Un paro cardíaco terminó con la vida de Seineldín, el ex coronel que entrenó a torturadores, peleó en Malvinas y atentó contra la democracia. A los 75 años murió ayer el ex coronel Mohamed Alí Seineldín, el inspirador de los carapintadas que se levantaron en armas para evitar el juzgamiento de los represores.
– Por Nora Veiras – 3 de septiembre de 2009 – Página 12
Formado como comando, fanático nacionalista y adorador de la Virgen de Luján, fue acusado de enseñar a torturar en Centroamérica, fue reivindicado como héroe de Malvinas, fue condenado a cadena perpetua por la rebelión de Semana Santa del ’90, fue indultado por el ex presidente Eduardo Duhalde y terminó enseñando tiro y desalojando campesinos contratado por terratenientes en Santiago del Estero.
Su nombre empezó a trascender cuando en 1987 desde Panamá, donde seguía desempeñándose como instructor militar, comandó el primer alzamiento contra el gobierno de Raúl Alfonsín. La citación judicial a los militares acusados de secuestros, torturas y asesinatos desencadenó la resistencia castrense cuando recién despuntaba la democracia tras casi ocho años de terrorismo de Estado. Sin embargo, su influencia en el interior del Ejército venía macerando desde hacía años. En el ’83, en una entrevista con la revista Ariel, destinada a los cadetes del Liceo Militar (reproducida en el ’87 por El Periodista), Seineldín desplegó su pensamiento:
– “La ley 1420 derogó la enseñanza católica obligatoria de las escuelas, quitando de esta manera la savia natural que sustentó durante siglos nuestra cultura occidental. Posteriormente, y a sólo un año de la Revolución Comunista de 1917, vino la Reforma Universitaria de 1918, yo creo que los resultados de esta descristianización los hemos podido comprobar con el producto que dio el terrorismo marxista-leninista que asoló nuestra Patria. Deben recordar que sus principales dirigentes salieron de la universidad”.
– “El país tiene dos instituciones básicas: la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Hoy las dos son atacadas, el enemigo es coherente en esto, el día en que ambas estén debilitadas, prácticamente nuestra Patria no existirá más. No se olviden de que aquí llegó el Adelantado español con la espada y la cruz. ¿Y a qué vino? ¿A matar y a destruir? ¡¡No!! Llegó para convertir a los aborígenes para hacerles conocer la verdad. Por lo tanto, la Iglesia y las Fuerzas Armadas conforman un sólo núcleo, debiendo ser estas últimas las continuadoras de las enseñanzas de Cristo”.
– “La Guerra Revolucionaria busca alterar o cambiar los valores impuestos por Dios y su accionar es tan viejo como el mundo mismo. Es la lucha del Bien contra el Mal, de los Hijos de la Cruz contra los Hijos de las Tinieblas, de Cristo contra el Anticristo”.
– “El Estado de paz no existe, es un anhelo, pues el Hombre y las naciones están en lucha permanente”.
Sus prácticas
Después de los levantamientos de Semana Santa y Monte Caseros en 1987, que había encabezado el entonces teniente coronel Aldo Rico, Seineldín, quien había compartido con él la “gesta” de Malvinas, hizo declaraciones en las que exigía una “solución política para terminar con el grotesco de que una situación de guerra como la que vivimos entre 1975 y 1980 se la juzgue con leyes propias de épocas de paz” y consideraba que la lucha antisubversiva fue una “guerra larga de miles y miles de pequeños combates, en la que vale todo”. Esos dichos le valieron una sanción. Sin embargo, las cartas ya estaban echadas y el crescendo continuó. En el ’88 lideró en persona la rebelión de Villa Martelli y negoció con el general Isidoro Cáceres. Allí surgió el primer encontronazo con el riquismo, que quería forzar un enfrentamiento para liberar a su jefe que estaba preso en Magdalena.
Con la llegada de Carlos Menem al poder, el nombre de Seineldín había empezado a circular como posible jefe del Ejército. El origen árabe del entonces coronel y su amistad con Zulema Yoma alimentaban toda clase de versiones. Menem le permitió recuperar la libertad, estaba preso por atentar contra la democracia, pero el idilio con el coronel se quebró en el ’90: en octubre Seineldín le envió una carta advirtiendo que “están dadas las condiciones para que sucedan acontecimientos reivindicatorios de tal gravedad, que ni usted, ni yo, estamos en condiciones de precisar”. Sesenta días de arresto fue la respuesta oficial pero nada lo detuvo.
