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domingo, noviembre 24, 2024

«Uy, me olvidé de casarme!”: las relaciones de pareja hoy

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“Nos encontramos ante un desorden de las pautas del cortejo”, señala la autora, en el marco de situaciones como “la posibilidad de demorar la edad del matrimonio”; “la desidealización de la alianza conyugal” o “la tendencia hacia la búsqueda ‘racionalizada’ de un o una compañera adecuada”.

Por Irene Meler *

Asistimos a un nuevo tipo de consulta, donde mujeres jóvenes, atractivas, educadas y exitosas, recuerdan de pronto que el tiempo pasa y… ¡han olvidado que debían casarse!

Esta postergación del propósito de constituir una pareja estable y de tener hijos revela hasta qué punto el vínculo amoroso, pese a los reclamos manifiestos, ocupa un espacio psíquico secundario en el sistema de ideales propuestos para el yo de las nuevas mujeres.

Vemos, entonces, una modalidad de malestar cultural propia de la modernidad tardía. Hoy en día, los jóvenes educados e insertos en el mercado laboral coinciden, en términos generales, en considerar que su construcción como sujetos socialmente autónomos es una prioridad con respecto al establecimiento de relaciones amorosas. En el caso de los varones, esta tendencia no hace sino continuar con un criterio que ya estaba en vigencia a comienzos del siglo XX. Un hombre debía formarse e insertarse en el mundo social y productivo, antes de decidir que estaba en condiciones de casarse y de tener descendencia. Lo novedoso es que hoy muchas mujeres elaboran, de modo implícito, un proyecto de vida semejante. La construcción de una subjetividad compleja, apta para competir en el sofisticado mercado de las empresas transnacionales, lleva tiempo y esfuerzo.

La tendencia hegemónica en el capitalismo contemporáneo, si bien ha incorporado a las mujeres al mercado, consiste en una universalización del estilo subjetivo masculino. Encontramos una liberación femenina cuyo costo ha sido resignar los ancestrales valores de la feminidad para incorporarse, aunque sea como socias menores, al club androcéntrico. Esta integración tiene un aspecto jubiloso, en tanto implica superar el estatuto subordinado de las abuelas y de algunas madres, pero también ocasiona problemas subjetivos e interpersonales inesperados.

Las parejas modernas, las que se unieron hasta la década de 1960, estuvieron sostenidas, en gran medida, por la mistificación del amor por parte de las mujeres. Durante la modernidad, mientras que el trabajo fue el gran asunto de los varones, el amor era preocupación central de las subjetividades femeninas. Esta actitud no resulta sorprendente, ya que la ubicación social de las mujeres dependía por partes iguales de su nacimiento y de la alianza conyugal que lograran concertar. El camino de los logros personales estaba cerrado, y conquistar a un varón exitoso hacía de ellas “la esposa del doctor, del ingeniero o del empresario”, una forma de compartir el estatus alcanzado por el marido, cuya carrera sostenían con convicción, ya que formaba parte de una sociedad conyugal indisoluble. Si bien todavía existen muchas parejas establecidas sobre este tipo de contrato (Ana María Fernández, La mujer de la ilusión, 1993), se observa que tienden a desaparecer.

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El correlato de la dependencia social y económica de las mujeres que integraban aquellas parejas que he denominado “tradicionales” (“Parejas de la transición. Entre la psicopatología y la respuesta creativa”, revista Actualidad Psicológica, 1994) fue la idealización de la masculinidad y la estructuración de un proyecto de vida cuyo eje era seducir y retener a un marido. Emilce Dio Bleichmar (El feminismo espontáneo de la histeria, 1985) señaló que tener un hombre exitoso, o al menos algún hombre, fue un ideal central en el sistema de ideales del yo de las mujeres tradicionales. En ese sistema simbólico, los varones deseaban a las mujeres, pero sus reaseguros narcisistas derivaban del grupo de pares: sus referentes eran los otros varones. Un líder político o un empleador exitoso que abriera oportunidades laborales podía (y aún puede) gozar del mismo tipo de lealtad y admiración, por parte de sus seguidores, que aquella que las mujeres dedicaban a sus compañeros. Mientras que ellas eran “mujeres de un solo hombre”, ellos eran “hombres de…” tal o cual líder político o económico.

El amor se nutría, tal como lo describió Freud (Introducción al narcisismo, 1914), de la satisfacción de las grandes necesidades vitales. Los sujetos hegemónicos se mostraban remisos a comprometerse, ya que su capital simbólico (Pierre Bourdieu, El sentido práctico, 1980) era elevado.

Las mujeres, bien lejos de la inaccesibilidad narcisista descrita por Freud en 1914, sostenían la institución conyugal con su dependencia y con la idealización de su proveedor. Pero llegaron los tiempos del desencanto. En la llamada posmodernidad, los dioses han caído, pese a los espasmódicos intentos fundamentalistas por reciclar su culto. Este proceso puede abrir un camino hacia una existencia social menos mistificada, pero sin duda entraña riesgos que han sido descritos por Dany-Robert Dufour (El arte de reducir cabezas, ed. Paidós, 2007) como “desimbolización”. Los ideales laicos que consistían en utopías de paridad social se han revelado difíciles de alcanzar. El mundo del mañana se parece de modo algo siniestro al de ayer, en tanto las relaciones de dominación, de explotación y su versión innovadora, la exclusión, continúan generando pobreza. Un correlato de esta situación se observa en el campo de las relaciones amorosas. El lema de las mujeres anarquistas, “Ni Dios, ni patrón, ni marido”, parece cumplirse, y como todo sueño, presenta en ocasiones ribetes de pesadilla.

