que parece un frívolo joven que intenta seducir a través de una mirada almibarada y cierta displicencia, falsamente recio? Ocurre que no se ha comprendido al personaje. En el afán de alejarlo del bronce y del mármol, lo tornan inverosímil, vulgar, lo humanizan tanto que desaparece el carácter, ese aspecto que vuelve única e irrepetible a una figura de la historia o de la literatura.
No es el aspecto físico el que está en juego de manera absoluta, (los retratos pintan a Belgrano como un hombre de cabellos rubios y ojos azules, a San Martín como muy alto, de nariz recta y frente despejada), pero la construcción del héroe, tiene y tuvo que ver en algún punto con su cuerpo (recordemos la expresión juvenil y decidida del rostro del rostro Che con su mítica boina).
Los retratos y otros íconos afirman esta necesidad de asentar el aspecto fisonómico del personaje. Los antiguos romanos esculpían el rostro de sus emperadores y hombres destacados de las armas y de las letras de tal manera que contribuían a fijar sus cualidades sobresalientes: frente alta como símbolo de inteligencia, los gestos decididos a través de las manos y el rictus de la boca, etc. La mirada altiva y un poco torva de los bustos y retratos de Napoleón Bonaparte, por ejemplo, construyen la imagen de autoridad ilimitada del emperador.
Hay retratos bastante fieles de San Martín y Belgrano, ¿por qué no estudiar entonces la minada, el gesto, la posición de la cabeza, de las manos, la forma de los ojos, de la boca, de la frente, de la vestimenta? Ricardo Rojas, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre nos han dejado extraordinarias semblanzas sobre San Martín y Belgrano. ¿Por qué no leer esos textos con atención para comprender a estos personajes de nuestra historia, para lograr una interpretación cabal, en el cine y también en la literatura?
Liliana Bellone