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domingo, noviembre 24, 2024

Crónica de la invención de un desaparecido

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Qué fue lo que llevó a los mapuches de RAM a mentir sobre la suerte de Santiago Maldonado y lo que había sucedido en el río Chubut el primero de agosto de este año?

Ante todo seguramente su afán por victimizarse, presentar a la Gendarmería como una salvaje fuerza de ocupación que despreciaba todos sus derechos, reales o imaginarios. Algo que venía como anillo al dedo ahora que se los señalaba desde el Estado y la escena pública como un grupo violento, inclinado cada vez más sistemáticamente al terrorismo. Y también una buena dosis de indiferencia hacia ese joven huinca y su familia: finalmente no era tan «cumpa» como le habían hecho creer, se lo podía usar y desechar. El sufrimiento extra que la mentira pudiera acarrear no pareció disuadirlos.

¿Qué fue lo que llevó a los dirigentes de derechos humanos que tomaron el caso en sus manos a abrazar con fervor la tesis de la desaparición forzada y descartar de plano cualquier otra posibilidad? Ante todo, sus propias necesidades políticas. Se acercaban las elecciones y su proyecto partidario, el que creían y siguen creyendo imprescindible para seguir existiendo como actores relevantes de la vida nacional, estaba por enfrentar un desafío mortal en la figura de Cristina Kirchner candidata. Había que probar que lo que ella y sus seguidores venían diciendo, que Macri es la continuación de la dictadura por (apenas) otros medios, era cierto. Y Maldonado cayó también como anillo para esos dedos.

Se sumó probablemente también para algunos de esos albaceas de la memoria y pedagogos de la repetición en nuestra historia el afán de emular a sus ancestros. Más de uno pensó que le llegaba su oportunidad de escribir su ¿Quién mató a Rosendo? Y no iba a dejarla pasar.

Una vez lanzada la denuncia por los «testigos» de RAM, con sus distintas versiones sobre camionetas, unimogs, golpes y secuestro, Horacio Verbitsky trazó las líneas troncales del relato en un artículo de Página 12, del 7 de agosto, que sería decisivo: «Macri ya tiene su desaparecido». Allí ya está todo. Los funcionarios de Patricia Bullrich supuestamente montando la conspiración, lo que se da por probado simplemente porque un secretario estaba en Esquel y había sido abogado en un estudio que defendió a represores. Demostrado. El uso de las camionetas de Gendarmería y el movimiento de los efectivos durante el desalojo de la ruta, en medio de una desordenada persecución y escaramuzas de piedrazos propios de una pelea entre hinchadas de fútbol, de lo que se extraen datos sueltos sobre efectivos que se acercan al río, vehículos que van para un lado y otro, filmaciones que se interrumpen y testimonios contradictorios para abonar la tesis de la detención y el ocultamiento. Convirtieron los vicios de una fuerza de seguridad por demás desprolija y chapucera en señas finamente develadas de una trama siniestra perfectamente planificada. Demostrado. El operativo de desaparición forzada se había consumado.

A continuación entraron en escena los abogados de organismos como el CELS y la APDH que prepararon a los testigos. Lo que debió ser en particular complicado en el caso del llamado «testigo E», el único que realmente había estado con Maldonado durante las corridas, se separó de él en el agua y debió imaginar lo que había sucedido. Matías Santana no debió en cambio revestir mayor dificultad porque su disposición a abonar la fábula a como diera lugar estuvo desde el comienzo fuera de duda. Pero «E» debió ser un caso distinto. Lo más probable es que contara demasiados detalles sobre cómo se había separado de Maldonado cuando a éste se le agotaron sus fuerzas, lo que le habían dicho sus colegas de RAM desde la otra orilla, que lo dejara ahí, lo que había pasado y había visto a continuación. ¿De cuánto de todo eso se enteraron sin querer los abogados de derechos humanos y ocultaron ex profeso en la transcripción del testimonio, o se abstuvieron de comentar siquiera con la fiscal y los jueces de la causa? ¿Fueron ellos los que incentivaron a «E» a mantenerse en segundo plano, para dejarlo hablar a Santana que era más funcional al relato ya establecido de lo que había pasado? ¿Fue por eso que el testimonio de «E» fue minimizado cuando se presentó la denuncia ante la CIDH para que ella lo reconociera como un caso indubitable de desaparición y reclamara en esos términos al Gobierno?

