La expresión «traducción electoral» es la obsesión del momento en el universo político argentino. Alude a la pregunta sobre cuáles serán los efectos de cada acontecimiento en el resultado final de las próximas elecciones.
Tomas de tierra, reclamos sindicales, querellas internacionales, internas partidarias, pujas empresariales, conflictos agrarios, acciones judiciales, nuevos canales de televisión, delitos comunes, tasa de desempleo, precios de los artículos escolares, presencia de veraneantes en los lugares turísticos, todo se interpreta hoy en clave electoral.
También los crímenes, como el asesinato del joven militante Mariano Ferreyra, por el que fue interrogado y detenido el dirigente de la Unión Ferroviaria José Pedraza.
Es muy difícil encontrar hilos de sentido en medio del vértigo mediático-político. Una manera sería preguntarnos qué de lo que está sucediendo es una novedad en la Argentina, y qué, en cambio, pertenece al paisaje habitual de las últimas décadas en el país. A primera vista, puede arriesgarse la hipótesis de que, en la inmensa mayoría de los casos que diariamente ocupan la portada de los diarios, se trata de cuestiones muy características de nuestra convivencia. Lo nuevo podría estar en el modo en que son dramatizadas políticamente.
Es decir, lo que siempre ocurrió se carga en estos días de un sentido, se lo incorpora a una narrativa, se lo piensa como parte de un todo. La politización no es patrimonio de ninguno de los sectores en pugna; la practican todos al servicio de sus respectivas construcciones discursivas.
El detenido caudillo ferroviario es un símbolo político muy importante en la Argentina. Fue uno de los dirigentes sindicales combativos que construyeron la CGT de los Argentinos, enfrentada a la conducción sindical oficial por la política colaboracionista de esta última ante el gobierno de Onganía. En los oscuros tiempos de la última dictadura, estuvo del lado de la lucha, aun en las módicas formas en que ésta podía manifestarse. Ya en la época de Menem, Pedraza dejó de ser un combativo para participar en primera fila -y beneficiarse personalmente- de una de las estafas más colosales que se cometieron contra la sociedad argentina: la virtual destrucción de su sistema ferroviario.
Hoy reaparece en la escena acusado de la autoría intelectual de la balacera con que se pretendió escarmentar la lucha de los trabajadores tercerizados por condiciones decentes de trabajo y terminó con la muerte del joven militante, además de varios heridos.
Cuando la “forma de lucha” incluye patotas que tiran a matar, corresponde que actúe la justicia. Esta premisa tan elemental no convence del todo a los muchachos de Pedraza. Ellos creen, o dicen creer -como los seguidores del Momo Venegas, en ese caso lamentablemente respaldados por la conducción de la CGT-, que las imputaciones judiciales corresponden a un ataque institucional contra el movimiento obrero organizado y llaman a un paro “solidario” con el luchador sindical perseguido. Por el lado de los grandes medios de comunicación concentrados, la respuesta es la de siempre: convertir el episodio en un escándalo antigubernamental.
El procedimiento es establecer una automática equivalencia entre movimiento sindical, coalición de apoyo al Gobierno, patotas y asesinato. Cierta comunicación favorable al gobierno se deslizó, por su parte, a eslabonar supuestas “pruebas” que comprometían a Duhalde con el crimen. Todo sea por la “traducción electoral” de un repugnante crimen político.
El movimiento obrero argentino tiene una larga y rica historia que no se deja explicar por las simplificaciones y los prejuicios. La etapa que se abrió en 1945 tiene al movimiento sindical como el soporte de masas del estado social, tal como lo conocimos los argentinos. Nació entonces un sindicalismo de estado, poderoso y disciplinado que, a partir de 1955 trocó la dependencia estatal por la mayoritaria pertenencia, no sin contradicciones muy fuertes, al movimiento peronista. No se puede entender la resistencia popular al régimen fraudulento y proscriptivo que duró hasta 1973, con gobiernos de facto o elecciones no democráticas, sin la presencia central del movimiento obrero.
