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martes, octubre 22, 2024

Camerata Lazarte y el Opus 1 de Vivaldi

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Lunes 15 de abril a las 20 hs. en el Salón Victoria del Teatro Provincial.

Con los auspicios del Ministerio de Cultura y Turismo de la Provincia de Salta, la aclamada Camerata Lazarte continuará su ciclo de Sonatas Trío Barrocas 2013 interpretando las Doce Sonatas opus 1 de Antonio Lucio Vivaldi. Participarán Gerardo Solórzano en primer violín, Isabela Lemos en segundo violín y el Maestro Julio Lazarte en bajo continuo y comentarios. Cabe destacar que el Maestro Lazarte estrenó los ciclos integrales de las “Sonatas Manchester”, del Opus, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11 y 12, como así también ciclos de cantatas y música religiosa de Antonio Vivaldi.

Como en todas las presentaciones de la Camerata Lazarte, la entrada es libre y gratuita.

Venecia era cuna importante de un florecimiento artístico, humanístico y cultural como pocas ciudades en Europa en el siglo XVI. En esa tradición es que surge el fundador de la Escuela Compositiva Veneciana, el compositor y violinista Giovanni Legrenzi, a quien seguirán Antonio Lotti, Antonio Caldara, Giorgio Gentili y Tomaso Albinoni. En ese mundo es que Vivaldi da a luz su primer opus, a los 25 años inmediatamente después de haberse ordenado sacerdote. Emplea como modelo a seguir la música de Arcangelo Corelli, considerado internacionalmente como el gran maestro compositivo de la época; y es así que en 1703 Vivaldi inicia su producción en forma de “sonatas de cámara a tres”, un modelo similar al de la sonata de iglesia pero sin los rigores del contrapunto y con la presencia de las danzas de la suite barroca. Este conjunto sonatístico está dedicado al Conde de Brescia, Annibale Gambara donde la partitura original publicada en 1703 se extravió pero la reedición se hizo en 1705 a cargo de Giuseppe Sala en Venecia. Sin embargo la edición de Etienne Roger de Amsterdam de 1715 es la que se utiliza actualmente, ya que la edición anterior se conserva incompleta.

La característica principal de las doce sonatas que conforman esta primera serie es la de seguir como modelo el preludio corelliano, la brevedad de las gavotas, las gigas en estilo imitativo, las courantes al estilo barroco inicial, las alemandas de diversidad rítmica, las sarabandas en su modelo allegro, y por sobre todo el de tener una invención melódica diferente de la de sus predecesores, de perfil muy pregnante y claramente derivado de la tradición vocal. Es particularmente notoria la duodécima sonata la que, rompiendo el molde formal, está escrita como un tema con variaciones. Sin embargo, no se limita a una cadena de variaciones sino que les asigna a cada una la posición específica en el conjunto con el fin de manipular puntos de tensión y de clímax. El tema de partida es una sarabanda y chacona anónima, la “Follia” (la locura), danza de origen portugués del siglo XVI.

En definitiva, este Opus 1 de Vivaldi muestra por primera vez al público veneciano un estilo único, original y de enorme teatralidad que lo haría esencial en la historia de la música como lo demuestra su plena vigencia en nuestro tiempo.

La popularidad actual de Antonio Vivaldi es una consecuencia de varios factores. Uno de los principales ha sido la atención que desde hace tiempo le han dedicado los musicólogos. Pero la popularidad suele pasar facturas de incomprensión. Vivaldi, para Stravinsky, había sido, por ejemplo, un compositor que escribió 500 veces el mismo concierto. Nada más falso. Pero, además, la facilidad con que Vivaldi sigue comunicándose con el público doscientos setenta y dos años después de su muerte en Viena en 1741, a los sesenta y tres años de edad, está basada en unas pocas obras de su extensa producción.

