El último gran tabú de la salud pública argentina se desvanece. Y los médicos empiezan a debatir y plantear el aborto desde una perspectiva científica y sanitaria.
Cuando era estudiante de Medicina de cuarto año, en 1974, Mario Sebastiani conoció los peligros de la interrupción de embarazos en condiciones precarias. Había entrado como practicante al Hospital Larcade de San Miguel, en el conurbano bonaerense, y en la primera guardia le mostraron a una paciente que tenía una infección generalizada. “Pregunté el motivo. Y me dijeron que se había puesto una sonda para abortar”, recuerda. “A lo largo de los siguientes tres años, en el mismo hospital, pude ver a diez mujeres que murieron por esa causa. Ahí aprendí que la principal responsable de esas muertes era la clandestinidad”.
En un terreno atravesado por el secretismo, el desdén hacia los derechos de la mujer, el cálculo mezquino, los devaneos retóricos por el estatuto del embrión y los temores a la sanción legal, religiosa o social, el obstetra del Hospital Italiano, docente de la UBA y presidente de la Asociación Argentina de Ginecología y Obstetricia Psicosomática se convirtió en un activo impulsor de la despenalización del aborto. Esa militancia, confiesa Sebastiani, no está exenta de costos políticos y ha sido “el fracaso más importante de mi vida”. Pero lo mueve una certeza: “Si el hospital atendiera esta problemática, habría muchos menos abortos y muertes maternas”.
En la línea de Sebastiani, un número pequeño pero creciente de colegas empiezan a romper el silencio sobre el último gran tabú de la medicina argentina. Trascienden las prescripciones de la Iglesia, eluden discusiones estériles y enfocan el aborto desde una perspectiva científica y sanitaria. Traen la realidad del consultorio, son sensibles al dolor de las pacientes y eligen comprender antes que juzgar. Ninguno está a favor del aborto, aclaran, pero reconocen que mantener esa intervención afuera de la ley y del sistema de salud pública es una catástrofe. Saben que algo hay que hacer.
El síndrome de Mondor resulta tristemente familiar para los ginecólogos y médicos de guardia en la Argentina: describe la falla orgánica múltiple y a menudo letal que se desencadena en el curso de 24 a 48 horas de una infección post-aborto. La médica Mariana Romero, investigadora del CONICET y del Centro de Estudios de Estado y Sociedad (CEDES), nunca se olvida de la primera vez que trató a una paciente devastada por la complicación.
“Eran las 3 de la madrugada. Yo estaba haciendo el internado rotatorio en un Hospital de Rosario. Recibí a una chica de 17 años, muy pálida. Me dijo que tenía un embarazo de cinco meses. Y que una partera le había puesto una sonda, seis días antes. La derivé a los residentes de ginecología. Cuando a las 9 de la mañana fui a averiguar cómo estaba, ya estaba muerta. No lo podía creer”, recuerda.
– Newsweek. Por Matías Loewy