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Documento histórico: Tedéum del 25 de Mayo de 2004

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«Si la palabra y el lenguaje no se preservan, no hay otro. Sólo podemos reconocer al otro, político, humano, cuando hay lenguaje sociedad y democracia.» Elisa Carrió

TEDEUM DEL 25 DE MAYO 2004

Homilía del cardenal Jorge Mario Bergoglio SJ, arzobispo de Buenos Aires y Primado de la Argentina, en el solemne Tedéum celebrado el 25 de Mayo de 2004

Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».

Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír».

Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Pero él les respondió: «Sin duda ustedes me citarán el refrán: ‘Médico, cúrate a tí mismo’. Realiza también aquí , en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaún». Después agregó: «Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio». Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.

Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y enseñaba los sábados. Y todos estaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad. (Lc. 4: 16-32)

– 1. En estos días finales del tiempo pascual, en vísperas de la venida del Espíritu Santo, nos reunimos para retornar a las fuentes del Mayo de los argentinos. Volvemos al núcleo histórico de nuestros comienzos, no para ejercitar nostalgias formales sino buscando la huella de la esperanza. Hacemos memoria del camino andado para abrir espacios al futuro. Como nos enseña nuestra fe: de la memoria de la plenitud se hace posible vislumbrar los nuevos caminos. Del paso fundante de Dios y de su contundente gracia salvadora en nuestra historia es posible recomenzar, inspirarse, fortalecerse, proyectarse. La víspera de Pentecostés, tiempo del Espíritu, reúne a los vapuleados creyentes de hoy, no menos que a los sacudidos y frágiles apóstoles de entonces, para recomenzar. La fragilidad de la barca no debe causar temores ni prevenciones, la inmensidad del mar de la vida y de la historia es suavizada por el viento, ese soplo de Dios que desde el primer día nos impulsa y conduce. Alguna verdadera, misteriosa e inclaudicable confianza nos llevó a los argentinos a congregarnos, tantas veces a lo largo de nuestra historia, en este solar de mayo, como en aquel año de 1810, buscando el viento que nos conduzca por buen camino.

– 2. También aquellos fieles que oían a Jesús en su Nazaret natal estaban esperanzados. Había respeto y admiración por la autoridad que emanaba de su persona y sus palabras parecían mover aires renovados en el alma del pueblo. La propuesta de aquel joven Rabbi era algo largamente esperado: una «Buena Noticia para los pobres», una manera nueva de «ver» la vida y la tan ansiada libertad. Esa buena nueva de Jesús es inclusiva. A los mismos que libera y sana les encomienda liberar y sanar a otros. Hablando con su pueblo, Jesús mismo siente la confirmación de que las palabras proféticas se cumplen en el mismo momento en que las pronuncia. Iluminado y ungido, habla movido por el Espíritu. El relato evangélico nos lo muestra a las claras: allí estaba el Espíritu, un tiempo nuevo de Dios, un viento que es seguro. Y la gente sentía lo mismo: hubo aplausos y gestos de admiración.

Sin embargo, el final del relato nos deja perplejos. Alguien deslizó sibilinamente «Pero, ¿no es éste el hijo de José» el carpintero? y entonces cambió el humor de los presentes: lo sacaron a empujones y lo llevaron a un barranco con la intención de despeñarlo o de apedrearlo. Pero «Jesús pasó por entre medio de ellos y siguió su camino», se fue a Cafarnaún, pueblo de Galilea, a predicar de nuevo al aire libre, entre la gente sencilla del pueblo fiel. Lo que al principio parecía el acontecimiento de una gran barca lanzada a los mares de la conquista de la libertad, se convierte en un ir a buscar la humilde barca de Simón, el pescador del lago de Genesaret: el Señor se escabulle y se pierde como uno más entre la multitud. Ni siquiera se comporta como un rebelde dispuesto a poner el pecho a las pedradas.