Desde su prisión en San Martín de los Andes el 3 de diciembre de 1990 dirigió a sus hombres, encabezados por Gustavo Breide Obeid, a tomar el Edificio Libertador y parte del Regimiento de Patricios. Murieron 13 personas, entre ellas el teniente coronel Hernán Pita y el mayor Federico Pedernera, ambos leales, asesinados en Patricios. También murieron cinco civiles, cuando un tanque carapintada atropelló en la ruta Panamericana a un colectivo de la línea 60. Seineldín fue condenado a prisión perpetua. Estuvo tras las rejas trece años: uno en Caseros, cuatro en Magdalena y el resto en Campo de Mayo.
En el ’94, el ex presidente Arturo Frondizi intercedió sin éxito ante Menem para que lo indultará. Fue Duhalde, quien antes de entregar el poder a Néstor Kirchner firmó, en 2002, ese beneficio que borra la pena pero no el delito para Seineldín y también para Enrique Gorriarán Merlo, el líder guerrillero condenado por la toma del Regimiento de La Tablada en 1989.
Ya en el ’92, Seineldín se había volcado a la política. En prisión formó el Movimiento por la Identidad Nacional e Integración Iberoamericana. Reivindicaba el carapintadismo como “un sentimiento de resistencia a la opresión, a la injusticia, a la sumisión, a la corrupción, al deshonor”. Años más tarde, el canciller de Panamá, José Mulino, aseguró que “Seineldín fue uno de los principales instructores de tortura contra el pueblo civilista que exigía democracia y libertad”. Recordó que entrenó en ese país a un grupo militar cuya misión era torturar opositores al régimen del general Manuel Noriega.
“Nunca dejé de ser soldado, es un sello que llevaré hasta la muerte”, repetía Seineldín. Su predicamento se fue desdibujando al ritmo de su fanatismo religioso y de sus pronósticos apocalípticos sobre una tercera guerra mundial. Apoyó a su incondicional aliado Breide Obeid en sus sucesivas y fallidas candidaturas desde el Partido Popular para la Reconstrucción. Apenas recuperó la libertad desenfundó una poderosa Glock para enseñar tiro en un polígono de Lanús. Poco después lo contrató un empresario de la salud para estar seguro en sus otros negocios: despejar de intrusos sus campos en Santiago del Estero.
Una de sus últimas apariciones había sido en 2007, en un acto por Malvinas en Chubut, donde se abrazó con el ex jefe del Ejército Roberto Bendini. Fue un ícono de los militares forjados en la Doctrina de la Seguridad Nacional.
Equívocos místico-patrióticos
– Por Luís Bruschtein
Hubo generales que siempre entendieron perfectamente su lugar y lo aprovecharon.
Pero muchos militares, más ingenuos si se quiere, formados antes de los años ’80, siempre vieron a la sociedad civil como algo ajeno a ellos, incluso hostil, siempre equivocada, siempre banal. Fueron educados así por los otros generales que necesitaban una tropa dócil y con un complejo supremacista sobre la sociedad civil, porque durante más de cincuenta años lo único que hicieron fue usarlos para promover golpes y dictaduras.
Sobre todo entre los militares que estaban en actividad proliferaron ideologías reaccionarias, desde algunas falsamente nacionalistas hasta otras también elitistas pero desde un falso republicanismo.
Todas esquemáticas como fórmulas matemáticas, esotéricas por su escasa adhesión a la realidad y a lo conocido y todas basadas en la supremacía de la casta militar, una altura desde la que se podía ver mucho más que desde el llano de los civiles. Lo paradójico es que estas teorías eran enseñadas por civiles.
Cuando alguno de estos militares hablaba de política, profería un galimatías místico, heroico y ascético-patriótico que asustaba o producía risas o no se entendía. Ningún golpe triunfante fue encabezado por este tipo de ideologías esotéricas, pero sus acólitos fueron usados para instalar y defender a todas las dictaduras que hubo en esos cincuenta años. Y todas esas dictaduras tuvieron siempre el mismo signo, que se ponía en evidencia con sus ministros de Economía que no eran nada esotéricos, heroicos ni ascéticos. Y menos patrióticos.
Mohamed Alí Seineldín vivió a caballo de estos equívocos.
Con el nombre de un profeta musulmán representó a un católico integrista ferviente, que llegó a decir, incluso, que la virgen le hablaba.