En algunos casos, la estrategia para superar la amenaza de soledad es una especie de reciclado de la subordinación de género acotada al ámbito privado. Así como algunas jóvenes disimulan sus credenciales universitarias a la hora de seducir, al elegir pareja impostan una dependencia que no existe de modo efectivo; y aceptan varones con menores atributos fálicos de lo que sus aspiraciones demandan. He planteado que las relaciones tradicionales entre los géneros pueden modificarse con mayor facilidad en el ámbito público y que, por el contrario, es en el terreno de la intimidad amorosa, de la constitución del deseo, donde el nexo entre erotismo y dominación resulta más resistente al cambio (“El ejercicio de la sexualidad en la posmodernidad. Fantasmas, prácticas y valores”, en Psicoanálisis y género. Debates en el Foro, Lugar Editorial, 2000). Esto se expresa en lo que comúnmente se denomina “una cierta necesidad de admiración hacia el varón”, que sustenta el deseo femenino. Pero admirar no es tarea fácil para mujeres que han obtenido considerables logros personales y que encuentran varones severamente fragilizados.

En efecto, la masculinidad contemporánea atraviesa por una de sus crisis periódicas (Elizabeth Badinter, XY La identidad masculina, ed. Alianza, 1993): la retracción del empleo y las transformaciones del mercado laboral han afectado de modo adverso las ocupaciones masculinizadas.

Los emblemas fálicos de los varones resultan insuficientes, a lo que se suma que la apreciación de las jóvenes sobre los logros masculinos se genera desde una experiencia donde las realizaciones educativas y laborales ya no parecen metas inaccesibles para ellas.

Nos encontramos entonces ante un desorden de las pautas del cortejo, o sea de la articulación moderna entre dominación masculina y producción de deseo. En relación con la disminución de la presión social hacia la conformidad, la creciente aceptación de la diversidad que abre la posibilidad de demorar la edad del matrimonio, y la desidealización de la alianza conyugal, se observa una tendencia hacia la búsqueda racionalizada de un o una compañera adecuada. Es lo que François de Singly ha denominado “un nuevo matrimonio de razón” (“Un nouveau mariage de raison”, Dialogue Nº 77, 1982).

Ese autor observa en los jóvenes franceses una sucesión de convivencias ensayadas a título experimental, tendencia que se encuentra también entre nosotros. Si los integrantes de la pareja no se sienten satisfechos, esa relación caduca y se busca otro ensayo, con el objetivo de encontrar, finalmente, una persona adecuada para formalizar un proyecto en conjunto. Una vez cuestionado el prestigio del amor-pasión, se reflota así la racionalidad para la elección de pareja. Pero esta vez no se trata de una razón patrimonial, ni, como en tiempos premodernos, de aportar para el engrandecimiento del linaje. Los individuos posmodernos intentan ser razonables como una estrategia para evitar los traumas derivados de las rupturas amorosas, con los que estos hijos de la generación del divorcio se han familiarizado (en su sentido más literal).

Los fracasos conyugales de la generación de sus padres los han traumatizado y ellos son cautelosos a la hora de comprometer sus afectos y desplegar ilusiones. No es necesario que haya existido un divorcio maligno entre sus padres. En muchos casos, la experiencia de amigos o parientes basta para alertar a esta generación contra los padecimientos derivados de las ilusiones totalizadoras, y el odio que con frecuencia surge cuando éstas claudican.

La reserva puede derivar en ocasiones en una actitud especulativa, donde las consideraciones sobre las dotes físicas de los candidatos o candidatas se unen con reflexiones sobre la familia de origen de la posible pareja, su salud mental, su situación económica y su prestigio. Cuanto mayores sean los logros personales en la educación y en el trabajo, más caro se vende el sujeto en el mercado matrimonial. Esta tendencia se observa sobre todo entre algunos jóvenes varones exitosos, que requieren un proceso terapéutico que los ayude a superar, ya no, como antes, la represión del deseo sexual, sino la desestimación del afecto. Esta dificultad para el vínculo amoroso que se puede observar en lo que constituye el sector central de las generaciones jóvenes, o sea aquellos que están calificados, insertos en el sistema y que pueden considerarse de algún modo privilegiados, parece manifestación de una civilización desencantada, que ha obtenido y continúa logrando sorprendentes progresos tecnológicos pero que aún no ha perfeccionado las tecnologías para la construcción del sí mismos y presenta un serio déficit en el refinamiento del lazo social.

Los nuevos individuos son, como ya decía Winnicott (ob. cit.) un logro histórico. Cornelius Castoriadis (Psicoanálisis, proyecto y elucidación, 1998) también consideró el sujeto autónomo como una producción social-histórica no siempre presente. Emergiendo de las identidades colectivas que caracterizan a los pueblos llamados “primitivos”, los nuevos individuos disfrutan de un mayor margen de reflexividad y de voluntad.

Como cada época presenta sus formas particulares de malestar cultural, el que nos toca vivir pasa por un extravío de la individuación: el individualismo extremo. Tal vez, cuando aumente la masa crítica de mujeres que participan en todas las áreas de la experiencia social, sea posible superar la hegemonía del logos masculino. La experiencia ancestral de los trabajos de relación, que ha caracterizado a las mujeres en función de su inserción en el parentesco y del ejercicio de la maternidad, podría, entonces, ser incorporada al imaginario colectivo.

* Presidenta del XI Congreso Metropolitano de Psicología, que la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires efectuará en julio de 2008. Coordinadora del Foro de Psicoanálisis y Género (APBA).

– Fuente: Boletín del Colegio de Psicólogos de la Prov. de Salta

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