– 3. Jesús, fiel al estilo profético que acompañaba su paso entre los hombres, realiza gestos simbólicos, ¿qué significa este dejar Nazaret su «patria»? Me parece ver aquí una fuerte protesta contra los que se sienten tan incluidos que excluyen a los demás. Tan clarividentes se creen que se han vuelto ciegos, tan autosuficientes son en la administración de la ley que se han vuelto inicuos.

Por eso Jesús se aparta y elige el pequeño sendero, irse por entremedio de su pueblo, «la oscura senda» (de la que hablara Fray Luis De León), que es precisamente el camino de los pobres; el de los pobres de cualquier pobreza que signifique despojo al alma y, a la vez, confianza y entrega a los demás y a Dios. En efecto, el que sufre el despojo de sus bienes, de su salud, de pérdidas irreparables, de las seguridades del ego y -en esa pobreza- se deja conducir por la experiencia de lo sabio, de lo luminoso, del amor gratuito, solidario y desinteresado de los otros, conoce algo o mucho de la Buena Nueva.

Los argentinos hemos sufrido todas estas pobrezas, algunos las viven y testimonian desde años y décadas. Pues bien, hoy como en aquel tiempo, Jesús sigue escabullido entre los más pequeños y pobres de nuestro pueblo.

Pero, ¿por qué deja a aquellos exaltados solos con sus piedras y sus deseos de desbarrancar todo lo que no concuerde con sus ideas? ¿Qué les impide a estos transitar esta senda de la escucha de la Buena Nueva? Tal vez el tácito enfrentamiento, en sus vidas, entre sabiduría e ilustración. Lo sabio es añejamiento de vida donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el sentido de pertenencia. Lo ilustrado, en cambio, puede correr el riesgo de dejarse empapar de ideologías -no de ideas- de prejuicios, de facciosidad. La impaciencia de la elites ilustradas no entiende el laborioso y cotidiano caminar de un pueblo, ni comprende el mensaje del sabio. Y en aquel entonces había también elites ilustradas que aislaban su conciencia de la marcha de su pueblo, que negociaban su pertenencia y su fe, también existían las izquierdas ateas y las derechas descreídas abroqueladas en sus seguridades marginales ajenas a todo sentir popular. Algo de aquella cerrazón emocional, de esas expectativas no colmadas las sintió Jesús como verdaderas cegueras del alma. Tal actitud parece evocar los reclamos histriónicos, inmediatistas; esas reacciones y posturas extremas o superficiales en las que solemos caer.

– 4. No pocas veces, el mundo mira asombrado un país como el nuestro, lleno de posibilidades, que se pierde en posturas y crisis emergentes y no profundiza en sus hendiduras sociales, culturales y espirituales, que no trata de comprender las causas, que se desentiende del futuro. Frente a esta realidad debemos quizá pedir luz acerca de la segunda promesa profética: ha venido a dar vista a los ciegos, y plantearnos el hecho de nuestra ceguera.

Admitámoslo. Necesitamos que el Señor nos ilumine porque tantas veces parecemos cegados y vivimos de encandilamientos efímeros que nublan y opacan. Es como capricho del que no quiere saber nada con el resplandor que brota del silencioso pensar y hacer balance de nuestros aciertos y yerros. No buscamos la luz mansa que brota de la verdad, no apostamos a la espera laboriosa, que cuida el aceite y mantiene la lámpara encendida.