La música veneciana, que ya en el siglo XVI conoció cimas de excelsa calidad, logró formar en la era del barroco uno de los puntos de referencia indispensables tanto en Italia como en toda Europa. Y en su contexto es donde la obra de Vivaldi adquiere toda su plenitud. Vivaldi, la eficacia de lo sencillo. Jamás un compositor ha pasado del más absoluto –e injustificado- de los olvidos a gozar, casi sin solución de continuidad, de una popularidad como la que en la actualidad disfruta Vivaldi. Esta popularidad extrema, que ha convertido a las Cuatro estaciones -ya populares en su época- en la primera «superventa» dentro del campo de la música clásica, y a los conciertos con música de Vivaldi en un remedo de los conciertos de rock por el entusiasmo y juventud de su público, comienza a tener como reacción inmediata una actitud de infravaloración de la música de Vivaldi por parte del público musicalmente cultivado: la consideración del “Prete Rosso” como un músico menor, atractivo pero trivial y de escasa importancia. Nada más lejos de la realidad, porque Vivaldi, además de ser uno de los compositores de mayor vitalidad de la historia -lo que explica el consumo desenfrenado de su música por parte del espiritualmente anémico hombre del siglo XX- y músico sumamente ingenioso y original, desempeña una función clave en la historia de la música, cuya trascendencia sólo iba a ser comprendida por
hombres de un talento tan peculiar como el de Juan Sebastián Bach, capaz de interesarse en grado sumo por una personalidad tan antipódica a la suya como era la del “Maestro della Piéta”. La importancia de Vivaldi estriba en el hecho de haber inventado -o al menos haber desarrollado- el concierto veneciano para solista, lo que significa no sólo el antecedente directo del concierto clásico, sino además el precedente inmediato de la forma sonata.

A partir del concierto vivaldiano, el desarrollo de la forma sonata bitemática era ineludible, y con ella el desarrollo del clasicismo musical y de sus grandes géneros instrumentales: la sonata, el cuarteto, el concierto, la sinfonía… Si Telemann es el gran pionero del clasicismo en lo estilístico, es Vivaldi el que deja abiertas las puertas a la nueva música en el terreno de la forma, de la estructura musical, y ello mediante una invención tan sencilla como aparentemente empobrecedora: la estructura de «ritornelli» que domina en sus conciertos. Una de las claves de la música de Vivaldi es su comercialidad, derivada a su vez de la vocación comercial y el gusto por la espectacularidad -y por la escenografía que define a toda la ciudad, y por el momento definitivo-, medio de supervivencia en la explotación del turismo y en la exportación de sus bienes, que eran en los siglos XVII y XVIII de índole fundamentalmente cultural: la música que satisfaciera e impresionara a los extranjeros que visitaban Venecia, que a menudo le comprarían o le encargarían obras que llevarían a sus países con la misma naturalidad con que un turista de hoy se lleva como recuerdo un cristal de Murano; una música que atrajera a los impresores del norte de Europa, que habían de vender muchos ejemplares para amortizar el coste de las ediciones. Estas exigencias comerciales no supusieron un detrimento de la música, sino, antes al contrario, la búsqueda de una gran eficacia en su estructura. Para la historia del arte, el tener que defender un mercado, la necesidad de mantener su rentabilidad -no cultural, como se dice ahora, sino económica-, de adaptarse a los deseos del público, con frecuencia no ha supuesto un rebajamiento, una concesión,
sino un saludable ejercicio de efectos revitalizadores: a diferencia de las demás artes de nuestro tiempo, y justamente por no haber sido considerada como tal, es el cine la única que no ha podido desentenderse de la reacción del público, y probablemente por esto, la más fructífera de todas ellas.

No hay nada que recuerde tanto a la situación de la cinematografía en nuestro tiempo como el panorama de la ópera veneciana en época de Vivaldi. Venecia, auténtico Hollywood del teatro musical, abre por primera vez al público las puertas de un teatro de ópera -el de San Cassiano- en 1637, convirtiendo el más pedante, rebuscado y artificioso recreo de la nobleza en diversión del ciudadano corriente. En 1678 serían ya cinco los teatros de ópera, y a fines del XVIII nada menos que catorce: la ópera se convertía pues, por primera vez, en un espectáculo popular, de público bullicioso y apasionado, en el que los títulos se renovaban constantemente, con no demasiadas repeticiones y muy excepcionales reposiciones. Vivaldi, como tantos compositores venecianos, tuvo, al decir de Caffi, “un pie en la iglesia y otro en el teatro”; o más que un pie, puesto que su amante, o cuando menos su «compañera», para decirlo en léxico del siglo (del nuestro, claro), Anna Giró, era una célebre contralto y «prima donna» de la ópera del Sant Angelo. En esto, como en todo, Vivaldi no hacía sino seguir una tradición veneciana, puesto que muchos otros de los músicos venecianos de la época (Albinoni, Marcello, Caldara, Lotti) habían escogido como compañeras de su vida a cantantes.

