¿Qué significa la expresión “pensamiento crítico” hoy? ¿De qué manera esa noción –que otrora identificábamos fácilmente con nombres como el de Sartre, o el de los miembros de la Escuela de Frankfurt, o el de Fanon, o el de ciertos pensadores “comprometidos” de América latina o el Tercer Mundo– se ha transformado (y algunos opinan que se ha desvanecido) junto a las profundas transformaciones (pero, ¿son realmente tan profundas?) que ha sufrido el mundo en las últimas décadas, desde la “caída del Muro (de Berlín)” hasta la de las Torres Gemelas (y todas sus consecuencias), pasando por la reconversión tecnológico-financiera del capitalismo y la llamada “globalización”?
Y, más precisamente: ¿qué quiere decir todo eso hoy y aquí? ¿Qué es un pensamiento crítico propiamente latinoamericano? ¿En qué se asemeja y diferencia de otras formas “regionales” (europeas e incluso “eurocéntricas”, por ejemplo) del pensamiento crítico?
No seremos los primeros ni los últimos en hacer estas preguntas. Tampoco en aclarar que en el resto de este texto no se encontrarán las respuestas, sino más preguntas sobre estas preguntas. Y eso no porque nos complazcamos en ninguna ética –o estética– de la incertidumbre, sino porque un replanteamiento de las desventuras del pensamiento “crítico”, hoy, demanda un talante ante todo interrogativo –sin que eso nos impida en modo alguno hacer ciertas aserciones, a veces fuertes.
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Empecemos por identificar lo que tenemos de un lado, el “lado” de lo que en otra época se hubiera llamado la base material. Está lo que Istvan Mészàros ha llamado el proceso sociometabólico del Capital (y no solamente del capitalismo, puesto que la lógica de ese proceso puede anteceder tanto como sobrevivir a los regímenes sociopolíticos que se identifican con ella): un proceso que incluía a los denominados “socialismos realmente existentes”, y que por supuesto va mucho más allá de la economía, para colonizar el entero “mundo de la vida” hasta en sus rincones más íntimos, bajo la lógica matricial del fetichismo de la mercancía, esa verdadera metafísica del capital (Mészàros, 2002).
Ese proceso sociometabólico ha entrado en su fase de crisis terminal.
Este, como se verá, no es un enunciado irresponsablemente optimista –ni, mucho menos, pesimista–. Es sencillamente la constatación de que aquel proceso sociometabólico ha llegado a su límite. Y lo ha hecho sin que todavía se haya logrado articular –tanto en términos teóricos como de praxis social-histórica y político-cultural– un modelo contrahegemónico viable de sustitución del lazo social articulado en los últimos quinientos años sobre la base de la “religión de la mercancía”.
De esa religión que, aunque “weberianamente”, se pueda pensar que tuvo su propia condición de emergencia “espiritual” en alguno –o en todos, cada cual a su manera– de los grandes monoteísmos universales, es la religión que en toda la historia ha calado más hondo en el funcionamiento “objetivo”, inconsciente, de todas y cada una de las prácticas humanas.
Esa es la radical diferencia específica de la religión del capital respecto de cualquier otra: que, como diría Foucault del poder (¿y de qué otra cosa estamos hablando?) no se limita a impedir, a reprimir, a encuadrar o a dominar a los sujetos: los produce, de manera homóloga a como Horkheimer y Adorno, en las páginas célebres de “La industria cultural” –un concepto que para ellos, como el de plusvalía o fetichismo para Marx, tenía un alcance filosófico, incluso ontológico, descomunal– teorizan los modos en los que la racionalidad instrumental no solo crea “objetos”, sino sujetos para esos objetos (Horkheimer y Adorno, 1997).
Es una religión, pues, para la que no hay, no puede haber, porque su lógica intrínseca ni siquiera contempla la posibilidad, ateísmos, agnosticismos, herejías, debates de secta: todas esas cosas están, por definición, dentro del templo, porque no se trata en ella de la fe o la creencia –o de la falta de ellas–, sino de eso que ahora se llama el biopoder: sucintamente, la organización misma de la vida –y de la muerte– humana bajo el sociometabolismo del capital, y para la que se dice que “no hay alternativa” (¿se puede pedir mayor fundamentalismo que éste?).
Y es una religión que ya no apela, siquiera, a la persuasión o al consenso ideológicamente construido, porque solo le interesan las conductas reproductivas, “proactivas”, del sociometabolismo: como si hubiera recogido perversamente aquella lección irónica de Pascal, que recomendaba nunca tratar de persuadir a un agnóstico, sino simplemente obligarlo a entrar en la iglesia, hincarse ante el altar y rezar, porque entonces “ya va a creer” (y en efecto, ¿qué remedio le queda al pobre agnóstico? Una vez que ha llegado hasta allí, es imposible ser como antes; como hubiera dicho Borges: “No abras esa puerta, porque ya estás adentro”). Una religión que no reclama ni siquiera, pues, obediencia, puesto que no contempla otra opción: actuar, vivir, dentro del sociometabolismo del capital, es ya obedecer.