Cuando empezaba su carrera, se tomaba tan a pecho la disciplina cuartelera que hasta sus mismos compañeros lo cargaban. Le gustaban las armas y el sacrificio, le gustaba hacer guardias y hasta llegaba a cubrir las que debían hacer algunos de sus camaradas, que lo conocían y se aprovechaban de esa debilidad.
Su última aparición pública, en mayo de este año, en la presentación del libro Estévez, vida de un cruzado, explicó que “hay una guerra entre Dios y el Demonio, que ayer se dio en Malvinas y hoy se da entre Estados Unidos y China”, una guerra en la que “el poder judío” tendría una importancia decisiva. Fue muy duro con el kirchnerismo y aseguró que para triunfar, Argentina deberá tener “gobiernos probos”.
En definitiva fue un falso nacionalista que defendió la dictadura del ministro Alfredo Martínez de Hoz.
Algunos de sus aliados fueron Carlos Menem, a quien después confrontó, y el Partido Comunista Revolucionario (PCR), cuya brújula infalible llevó luego a este grupo a aliarse con la Sociedad Rural.
En la política del absurdo criollo, Seineldín representaba al sector nacionalista de las Fuerzas Armadas, igual que la Sociedad Rural a los pequeños productores del campo. En esa especie de esquizofrenia sectaria, los equívocos propios son completados por los equívocos de otros, cada quien con su delirio mesiánico de iluminados y complotados.
Seineldín fue un contrasentido, alguien que pensaba que defendía lo que en realidad ayudaba a sojuzgar, una especie de nacionalista-entreguista, igual que un izquierdista de derecha, de los que suelen abundar también.
En ese aspecto expresó a un sector de las últimas camadas militares de los años ’70. Ni siquiera fue expresión de las verdaderas corrientes nacionalistas que hubo en el ejército y que fueron representadas por los generales Manuel Savio, Enrique Mosconi o Juan Perón.
Y su celebridad durante los años ’80 no fue más que el pálido reflejo de la decadencia del Partido Militar que lo había formado. Los carapintada fueron nada más que eso. Un reflejo patético y tardío del terror de los años ’70. Los hombres que decían que reivindicaban Malvinas pero que en realidad luchaban por Martínez de Hoz.
El pensador irrelevante
– Por Sergio Kiernan
Uno de los cansancios que generaba Mohamed Alí Seineldín era tener que aclararles a los extranjeros que no, no era un fundamentalista islámico sino un fundamentalista católico. Y después aguantarse las especulaciones sobre cómo un hijo de inmigrantes con semejante nombre se hace fanático de la peor versión de la fe dominante en el país, se hace militar y se hace nacionalista hasta el borde indefinido del fascismo.
Seineldín hubiera sido un oficial reaccionario más si no fuera por Malvinas, la guerra que perdió y lo radicalizó.
Según contó él mismo en su memoria de combate, el coronel ya era un insoportable maníaco religioso cuando aterrizó en las islas. Quizá por la tensión de la situación, terminó teniendo visiones místicas y a cada momento se hincaba a rezar con sus colimbas. Que por supuesto tenían que hincarse también. Como todo extraviado, Seineldín rememoró orgulloso con qué fe rezaban sus soldaditos y nunca se le pasó por la cabeza que lo hacían por obligación.
Como para vengar la afrenta inglesa, el coronel se dedicó a combatir la democracia, peligrosa noción de la sinagoga radical.
Aunque al principio daban la cara el más elemental Aldo Rico y un elenco de mayores y capitanes que más que nada gruñían, pronto quedó claro que Seineldín era el alma del movimiento carapintada. No aparecía en público porque oírlo hablar era notar su extravío existencial, su necesidad de medicación y un lugar silencioso. Pero era el “ideólogo”.
La última rebelión carapintada tuvo algo de búsqueda del martirio, tema que Rico evitó con astucia.
Solito, Seineldín asesinó civiles y militares, y logró ser el único golpista en la historia argentina que fue reprimido por las fuerzas armadas. Su nombre, paradoja de paradojas, quedó asociado al final de una época de pronunciamientos, fragotes, chirinadas y golpes.
Preso y luego indultado, el coronel se dedicó a pensar y a escribir.
De sus penosos párrafos –escribía peor que Caponnetto, sin ir más lejos– se desprende un difuso fascismo, antisemita y corporativo, tan diluido en un misticismo de estampita que nunca llegó a hilarse.
