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sábado, noviembre 23, 2024

Ariadna Cháves: La musa de los pintores

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Deslumbró y fue retratada por dos de los más grandes pintores argentinos y por uno de los mayores artistas de Tucumán. Antonio Berni, Lino Spilimbergo y José Nieto Palacios fueron seducidos por la belleza de la tucumana que transformó esas experiencias en poemas.

Esos textos la convirtieron en una de las autoras destacadas de la provincia.

En esta entrevista habla de algunas de esas experiencias y de los libros que surgieron de ellas.

Ariadna Cháves me abre las puertas de su casa con genuina generosidad. Es una buena anfitriona y le gusta recibir visitas. Por supuesto, ella es el centro de atención de quienes nos acercamos hasta su domicilio en el oeste de San Miguel de Tucumán. Es una figura de la literatura tucumana que ha sabido ganarse un lugar destacado entre los escritores de su generación y que, con humildad, sabe reconocer entre ellos a sus mentores y amigos: Guillermo Orce Remis, Horacio Descole, Manuel Corbalán, Antonio Palacios, Arturo Álvarez Sosa, Leonor Vasena, entre otros.

La casa ocupa buena parte de su tiempo, repartido entre el jardín, que cuida personalmente, y las tareas domésticas que, confiesa, a veces la agobian demasiado.

Comenzamos nuestra charla, totalmente distendidos, alrededor de su escritorio, donde las fotografías rescatan fragmentos de su pasado, mirándonos displicentemente bajo el vidrio que las cubre.

Naciste en Tucumán…

– Sí, en la calle Congreso 553. Hasta hace poco todavía estaba allí la casa donde nací. Recuerdo que la puerta tenía cristales de Bruselas, simplemente porque no había en la Argentina… Era una casa preciosa…

Sin embargo, pasaste tu infancia en el Chaco por el trabajo de ferroviario de tu padre.

– Así es. Me deben haber llevado a los cuatro o cinco años. Y allí, en el campo, me senté una noche a mirar las estrellas y entonces me di cuenta que quería desaparecer, quería que me absorbiera el cosmos. Lloraba. Y sólo pensaba que quería desaparecer. Recuerdo que estaba sentada en una silla chiquitita, me levanté de la cama y me senté bajo la bóveda azul del cielo, que en el campo y en las noches del Chaco santiagueño, era extraordinaria. Y allí sentadita en esa silla chiquitita, quería deshacerme, confundirme con el cosmos. Yo no conocía aún la palabra cosmos, pero miraba el cielo, lloraba, y quería desaparecer, que me llevaran las fuerzas celestiales. ¡Qué misterio! No es literatura, eh, es real.

¿Y usaste todos estos elementos en tu primer libro?

– No, en realidad no. Mi primer libro de poesía representa, ante todo, la pasión. A mi niñez aún la tengo que rescatar. Desde que he venido a esta casa me dedico a la construcción, y a cuidarla. Pero todo eso continúa en mí.

Cuéntame de tu primer libro, ¿cómo nació?

– Canciones de la víspera apareció en abril de 1951. La edición estuvo a cargo de Violetto, una de las imprentas más importantes de Tucumán en ese entonces. Trabajaron a destajo: en un mes estuvo listo e inmediatamente salió a la venta.

¿Tenían algún canal de distribución?

– No sé, pero recuerdo que llegó hasta Rosario. Varias crónicas se hicieron eco del lanzamiento. Hizo capote entre los estudiantes de la Facultad de Filosofía. Los muchachos andaban con este libro bajo el brazo, porque era un libro de amor, audaz para la época. Y ellos recitaban de memoria los poemas. Te imaginarás que en la Facultad era considerada una «diosa». A partir de entonces ya no podía estudiar. Todo ese mundo de bohemios y artistas que comencé a frecuentar no me permitía estudiar. A veces entraba a clases, tarde, con un vestido rojo, de una tela que se ajustaba al cuerpo y que llegaba hasta debajo de rodilla… Te imaginas, ¡ahí nomás se interrumpía la clase! Me reía, me divertía con los relatos de mis compañeros cuando entraba a la facultad. Pero ya había publicado un libro y, para ellos, era famosa.

¿Qué relación existe entre tu primer libro y el pintor Carlos Castillo?