El fruto vano de la ceguera es la falsa ilusión. Todos ilusionamos una fuerza profética y mesiánica que nos libere, pero cuando el trayecto de la verdadera libertad comienza por la aceptación de nuestras pequeñeces y de nuestras dolorosas verdades, nos tapamos los ojos y llenamos nuestras manos con piedras intolerantes. Somos prontos para la intolerancia. Nos hallamos estancados en nuestros discursos y contradiscursos, dispuestos a acusar a los otros, antes que a revisar lo propio. El miedo ciego es reivindicador y lleva a menudo a despreciar lo distinto, a no ver lo complementario; a ridiculizar y censurar al que piensa diferente, lo cual es una nueva forma de presionar y lograr poder. No reconocer las virtudes y grandezas de los otros, por ejemplo, reduciéndolos a lo vulgar, es una estrategia común de la mediocridad cultural de nuestros tiempos. ¡Que no sobresalgan! ¡Que no nos desafíen.a ver si todavía tenemos que salir de nuestro adormecimiento, de nuestra cómoda paz de los cementerios! ¡Pensar que es el hijo de José!, decían…, anticipo en palabras de lo que sucedería en los hechos; y Jesús ya recibía el primer piedrazo de nuestra vulgaridad.

La difamación y el chisme, la trasgresión con mucha propaganda, el negar los límites, bastardear o eliminar las instituciones, son parte de una larga lista de estratagemas con las que la mediocridad se encubre y protege, dispuesta a desbarrancar ciegamente todo lo que la amenace. Es la época del «pensamiento débil». Y si una palabra sabia asoma, es decir si alguien que encarna el desafío de la sublimidad aun a costa de no poder cumplir muchos de nuestros anhelos, entonces nuestra mediocridad no se para hasta despeñarlo. Despeñados mueren próceres, prohombres, artistas, científicos, o simplemente cualquiera que piense más allá del inconsciente discurso dominante. No los descubrimos sino tarde. Despreciamos al «hijo del carpintero». Pero no hay empacho en poner en el candelero la luz fatua de cualquier perversión, refregada día y noche por la imagen y la abundante información; un embeleso de voiyeurismo donde todo está permitido, donde el goce marketinero de lo morboso parece atrapar los sentidos y los sumerge en la nada. Prohibido pensar y crear. Prohibido el arrojo, el heroísmo y la santidad. Para estos ciegos tampoco son bien vistos lo sugerente y lo sutil, la armonía propia de lo bello, porque implican el trabajo modesto y humilde del talento.

– 5. La vitalidad y creatividad de un pueblo, y de todo ser humano, sólo se da y se puede contemplar luego de un largo camino acompañado de limitaciones, de intentos y fracasos, de crisis y reconstrucción. Y el pecado mayor de todos los cultores de la ceguera es el vacío de identidad que producen, esa terrible insatisfacción que nos proyectan y no permiten que nos sintamos a gusto en nuestra propia patria. Se despoja lo identitativo profundo y se propone una identidad «artificial», «de cartón», maquillada, de utilería. Es la contraposición entre lo identitativo de un pueblo y esa otra identidad importada, construída a uso y conveniencia de sectores privados. Jesús, dejando a los ciegos, elige el sendero humilde que lo lleva al pueblo fiel, el que se admira con sencillez ante esa doctrina que devuelve la vista a los ciegos que desean ver.

– 6. ¿Qué vemos cuando se nos permite abrir los ojos? Vemos a Dios escabullido en medio de su pueblo, caminando con su pueblo.

Vemos a un Jesús con los pies en la tierra, cultivando corazones como buen Sembrador (y cultivar es la raíz de cultura), elaborando la verdadera comida del espíritu, ésa que cimienta la comunión entre los habitantes de la Nación. Se trata de esa comida espiritual, ese pan que, partido, permite ver; el que se saborea acompañando a los que sufren cotidianamente, sin pretender sacar provecho o rédito; el que abraza a todos aun a los que no lo reconocen.

El que, con su misericordia, se hace cargo de miserias y maldades, sin adulaciones ni justificativos demagógicos, sin conceder a modas y costumbres.

Es sabiduría: el pan que nos abre los ojos y nos previene de la ceguera de la mediocridad, proponiéndonos una vida que tiende hacia lo mejor y no la ética del minimalismo o el eticismo exquisito de laboratorio, a la vez es la Sabiduría que comprende profundamente y perdona todo.

Es el pan que nos hace sentir el respaldo que da la sapiencial constancia de recorrer y de tocar el dolor humano concreto, sin mediaciones ideológicas ni interpretaciones evasivas o hechas para la opinión pública.