Seineldín fue una persona que no entendía siquiera que hubiera otras diferentes y consideraba una utopía vivir entre los que parecieran iguales a él. Cuando podía, como cuando rezaba en Malvinas, ni siquiera veía las diferencias. Irrelevante y olvidable, quedará como otro negador de la realidad intentando vender sus prejuicios como ideología.
No me bombardeen el casamiento
– Por Sandra Russo
Nos casábamos ese día, 3 de diciembre, a las dos de la tarde. Nos despertamos temprano, por los nervios. Vivíamos en la Boca y nos casábamos en el Registro Civil de la calle Rincón. No encendimos la radio hasta media mañana. El sol ya estaba a pleno, pero queríamos saber cuánto calor iba a hacer ese día. Fue entonces que nos enteramos.
El levantamiento carapintada que lideró Seineldín yace en mi memoria con la confusión con la que fue vivido. Me casaba. La primera y la única vez. Y del nerviosismo de aquel día recuerdo menos el arroz que los disparos que se llegaban a escuchar cuando íbamos de La Boca a San Cristóbal.
El Gallego era fotógrafo, así que la mitad de nuestros invitados eran fotógrafos. No fueron porque estaban cubriendo el levantamiento. Todos nuestros amigos trabajaban ese día. Algunos vinieron, pero muy pocos. Mi casamiento quedó impregnado de familiaridad, de parentela. Pero las familias se conocían ese día. Con el Gallego habíamos fantaseado que sería más fácil el encuentro mezclado con los amigos. Pero como hubo levantamiento, las tías charlaron con las consuegras y las cuñadas.
Creo que debe ser porque el casamiento para uno es muy importante, pero no me acuerdo casi de nada. Miré ese levantamiento detrás del vidrio de mi gran día, aunque es evidente que sabía dónde estaba: el nombre de Seineldín ya daba miedo desde hacía unos cuantos meses.
Yo tenía una compañera de facultad que tenía un hermano en el Ejército. Ella era lesbiana y él no le dirigía la palabra desde hacía unos años. Pero unos días antes de mi casamiento (y del levantamiento) la había ido a ver para decirle que se fuera del país, que esta vez iban a cerrar los aeropuertos y que por su condición sexual y por su seguridad era mejor que se fuera del país.
Todavía tengo sus copas de cristal. En una semana con su compañera levantaron la casa y remataron todo. Me quedé con media docena de copas de cristal. Esas copas también derramaban el miedo que inspiraba Seineldín. Quizá la sonoridad del apellido, algo oriental, contribuyó a que ese nombre fuera una amenaza tan filosa durante largos meses. Un apellido como un látigo contra la democracia.
Pero uno el día en que se casa no piensa en la democracia. Cualquiera tiene derecho a no pensar en la democracia el día en que se casa. Aunque fuéramos dos veinteañeros con un par de convivencias encima, aunque no nos casáramos por iglesia, aunque nuestras familias no se conocieran.
El día en que uno se casa, sea en las circunstancias que fueran, uno tiene derecho a inflarse de intimidad, a reducir el mundo a sus sentimientos, a disfrutar cada milímetro de esa decisión tan radical. Y si fuera en la democracia, vaya y pase. Si me hubiera pasado el día de mi casamiento reflexionando sobre la democracia, bueno, me las hubiese ingeniado para encontrarle su parte libidinal a un sistema con el que había soñado toda mi adolescencia. Pero no. Todo el día de mi casamiento me lo pasé pensando en Seineldín.
Después del almuerzo nos fuimos en nuestro desvencijado Renault 9 a Villa Gesell. Dios, qué psicobolches. Pero ésa era nuestra luna de miel. Me he pasado la vida viendo películas en las que los novios, después de la fiesta, se ponen ropa de calle y parten hacia Hawai, y en la vida real he conocido pila de novios que pasaron la luna de miel en las Cataratas.
No fue mi caso. El auto no tenía radio. Estábamos tan histéricos porque no sabíamos si había o no golpe de Estado que parábamos sistemáticamente en cada estación de servicio, taller mecánico, kiosco, despacho de bebidas o similar que encontramos en las rutas argentinas. Nos turnábamos para bajar del auto y preguntarle a cualquiera si había novedades sobre el levantamiento. Tardamos veinte horas en llegar. Y dos días en reponernos del estrés.
Creo que además de la que nos quedó debiendo a todos, a mí Seineldín me quedó debiendo otra.