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jueves, octubre 10, 2024

Hay en “Línea materna” un territorio de lo femenino-andino

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Madre-abuela-hija y un ritual de pequeñas deidades que circulan por ambientes cotidianos. Hay algo del realismo mágico en la dramaturgia de Claudia Peña. Los títeres son representaciones míticas de mujeres corrientes en sus quehaceres, en sus padeceres y en la herencia dramática del vínculo.

“Línea materna” es una obra de simbologías en la que lo extraño se vuelve normal. Las mujeres pagan un tributo que aparece simbolizado en un elemento carnal: el pellejo. Perder la piel es la metáfora del dolor, del pago a la vida que a su vez se plantea en la rutina del trabajo, las enfermedades de la vejez, la primera menarca, la soledad y la desilusión. Las transiciones son dolorosas.

En el cuerpo de las mujeres con aire de esculturas indígenas, panzonas y regordetas, se simboliza el paso del tiempo, la fecundidad, la vida y la muerte. No aparece la belleza como virtud, no es un atributo físico de valor, muy por el contrario; se realza la fealdad como una crítica a la Barbie imperialista, modelo impuesto comercialmente. Desde este punto de vista, hay un hallazgo cualitativo en la puesta. Y desde esta visión “naturalizada” de la fealdad, hay una búsqueda del efecto de realidad que provoca esta imagen, sin photoshop. No por nada ellas están desnudas. Y la abuela, es la única que usa zapatitos rojos, otro símbolo que esta vez asesta en la sexualidad, pero en la pérdida de la sensualidad que no quiere ser enterrada, sí al menos recordada como signo de vida. Es una variante del juego. Es la negación de la muerte. La abuela se niega a dejar de ser una mujer vital. No quiere dejar de ser, mucho menos quiere dejar de ser mujer. Esa es la cualidad que ninguna de ellas pierde. Sus generaciones son matriarcales. Pero cuando la hija llora por el varón, rompe la tradición y el matriarcado existe por apropiación “ilegítima” de la necesidad de supervivencia ante ausencia de varón y no por derecho propio. La abuela condensa la sabiduría y le da consejos a su nieta. La madre, personaje que lleva la carga pesada del hogar, no quiere ser alivianada, porque el mandato es el sufrimiento. Pero la hija le “enseña” que eso, no es ley. El matriarcado o línea materna, es una cuestión de actitud.

Aquí, sobre el tablero, las piezas están colocadas de otra manera. La figura del varón es de otro cuento. Es un bufón. Responde al ideal de belleza impuesto, se somete a la “domadora” de circo, no piensa y encarna su propia comedia.

El trabajo técnico se visibiliza claramente en la sincrónica manipulación de los títeres por parte de Sofía Lajad y Carolina Sató (dirigidas por Claudia Peña), encargadas de dar vida a sus personajes; en la miniaturización del complejo lumínico; en la cuestión escenográfica y en los detalles sutiles de la construcción de mecanismos (méritos de Fernando Arancibia). El montaje es particular. Reproduce el ciclo vital femenino perfectamente encajado en una línea espacial. La casa, el circo y el parque cobran la misma dimensión.

Las titiriteras en sus intervenciones como personajes, se muestran inexpresivas, como si todo aconteciera en un laboratorio. Forman parte del mundo mítico, un territorio que nunca deja de ser femenino. Lo racional supera a lo emotivo y el lugar de lo sensorial, es ocupado por lo visual.

Los geniecillos de La Faranda esta vez sorprenden con una dramaturgia que ancla en la singularización de los personajes y en la búsqueda de nuevos horizontes que muestran el arte desde otro lugar, plurisignificativo, alejado de puestas tradicionales. La historia que se presenta sencilla en apariencia, reviste la complejidad del tratamiento y se enmarca en un trabajo de mayores exigencias intelectuales. Profundo. Notable. Original.

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