Efectivamente, Vivaldi fue, tal vez en primer lugar para sus contemporáneos, un compositor de óperas, aunque su música teatral sea hoy apenas conocida del público (como es el caso de Haydn y de tantos otros compositores, cuya dedicación a la escena está olvidada). No debe extrañar esta intensa actividad operística, que no entra en conflicto con la condición de sacerdote. Vivaldi es un ejemplo prototípico del clérigo mundano dieciochesco que en la hedonista Venecia encuentra su versión más acabada. Vivaldi no sólo fue autor de una cincuentena larga de óperas (él habla de 94 en una carta de 1739, incluyendo «pasticcios»), sino que además ejerció como empresario de ópera, lo que, como más adelante veremos, había de costarle caro cuando se desataran las iras del cáustico Benedetto Marcello, cuyo panfleto II Teatro alla moda (1720), publicado de forma anónima, provocaría la ausencia de la música de Vivaldi de los escenarios venecianos durante varios años. Vivaldi es el objetivo fundamental de esta sátira, en la que el acaudalado y culto «nobile dilettante di contrapunto» caricaturiza y denuncia, con tanto ingenio como malevolencia, el mundo de la ópera veneciana, del que permanecía al margen. Junto al cultivo de la música teatral -dominada en la Venecia de la época, al menos desde Cesti, por la rígida compartimentación en recitativos y arias, con su inevitable sucesión de acelerones y frenazos en el desarrollo de la acción dramática y por el uso y el abuso del «aria da capo- encontramos en Vivaldi al autor de música eclesiástica. Distanciado -a pesar de que su padre era violinista de la orquesta- de la música de San Marcos, acaso demasiado oficial y rígida para lo que su personalidad arrebatada podía admitir, y cuya titularidad como maestro de capilla había recaído en el mediocre Antonio Biffi, que iba a ocupar este cargo durante casi toda la vida adulta de Vivaldi, nuestro músico encontró ocasión de componer música religiosa para su Ospedale della Pietà, incluso asumiendo por cuenta propia las obligaciones de los “maestri de cori” que no le correspondían.

La música religiosa de Vivaldi, que en ocasiones es magistral y dotada de sincera emoción -como en el caso del maravilloso Stabat Mater, para contralto y cuerda- está, al uso de la época, influenciada en alto grado por el mundo de la ópera y del concierto. Su relativa religiosidad parece perseguir antes la espectacularidad, la brillantez capaz de dejar boquiabiertos a los visitantes extranjeros, que la expresión de un sentimiento estrictamente religioso. La religiosidad de Vivaldi y de la Venecia dieciochesca no eran demasiado ajenas a las cosas de este mundo, ni se sentían en modo alguno incompatibles con la suntuosidad pomposa de los rasos carmesíes, ni con la solemne escenografía de la más espectacular de las liturgias, de la que la música era ciertamente ingrediente imprescindible: de otro modo el templo habría desmerecido en exceso de la inevitable confrontación con el teatro, donde los tramoyistas eran capaces de cambiar trece veces de decorado en una sola representación y de conseguir prodigios con sus “machines for flying in the ayre”, como testifica el viajero inglés John Evelyn. La vocación sacerdotal de Vivaldi parece, por lo que sabemos, haber sido algo tibia: él mismo reconocía no haber dicho misa tras su ordenación más que “durante un año y poco más”, arguyendo en su descargo una “stretezza di petto” que no le había de impedir sin embargo dirigir conciertos, tocar con desenfreno el violín, realizar numerosos viajes o mantener relaciones con una cantante. Es el conde Orloff el que ha relatado la célebre y no inverosímil anécdota según la cual el cura pelirrojo había abandonado la misa para anotar en la sacristía un sujeto de fuga que le rondaba la cabeza. Cario Goldoni, que nos ha dejado el retrato más vivo, aunque algo caricaturesco, de nuestro músico, nos lo pinta “rodeado de música y con el breviario en la mano”, haciendo un alarde de fingida beatería. Relata el célebre dramaturgo cómo Vivaldi, al verlo entrar “se levantó, se santiguó, dejó el breviario y me hizo el saludo de rigor”, y cómo hacía gala de unaextraordinaria versatilidad para pasar de las preces a los negocios operísticos: “ Hágame el favor de dejarme ver su drama (dice Goldoni).” “-Sí, sí, desde luego… ¿Dónde está metida Griselda”. Estaba aquí… “Deus in adjutorium meum intende. Domine… Domine…” Estaba aquí hace un momento… “Domine ad adjuvandum…” “¡Ah, aquí está! Vea señor, esta escena de Gualterio y Griselda; es una escena interesante, conmovedora”. El autor ha colocado al final un aria patética, pero a la señorita Giraud no le gusta el canto triste y querría un trozo de expresión, de agitación, un aria que exprese la pasión por medios diferentes.