Y porque se da como Pan, es la Sabiduría que con su testimonio y su palabra sabe que el alma de un pueblo crece cuando hay trabajo del espíritu en lo más profundo, sensible y creativo. Ése es su incansable desafío educativo, lejos de la pura información enciclopedista o tecnocrática, más lejos aún de la subordinación a esquemas de poder. Porque su verdadero poder es el del amor infinito y confiado de Dios, que no se ata a razas ni a formas culturales ni a sistemas, sino que les da su sentido y significado último: ayudar a ser y disfrutar de la alegría de ser, que exige renuncia y se resiste a quedar encerrado en los propios horizontes mezquinos.

– 7. La ceguera del alma nos impide ser libres. En el episodio evangélico de hoy, muchos de los que anhelaban la libertad, al levantar sus piedras intolerantes, demostraban la misma crueldad que el imperio invasor. Querían librarse del enemigo de afuera sin aceptar al enemigo interior. Y sabemos que copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ser su heredero. Por eso, cuando Jesús propone, siguiendo a Isaías, la liberación de la cautividad y la opresión, podemos preguntarnos: ¿ de qué cautividad y de cuál opresión? Y responder: primero la de nosotros mismos: la de nuestra desorientación e inmadurez, para poder reclamar la libertad de opresiones externas. Si las cadenas fueran de hierro, si la presencia de ejércitos externos fuera evidente, lo sería también la necesidad de libertad. Pero cuando la cautividad proviene de nuestras sangrantes heridas y luchas internas, de la ambición compulsiva, de las componendas de poder que absorben las instituciones, entonces ya estamos cautivos de nosotros mismos. Una cautividad que se expresa -entre otras cosas- en la dinámica de la exclusión. No sólo la exclusión que se hace a través de las estructuras injustas, sino también las que potenciamos nosotros, esa otra forma de exclusión por medio de actitudes: indiferencia, intolerancia, individualismo exacerbado, sectarismo. Excluimos de la identidad y quedamos cautivos de la máscara; excluímos de la identidad y resquebrajamos la pertenencia…porque «identificarse» supone «pertenecer». Sólo desde la pertenencia a un pueblo podemos entender el hondo mensaje de su historia, los rasgos de su identidad. Toda otra maniobra de afuera es nada más que un eslabón de la cadena, en todo caso hay un cambio de amos, pero el status es el mismo.

– 8. La propuesta es liberarnos de nuestra mediocridad, esa mediocridad que es el mejor narcótico para esclavizar a los pueblos. No hacen falta ejércitos opresores. Parafraseando a nuestro poema nacional podemos decir que un pueblo dividido y desorientado ya está dominado.

Una confusa cultura mediática mediocrizada nos mantiene en la perplejidad del caos y de la anomia, de la permanente confrontación interna y de «internas», distraídos por la noticia espectacular para no ver nuestra incapacidad frente a los problemas cotidianos. Es el mundo de los falsos modelos y de los libretos. La opresión más sutil es entonces la opresión de la mentira y del ocultamiento,.eso sí; a base de mucha información, información opaca y, por tal, equívoca.

Curiosamente tenemos más información que nunca y, sin embargo, no sabemos qué pasa. Cercenada, deformada, reinterpretada, la sobreabundante información global empacha el alma con datos e imágenes, pero no hay profundidad en el saber. Confunde el realismo con el morbo manipulador, invasivo, para el que nadie está preparado pero que, en la paralizante perplejidad, obtiene réditos de propaganda. Deja imágenes descarnadas, sin esperanza.

– 9. Pero gracias a Dios, nuestro pueblo también conoce el camino humilde del machacar diario, el mismo de tantos años de vida oculta. El de apostar al bien y sostener sin estar seguros del resultado. Conoce el silencio dolorido y pacífico pero -a la vez- rebelde, de muchos años de desencuentros, promesas falsas, violencias e injusticias expoliadoras. Sin embargo, encara diariamente sus tareas, con mucho desgaste social y un tendal de marginaciones. Año a año renueva su confiada espera marchando peregrino a tantos lugares donde Dios y su Madre lo esperan para el diálogo reconfortante, fortalecedor.