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Del otro lado, la reflexión filosófico-cultural de las últimas dos décadas ha abandonado progresivamente el terreno de lo Político, ese en el cual aún podía esperarse la creación de alguna alternativa al capital (que ya no era la de los “socialismos reales”, cuyo mayor malentendido, por no estar atentos o ser impotentes para hacer la distinción, fue la de creer que salir del capitalismo era suficiente para sustraerse a la “jaula de hierro” del capital): terreno absolutamente imprescindible para la misma supervivencia de la humanidad, si es que se acepta la premisa de que el capital no es “reformable”.
No estamos diciendo, sencillamente, que se haya abandonado a Marx: desde ya que ese “abandono” nos parece lamentable, pese a las muchas “correcciones” que el propio Marx no solamente necesitaría, sino que él mismo demandaría (otra cosa son nuestros “marxismos” más o menos oficiales, que creen, aun al cabo de sus múltiples e insistentes crisis, seguir estando en plena posesión de un conjunto de verdades acabadas: ellos son, por lo tanto y por definición, incorregibles).
Finalmente, todavía no tenemos –ojalá así fuera– una teoría crítica del capital que pudiera al menos competir con la de Marx por el puesto de lo que Sartre llamaba “el horizonte insuperable de nuestro tiempo”. No es algo para estar orgullosos.
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Y el pensamiento, se sabe, aun el más pretendidamente “crítico”, entra en pánico ante el borde de lo absolutamente real, que ya no parece reconocer la existencia de ninguna posible mediación.
Como dice León Rozitchner: cuando el mundo no sabe qué hacer, la filosofía no sabe qué pensar.
Esta es una frase que recupera, con precisa economía, la diferencia decisiva introducida por los dos únicos pensadores (habría que decir: “pensadores-actores”) de la modernidad europea, Marx y Freud que –cualesquiera hayan sido sus “errores”– nunca concibieron siquiera la posibilidad, no digamos ya la pertinencia, de una teoría “pura”: toda teoría, para ellos, es, lo sepa o no su autor, una teoría de la práctica –de la práctica, para colmo, social: como indica claramente Sartre, la filosofía contiene siempre un “momento” político, en el sentido más amplio y más estricto de un intento de organización, en el plano del discurso y del pensamiento, del aparente caos de las fuerzas sociales que estructuran lo real– (Sartre, 1964).
Aquí nos ocuparemos, sobre todo, de lo que suele llamarse el “pensamiento”: de su especificidad a menudo irreductible de manera especular a mero “reflejo” de la praxis social; incluso de las maneras en las que a veces el pensamiento puede anticipar, otras resultar un exceso o un “suplemento” respecto de las prácticas sociales.
Pero deberá siempre tenerse en cuenta la –quizás, en muchos momentos, desconocida y aun incognoscible– relación entre ambos, esa que le da su sentido etimológico a la canónica expresión de “autonomía relativa” (vale decir, autonomía en relación con) del pensamiento y el discurso: esa relación, lo sabemos, puede también ser de ausencia o de “forclusión”; pero está allí, desplazada, “metonimizada” en algún imaginario a través del cual, tarde o temprano, lo real “retorna de lo reprimido”.
Para retomar, pues: la enorme dificultad del pensamiento llamado “crítico”, hoy, parece ser que ese retorno se está produciendo a una velocidad tan vertiginosa y dramática que, en efecto, “el mundo no sabe qué hacer”, y “la filosofía no sabe qué pensar”.
También esto se lo debemos al capital, desde el principio.
El régimen, la lógica, la “ontología” misma del capital es por excelencia despolitizadora: desde al menos Hobbes en adelante, el triunfo de la “sociedad civil”, vale decir de la “economía política”, es el exilio de lo político –no decimos del Estado, que, como lo advirtió perfectamente Marx, es la funcionalidad autónoma de la economía política.
La modernidad, esa lógica cultural del capitalismo temprano, pivotea sobre la reducción de lo político a la política, es decir a la técnica, es decir a la economía política.
En Hobbes, al menos, esta operación todavía constituía un problema, al cual había que encontrarle solución.
A partir de Locke, queda eliminada la pregunta: la “sociedad” se da por hecha (la astucia del “doble contrato” permite que su constitución ya no sea problemática), y la política es poco más que su apéndice administrativo.