Tampoco puede comprenderse el golpe de 1976 y la barbarie represiva que lo siguió, sin incluir como uno de sus objetivos principales el del escarmiento definitivo de ese actor social, necesario para el proyecto cívico-militar de desindustrialización y consolidación del poder económico concentrado. Ningún sector social ni corporativo sufrió nunca en el país una sistemática campaña de descalificaciones como la que tuvo por objeto al movimiento sindical.
Sin embargo, el movimiento sindical no es solamente una historia de luchas y de defensa de intereses populares. Está marcada también por ese sello de origen, en su versión peronista, íntimamente ensamblado con el aparato estatal.
El sindicalismo peronista, hay que recordarlo, no tiene un perfil clasista, en el molde clásico de muchos países en los que el movimiento obrero funciona mayoritariamente asociado a la tradición socialista o comunista. Su concepción es la de la alianza de clases en un proyecto de autonomía nacional y desarrollo productivo. Entrenado en la negociación y en el compromiso con el Estado, una de sus variantes pasó a pensarse en términos de corporación y de colaboración con los gobiernos cualesquiera fueran los regímenes en los que se sostenían y sus sellos de legitimidad. De la disposición, razonable, a la negociación y al arreglo, a las prácticas venales y corruptas de compromiso con grandes empresas y elencos gubernamentales ilegítimos, hay un paso que muchos dirigentes recurrieron gustosos obteniendo a cambio enormes beneficios patrimoniales.
Hay que considerar necesariamente la historia del sindicalismo en el contexto de la historia general del país.
Para eso es necesario terminar con la asimetría y el doble standard con que sus prácticas son juzgadas mediáticamente, con relación a las de otros actores sociales.
Si pensáramos a los empresarios, por ejemplo, sería difícil no examinar las conductas prebendarias y colusivas que sostuvieron sectores y figuras conspicuas de su dirigencia corporativa como parte de un determinado orden político y social. De los últimos cien años vivimos algo menos de cincuenta bajo regímenes anticonstitucionales.
La corrupción, la arbitrariedad y la violencia atravesaron nuestra vida política y alcanzaron su punto más alto en el régimen terrorista cuyos líderes recorren hoy los estrados judiciales. No hay muchos motivos para creer que de esa experiencia salen las mejores prácticas en las organizaciones gremiales y sectoriales.
Hubo sindicalistas asociados, por ejemplo, a golpes de Estado en nuestro país. Pero si de eso se trata, la Sociedad Rural y la CRA no deberían ser consideradas modelos de probidad republicana.
No es al sindicalismo al que se acusa del asesinato de Mariano Ferreyra. Es a un grupo dirigente de la Unión Ferroviaria que, curiosamente, no produce la brutal represalia por motivos estrictamente gremiales, sino en su curiosa condición de empresarios que lucran con el trabajo de los tercerizados.
Y la investigación, si sigue el camino que anduvo hasta ahora, puede ser extraordinariamente valiosa para desnudar un complejo entramado de negocios y delitos. Que ciertas conducciones sindicales se apoyan en grupos armados no es una noticia nueva. Tampoco que algunos son muy prósperos empresarios y que tienen intereses que no son justamente los de los trabajadores. Lo nuevo es que la cuestión está en la agenda política, a partir de un eficaz y transparente procedimiento judicial.
Antes no hablábamos de empresas que usan el trabajo esclavo. Ni de comisiones internas de Clarín que son cesanteadas contra lo que dice la ley.
La cuestión de la indigencia y las condiciones deplorables de vivienda no estaba en la agenda.
Tampoco el entrelazamiento entre comunicación periodística e intereses empresarios.
Ni la relación de dirigentes sindicales con los negocios sucios y el crimen.
La política convirtió éstas y otras cuestiones en temas de debate. Se ha abierto para la política el enorme desafío de encarar en profundidad la agenda que supo construir. Es un promisorio contexto para el debate electoral.
– Por Edgardo Mocca – Politólogo
Revista Debate – 25-02-11