La recolección de testimonios había sido hasta entonces un oficio cuidadosamente cultivado y muy honrosamente preservado como activo de los organismos. Desde los años setenta. Fue el instrumento decisivo con el cual en 1979 esa misma CIDH, con ayuda de algunos de estos organismos locales, lograron contraponer los hechos de los secuestros y las desapariciones a la batería de fabulaciones con que los militares del Proceso querían ocultar sus crímenes: supuestas fugas del país, autosecuestros, ejecuciones disciplinarias dentro de la propia guerrilla, etc.

Pero toda tradición puede echarse a perder. Ahora, como tantas otras cosas, se trastocó en su opuesto: la fabricación de una fábula, la de que Maldonado había sido detenido, golpeado y subido a un vehículo de Gendarmería. Para lo cual hubo que poner especial cuidado en ocultar los flecos de la mentira que podían escapárseles a los «testigos»: cómo habían logrado ver todo eso, cuántos gendarmes, en qué vehículo, etc.

Inventar algo así y que parezca verosímil no es soplar y hacer botellas. Los militares procesistas podrían haber dado prueba de ello, si es que estos abogados hubieran querido recoger sus testimonios y aprender de su experiencia. Requiere de una atención obsesiva a los detalles, y pese al esmero que pusieron estos organismos cultores de la memoria, las versiones pronto se revelaron contradictorias. Así que hubo que agregar más fabulación: binoculares, caballos al galope trepando por la montaña y demás. Pero no importó, porque el programa estaba trazado desde el comienzo y era indubitable, lo había provisto el presidente del CELS y no tenía sentido dudar de él. Mientras tanto la maquinaria de la movilización y la polarización política ofreció la cobertura que hacía falta: cualquier duda o explicación alternativa era parte de la «campaña de encubrimiento y negación».

¿Hasta cuándo? Según parece un directivo del CELS llamó días antes de que todo se derrumbara a un ministro para hacerle una confesión: «Los mapuches metieron la pata». ¿Desde cuánto tiempo antes lo sabía o lo sospechaba? ¿Esperó hasta el final en la esperanza de que nunca se supiera la verdad, sólo quedaran versiones y sobrevivieran entonces las peores sospechas? ¿También en la expectativa de que la familia de Maldonado seguiría ayudando, poniendo el cuerpo y el dolor que hiciera falta para mantener a flote el relato de la desaparición? La figura de la víctima, como se sabe, ha servido para muchas cosas entre nosotros, pero tal vez nunca como en este caso se había usado tan alevosamente a costa de las víctimas de carne y hueso.

¿Pero qué clase de víctimas había ya a esta altura en el caso Maldonado? ¿Y quiénes eran sus victimarios? El Estado le falló, no sólo al propio Santiago al responderle piedrazo por piedrazo, sino a la familia al tardar tanto en despejar la paja del trigo de las versiones y encontrar el cuerpo. Pero también les fallaron a todos ellos los organismos de derechos humanos al colaborar en la fabricación de una fábula que sumó infinito dolor a la tragedia y ha contaminado la memoria de un hombre y sus seres queridos. Y le fallaron por sobre todos los que él creyó amigos en RAM, que lo dejaron tirado en el río, se desentendieron de su suerte y después de muerto siguieron usándolo para sus exclusivos fines. Todo un digno colofón para un proyecto y una época que se llenó la boca con la palabra «derechos» y no hizo más que destruir las condiciones básicas para que rigieran las mínimas garantías al respecto.

– Por Marcos Novaro
La Nación

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