– Se llamaba Carlos Santor Castillo, le decían «Tocho» y en Perú fue un pintor muy importante. Él fue mi primera pasión. Un día me vio con una rosa roja y me pidió que posase para terminar «Yerma». Y le dije que sí. Iba todos los días a su taller, que estaba en el parque 9 de Julio, donde ahora está la Casa Municipal de Cultura. Tenía una habitación donde me cambiaba, me ponía una bata verde y debajo… ¡nada! Luego, salía al taller, me sentaba en una banqueta y dejaba caer la bata. Me quedaba dura. No movía ni un pelo. Y él hacía su trabajo en el lienzo. Al principio, sólo se dedicaba a pintar, pero, con el tiempo fueron apareciendo otras intenciones. Por supuesto que yo no accedía y me mantenía firme en mi negativa. Una tarde me invitó un whisky, luego otro… y nos terminamos una botella. Creyó que así me iba a doblegar, pero no, y él, quizá como sintiéndose herido en su orgullo, me dio una tremenda bofetada y me corrió del taller. No volví en un mes, aproximadamente. Cuando lo hice, fui directamente a la pieza donde me cambiaba, me desnudé, entré al taller, le pedí que se tendiese en la cama que había allí y, sucedió lo que tenía que suceder. Por eso digo que fue mi primera pasión. El libro está inspirado en toda esa experiencia.

¿Y después qué sucedió?

– ¡Quería que me fuese con él! Me pidió que fuera a la estación del ferrocarril y que, si había decidido acompañarlo, llevara mi valija. Me presenté con una rosa en la mano y una botella de grapa. Sin equipaje. Y así supo que no lo acompañaría. Él tomó la rosa pero rechazó la grapa. Volví a mi casa en compañía de Nieto Palacios. Era tarde, de noche y llovía intensamente. Volvimos caminando y en el camino Nieto abrió la botella de grapa. Él estaba acostumbrado, pero yo no. Sin embargo, nos tomamos la botella entera antes de llegar a mi casa. Nos sentamos en el umbral y nos quedamos hasta las cuatro de la mañana.

Me amanecí con Nieto Palacios y él se enamoró de mí. En realidad, Nieto estaba enamorado del batón verde… Bueno, ahí comenzó una relación con Nieto, un tipo medio «loco», pero ¡qué buen pintor! Aquí no se lo ha valorado…

Noto que, en tus relaciones amorosas, hay una constante con los pintores.

– Y no sé. Son coincidencias.

O tienes algo especial con los artistas plásticos.

– No. Coincidencias. No sé por qué. No sé por qué apareció Castillo, ni por qué, cuando lo despido, Nieto Palacios, que también era pintor, me acompañó. Y luego apareció Berni…

Volvamos a tu primer libro.

– Bueno, cuando se fue el tren, yo me encerré, tres días, viernes, sábado y domingo, tres noches en realidad, y así salió el libro. Le leí los poemas a Nieto y me dijo: Ya, como están los manuscritos, vamos a Violetto, te voy a presentar para que te hagan el libro. No, pero cómo lo voy a pagar. Con el primer sueldo, me dijo. Y así fue. La tapa es de Nieto y también las ilustraciones del interior. El se preocupó. Esa fue su forma de vivir ese amor que no tuvo. Colaborar con esto, porque él sabía que el libro era para Tocho. Puedes leer en el acápite: «No sé si estoy cerca o lejos de las cosas». Todo es así: no es literatura, es realidad que devino en literatura.

Berni te homenajeó haciéndote un retrato que aparece en la tapa de tu libro La flor al dueño. ¿Cómo fue tu relación con él?

– Fue breve pero intensa. Yo había viajado a las Termas de Río Hondo, donde debía encontrarme con Spilimbergo. Él me presentó a Berni y, según Berni, le impactó mi rostro expresivo. Recorrimos Las Termas y, por la noche, me enseñaba el nombre de las constelaciones. El era un apasionado de la astrología. Y así se inició el romance que me marcó para toda la vida. Fueron unos 15 días que vivimos en Las Termas, en una casa amarilla que él alquiló. En una carta que me escribió en 1959, me dice: «Yo creía que el erotismo, como el búho, despertaba sólo de noche…». Claro, él nunca había hecho el amor de día. En cierta forma, yo lo inicié, en medio del monte, tirados en la tierra entre las pencas y los árboles, bajo el cielo santiagueño. Es lo que pintó después en otro retrato que me hizo y que está en mi estudio. Bueno, después no separamos, quizá porque no estábamos destinados el uno para el otro. Cuando murió, me sentí muy mal. Murió de un modo extraño: estaba en un restaurante comiendo y se atragantó con una presa de pollo o pescado, lo llevaron a un hospital donde le hicieron una traqueotomía, con tan mala fortuna que murió.

Con todos los recuerdos en la memoria, Ariadna queda en su casa, pensativa y nostálgica mientras la noche avanza. Me despido hasta otro momento y prometemos concretar una serie de proyectos de la mano de su eterna poesía, de sus versos siempre apasionados y vigentes.

– Julio R. Estefan para LA GACETA – Tucumán.

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