Va de suyo que no tenemos la pretensión soberbia de ser los únicos en haber advertido la dificultad.
De hecho son muchos los que –sobre todo, con toda lógica, en los círculos intelectuales “periféricos”– manifiestan su inquietud, su desazón o su angustia por esta impotencia de la teoría crítica.
Tal vez –es solo una ocurrencia súbita– el problema sea exactamente el inverso: es una heredada omnipotencia (“iluminista”, por llamarla de algún modo) del pensamiento de los “intelectuales” la que ahora, por contraste, hace parecer impotencia lo que quizá sea –y no es que sea poca cosa– una ¿cómo llamarla? dislocación.
En el sentido, queremos decir, de que la sociometabólica del capital se ha tragado la propia “máquina de pensar” productora de teoría crítica.
No nos estamos refiriendo a los “traidores”, a los “vendidos”, a los “conversos” o a los “arrepentidos” que sueñan –y normalmente son frustrados en sus aspiraciones– con poner el capital de su lado (¿y no es esa la más irrisoria y patética de las soberbias?
¡Como si el capital los necesitara, o le importara un bledo de su pensamiento!
Ya no estamos en tiempos de los “ideólogos”, ya el capital no requiere racionalizaciones ni justificaciones que, en la situación actual, son completamente inverosímiles: el capital, simplemente, sigue adelante; y precisamente por eso la crítica más importante, hoy, es la que podamos hacernos entre nosotros, los que decimos estar “del mismo lado”): de esos idiotas inútiles habrá siempre, y no tienen ninguna importancia.
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Como sea, ¿qué es ese Lo Político que habría que repensar? ¿Cómo siquiera empezar a definirlo?
Digamos de él por lo menos esto: implica como mínimo el doble esfuerzo de, primero, alterar los modos de pensamiento de la sociometabólica del capital para hacer des-naturalizables sus evidencias: “no hay alternativa” debe convertirse en una verdad solamente para los personificadores del capital; y segundo, por lo tanto, hay que imaginar el funcionamiento real de las posibles alternativas, de esa reanudación del “lazo social” sobre otro metabolismo.
Esta última es la tarea más difícil: semejante imaginario, para aspirar a algún grado de eficacia, requiere del diálogo permanente –y, en ese diálogo, de una también permanente redefinición– con las fuerzas sociales capaces de ponerlo en práctica; y, como decíamos, el grado de goce identificatorio de las masas con el capital (que no es alterado sustantivamente por las muchas y heroicas formas de resistencia a los “errores y excesos” de la explotación) es inauditamente poderoso: ningún “sistema” anterior había logrado inscribirse tan indeleblemente en la gramática libidinal de los sujetos sociales, de modo que todos, hoy, hablamos y pensamos en la lengua del capital. Y, se sabe, no es empresa sencilla inventar una nueva lengua.
Para colmo, no tenemos, por así decir, antecedentes sintácticos, un “código” sobre el que recostarnos mínimamente.
Creímos, alguna vez –con todas las críticas y las reservas que correspondieran a una voluntad extradogmática–, tenerlo en eso que se llamaba, muy vagamente, la “revolución”.
Pero las revoluciones realmente existentes, las que sí se hicieron –otra vez: con todo el heroísmo innegable de los casos particulares-históricos–, como se pudo y por fuera de nuestras ensoñaciones purificadoras, nunca lograron generar esa nueva lengua (salvo, tal vez, como ocurrió bajo el stalinismo, bajo el régimen entre mediocre y siniestro de la NeoLengua orwelliana): porque identificaron lo político con la política, porque creyeron que bastaba por ejemplo cambiar el régimen jurídico de propiedad privada por el de propiedad estatal, quedaron enredadas en la sociometabólica del capital.
No advirtieron que el “Estado moderno” –que no puede ser considerado como mero y “superestructural” instrumento–, bajo cualquiera de sus formas múltiples y maleables, es una parte constitutiva e íntima– y no una “superestructura” en relación de exterioridad– del capital.
Más allá del capitalismo no es más allá del capital: en los estados burocrático-autoritarios de los “socialismos reales” las “estructuras de comando” de este último permanecieron inalteradas en lo esencial, y para peor, como consecuencia del aislamiento, sin opciones para su necesario y explícito autoritarismo, también a veces, como sabemos, precipitado en el Terror de Estado: “Stalin” (por darle a ese nombre su valor emblemático) fue una función del capital. Como lo fue, sin duda, “Hitler”.
Pero con esta diferencia cualitativa –no nos dejaremos arrinconar en la teoría de los dos demonios del totalitarismo: hay un solo totalitarismo, y es el del capital–: de Marx no era indefectible que se dedujera “Stalin”; de “Hitler”, sólo podía salir Hitler. “Stalin”, pues, es la máxima astucia de la razón del capital.