A pesar de la importancia y volumen de la música religiosa y, más aún, de la música teatral de Vivaldi, donde indudablemente encontramos al músico genial, al colosal innovador, es en el terreno de la música instrumental, especialmente en el campo del concierto más que en el de la sonata, donde el magistral antecedente de Corelli no consigue ser superado. Es curioso que se haya criticado a Vivaldi aquello que lo hace más innovador y original. Así, Benedetto Marcello, en su Teatro alla moda, recomienda irónicamente lo que considera grandes defectos del arte vivaldiano: los acompañamientos al unísono, tan característicos de nuestro autor; la eliminación de las cuerdas graves en los pasajes de acompañamiento, en que el bajo es encomendado -por ejemplo- a los violines segundos y en los que las voces se cruzan a menudo provocando armonías extrañas y peculiares inversiones de los acordes; las largas cadencias, que anticipan la cadencia del concierto clásico y que dan pie al desarrollo virtuosístico de los instrumentos solistas; los efectos especiales tan arraigados en la efectista y espectacular tradición musical véneta desde tiempos de Gabrielli o Monteverdi, tales como ecos, empleo de sordina, extrañas mezclas tímbricas, etc.; o como el empleo de instrumentos raros, lo que no sólo otorga una variedad y colorido extraordinarios a la música de Vivaldi (es el caso de la viola de amor, de las violas “all’inglese”, del “chalumeau”, de los violines “in trombamarina”, de los trombones “da caccia”, de la mandolina…) sino que, además, amplió de manera extraordinaria la técnica de infinidad de instrumentos: la música de Vivaldi sigue figurando entre lo más audaz y exigente de la literatura del fagot, del violonchelo, de la flauta, el óboe o el fagot.

Por otra parte, con frecuencia han sido incomprendidos muchos de los rasgos más extraños de la escritura de Vivaldi, que a menudo lo que denotan es una audacia, una libertad y un sentido del humor extraordinarios: pasajes de octavas o quintas paralelas, unísonos de afinación imposible, virtuosismo exacerbado, casi intocable… Frans Briiggen pone el dedo en la llaga cuando, con motivo de su grabación de los maravillosos Concerti da camera, escribe: “Teníamos la sensación de tocar algo así como neobarroco del modo como pudieron haberlo compuesto Stravinsky o Milhaud y, sin embargo, ¡esta música había sido escrita hacia 1720! Música barroca con arreglo barroco; este doble efecto de espejos nos chocaba y nos regocijaba a la vez. Más de una vez rompimos en carcajadas durante la grabación cuando se señalaba nuevamente el comienzo de una secuencia sin fin, cuando una voz instrumental se hacía independiente o se manifestaban totalmente inejecutables. A veces Vivaldi era más innovador que compositor: dejó a un lado todas las reglas del gusto de su tiempo y escribió unas formas totalmente inusuales y unas instrumentaciones poco corrientes”.

Esta vitalidad, este ingenio, este poder de caricatura, esta capacidad para reírse de su propia sombra y para trascender su propia época, colocan en un lugar de excepción a Vivaldi, junto a Rossini, Milhaud, Poulenc y pocos más, entre los contadísimos compositores de la historia capaces de aplicar a la música una considerable dosis de sentido del humor sin empobrecerla ni traicionarla. Nada de cuanto se ha dicho o escrito sobre Vivaldi es tan torpe como la célebre censura de Stravinsky –tomada a su vez de Dallapiccola- según la cual “Vivaldi podía escribir la misma forma muchas veces”, porque ataca a nuestro músico precisamente en el terreno en que las consecuencias de su genio son más incuestionables y trascendentes: el de la estructura musical. En primer lugar, no es en modo alguno desdeñable el cultivar una misma forma centenares de veces con la frescura, originalidad y variedad con que lo hizo Vivaldi, sin la enfermiza obsesión de los artistas modernos -desde finales del siglo pasado hasta ahora- de inventar constantemente nuevas formas y procedimientos; en segundo lugar, es fácil, con la música de Bach, Haydn, Mozart, Beethoven o Brahms en la mano, desdeñar los hallazgos de Vivaldi, perdiendo de vista con singular miopía que sin el concierto veneciano nada de esto sería concebible.