De cualquier manera, hay que sincerarse: hoy ya nadie cree seriamente en la “revolución”, al menos en el sentido “clásico-moderno” que tuvo ese concepto a partir de su invención por la Revolución Francesa.
Si la socialdemocracia la abandonó hace un largo siglo, cierta micropartidocracia de izquierda “revolucionaria” –que se sigue llamando a sí misma así por inercia: en verdad es una suerte de marginalismo luddita que ha dejado hace mucho de leer a Marx, Lenin o Trotsky, no digamos ya de leer la “realidad”– mantiene la palabra a flor de labios, pero a guisa de degradado significante flotante en busca de su significado.
La clase obrera internacional –la que queda– hace mucho que ha justificado la irónica expresión adorniana de un “marxismo sin proletariado”: está demasiado ocupada en sobrevivir como sea, o demasiado aplastada por el peso de lo que otrora llamábamos la “burocracia sindical”, o demasiado –y con razón– harta de ser un puro monumento de mármol erigido en memoria del sujeto histórico.
Los “nuevos sujetos sociales” (muchos de ellos nada flamantes en su en-sí, pero descubiertos en las últimas décadas como para-sí) –las mujeres, los sujetos “étnicos”, los “pueblos originarios”, los “verdes”, los piqueteros, los desocupados, los “globalofóbicos”, los foro-social-mundialistas, los gays y lesbianas, los transexuales, los “intervencionistas urbanos”, los squatters, ¡y hasta los hackers y los “consumidores”!– pueden ser, en muchos casos, muy y bienvenidamente radicals, decididamente simpáticos y expresivos de la diversidad y multiplicidad sociocultural, así como de la crisis de una(s) política(s) impotente(s) para representarlos, o de unas multitudes inclasificables y amorfamente inarticulables, etc.
Incluso, como los indígenas –es el caso reciente de Bolivia, parcialmente de Ecuador–, pueden acercarse a la casa de gobierno.
Pero, seamos realistas y veamos lo posible: ninguno de ellos, ni una hipotética articulación unificadora entre todos, cuestiona de manera decididamente revolucionaria el sociometabolismo del capital.
Aquí hay que rendirse a la evidencia, aun la más empíricamente “científica”: en un sentido estrictamente “marxiano”, si el resorte fundamental del capitalismo es la fórmula plusvalía/explotación/alienación del trabajo, la “revolución” en la que se estuvo pensando la hará el proletariado, o más vale que pensemos en otra cosa.
Por supuesto: esa “revolución” en la que se estuvo pensando no tiene por qué ser la única posible.
Y no está escrito que esos “nuevos-viejos” sujetos –muy en particular indígenas y afroamericanos, que ocupan ese singular lugar sin-lugar que pugna hoy por recuperar su historicidad diferencial canibalizada por la historia de los vencedores– no puedan concebir y construir nuevas formas de articulación con el proletariado.
Pero los mecanismos, las formas de praxis, los propios objetivos y la teoría de esa otra “revolución” tendrán que ser replanteados.
Hay que inventar, pues, esa “nueva lengua” sin código previo (no es del todo imposible: ciertas formas del arte lo han hecho varias veces; el problema es que, desde el Renacimiento para acá, esas formas quedaron siempre ocultas en la sociometabólica del capital: ahora hay que ir a buscarlas al Museo).
La “revolución”, en los diversos sentidos en que la (mal)entendimos, ya no es el significante que pueda inspirarnos.
Tal vez, y con alguna razón, no queramos –como hubiera propuesto Freud– renunciar a la palabra, sabiendo que es el primer paso hacia la renuncia a la cosa. Pero entonces, hay que volver a pensar la “cosa”. Es otra manera de decir: volver a pensar Lo Político.
Seamos fastidiosos: no es lo que se está haciendo. No es, al menos, lo que estamos haciendo quienes pasamos por “intelectuales críticos” (ya deberíamos saberlo de sobra: no basta anunciarse como “crítico” para que la palabra tenga efectos). Los que siguen pensando en aquella “revolución”, lamentablemente, ya no cuentan: no es solo que ya no son estorbo alguno para el capital, sino que distraen de la verdadera tarea a los que quisieran serlo. A los que quisieran pensar hacia adelante esos hipotéticos “estorbos”.
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Eduardo Grüner – Sociólogo, ensayista, crítico cultural. Profesor de Antropología del Arte (Facultad de Filosofía y Letras, UBA) y de Teoría Política II (Facultad de Ciencias Sociales, UBA). Ex director y actual miembro del Comité Académico del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA).
– Rebelión