La lucha de la historia de la música por crear formas musicales amplias que poseyeran coherencia interna, que permitieran que la música tuviera una estructura dramática, un argumento, ha sido larga y costosa, aunque la historia ha menospreciado sistemáticamente esta capacidad extrañamente adquirida por la música poco tiempo después de lograrla. Me gusta decir que si un oyente llega a una sinfonía clásica unos minutos después de su comienzo, podría preguntar a su compañero de butaca: “¿Qué ha pasado?”, del mismo modo que lo hace el espectador teatral o cinematográfico. Pues bien, esta actitud, que denota la adquisición por parte de la música de una estructura dramática, comienza a tener sentido con la génesis del concierto veneciano. No se trata ya de las consecuencias que había de tener el esquema en tres movimientos según la disposición lento-rápido-lento, adoptado definitivamente por la forma concierto y tomada por los venecianos de la sinfonía con que a modo de obertura comenzaban las óperas; no se trata ya del diálogo y la contraposición entre solista y orquesta, como entidades mucho más independientes y autónomas de lo que eran en el otro gran modelo de concierto barroco, el
“concerto grosso” corelliano. Se trata de la estructura de “ritornelli” a la que nos referíamos al comienzo de este comentario. Para ponerla en práctica Vivaldi clarifica y simplifica el estilo de manera extraordinaria, lo que le convierte en un músico de armonía sencilla y contrapunto elemental, en beneficio del establecimiento de grandes bloques armónicos de sintaxis tan sencilla y clara como funcional.

El siguiente paso, de colosal trascendencia en la historia del clasicismo y el romanticismo, es el empleo de temas breves, fácilmente recordables e inmediatamente reconocibles, condición imprescindible para lograr la coherencia interna del conjunto e iniciar el proceso modulatorio que está en las raíces de ese sentido dramático conquistado por la estructura musical. Así, los movimientos -en especial los primeros movimientos- de los conciertos de Albinoni y Vivaldi demuestran una elaboración extraordinaria. Como señala Arthur Hutchings, el gran estudioso del concierto barroco, «los tuttis iniciales de Vivaldi y Albinoni están más elaborados y llenos que los de ningún otro antes de Bach». Esta estructura de “ritornelli”, en que un motivo fundamental que se repite en diferentes tonalidades, ampliado o variado, se alterna con motivos secundarios o pasajes de virtuosismo, hace posible la coherencia interna del concierto veneciano, inmediatamente adoptada por la mayor parte de los compositores contemporáneos. Este método, tan sencillo como eficaz, permitió a Vivaldi concebir, en palabras de Hutchings “tuttis iniciales de ideas contrastadas pero conectadas orgánicamente, que pueden más adelante ser desconectadas y después vueltas a unir en un orden diferente”. En esta elemental pero importantísima sintaxis, en esta gramática parda de la forma concierto, hemos de ver el germen de la forma sonata bitemática, cuya aparición no se hará esperar mucho tiempo. Sería descabellado pretender, con Stravinsky, que el inventor de tamaño ingenio hubiera sido capaz además de trascender su genial hallazgo.

Esta trascendencia fue en cambio inmediatamente percibida por un músico tan alejado de Vivaldi como Bach, cuya capacidad armónica y contrapuntística sin duda daba muchas vueltas a la del veneciano; y, sin embargo, la pasión con que Bach se puso a “deshacer” los conciertos de Vivaldi y los otros venecianos revelan la importancia que concedió a su mecanismo interno. Forkel, en su biografía de Bach, da cuenta con lucidez del inmenso influjo ejercido por la música de los venecianos en la obra del cantor de Leipzig: “Los ensayos de composición de Bach fueron muy defectuosos, como son todos los comienzos… Desde muy temprano comprendió que los galopes y carreras por el teclado no podían conducirle a nada, sino que serían el orden, el sentido de la unidad, el de un encadenamiento lógico, los que habría que subordinar a los pensamientos musicales. Sobre todo comprendió que tenía necesidad de una guía para llegar a este fin. Los «concerti» para violín de Vivaldi, que acababan precisamente de publicarse, fueron para él esa guía necesaria. Había oído hablar tanto ellos como admirables composiciones que concibió, en consecuencia, la idea de arreglarlos para teclado. Entonces fue cuando estudió el tratamiento de las ideas, sus relaciones, las pautas de modulación y otros muchos artificios de composición. Las modificaciones que creyó necesario aportar a las ideas y los giros propios de la escritura para violín, poco apropiados al clave, le enseñaron a pensar en términos musicales; tanto que después de haber terminado este trabajo ya no tuvo que esperar a que sus dedos le suministraran ideas, sino que, por el contrario, sabía encontrarlas en su caudal propio”.

Si el mundo musical hubiera visto con la clarividencia no ya de Bach, sino del mismo Forkel, la importancia histórica de Vivaldi, no se habría privado durante dos siglos del colosal placer que la música del “Cura Pelirrojo” es capaz de provocar.

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