Este pueblo no cree en las estratagemas mentirosas y mediocres. Tiene esperanzas pero no se deja ilusionar con soluciones mágicas nacidas en oscuras componendas y presiones del poder. No lo confunden los discursos; se va cansando de la narcosis del vértigo, el consumismo, el exhibicionismo y los anuncios estridentes. Para su conciencia colectiva- ésa que brota del alma profunda de nuestro pueblo- estas cosas son sólo «piedrazos». Nuestro pueblo sabe, tiene alma, y porque podemos hablar del alma de un pueblo, podemos hablar de una hermenéutica, de una manera de ver la realidad, de una conciencia. Advierto en nuestro pueblo argentino una fuerte conciencia de su dignidad. Es una conciencia histórica que se ha ido moldeando en hitos significativos. Nuestro pueblo sabe que la única salida es el camino silencioso, pero constante y firme. El de proyectos claros, previsibles, que exijan continuidad y compromiso de todos los actores de la sociedad y con todos los argentinos. Nuestro pueblo quiere vivir y realizar la convocatoria del Cristo que camina entre nosotros, animando nuestros corazones, uno a uno, reavivando las reservas de nuestra memoria cultural. Nuestro pueblo sabe y quiere porque ama la Creación del Padre y lo comunitario, como lo hicieron y lo hacen nuestros aborígenes; porque se arroja y compromete con sus ideales, como nos lo legaron los españoles que poblaron nuestro suelo; porque es humilde, piadoso y festivo como nuestros criollos; porque es laborioso e incansable como nuestros mayores inmigrantes.

– 10. Vimos al Señor proclamando su mensaje en medio de su pueblo. Observamos cómo las elites ilustradas no toleran el paciente camino cotidiano de los humildes y sencillos y, llevados de su histeria exquisita, procuran desbarrancar y apedrear. Señalamos los valores de un pueblo con Dios metido en su humilde sendero. Recorrimos nuestro camino histórico como pueblo y observamos nuestras contradicciones. Notamos la necesidad de ser curados de nuestra ceguera y librados de la cautividad y la opresión. La apelación sapiencial que hoy podemos hacer, inspirándonos en el Evangelio es a todas luces muy clara: toda transformación profunda que se encamine hacia la serenidad de espíritu, hacia la convivencia y hacia una mayor dignidad y armonía en nuestra Patria, solamente puede lograrse desde nuestras raíces; apelando a la conciencia que busca y se duele, que goza y se compromete con los otros, que acepta el orden pacificador de la ley justa y la memoria de los logros colectivos que van formando nuestro ser común. Apelando a la conciencia que no se pierde en la ceguera de las contradicciones secundarias, sino que se concentra en los grandes desafíos, y que además compromete sus recursos prioritarios para hacer de esto su proyecto educativo, para todas las generaciones y sin límites.

La Palabra, como la historia, nos deja un código donde espejarnos. Pero, además, hay también espejismos. Hoy como siempre los argentinos debemos optar. No hacerlo es ya una opción, pero trágica. O elegimos el espejismo de la adhesión a la mediocridad que nos enceguece y esclaviza o nos miramos en el espejo de nuestra historia, asumiendo también todas sus oscuridades y antivalores, y adherimos de corazón a la grandeza de aquellos que lo dejaron todo por la Patria, sin ver los resultados, de aquellos que transitaron y transitan el camino humilde de nuestro pueblo, siguiendo las huellas de ese Jesús que pasa en medio de los soberbios, los deja desconcertados en sus propias contradicciones y busca el camino que exalta a los humildes, camino que lleva a la cruz, en la que está crucificado nuestro pueblo, pero que es camino de esperanza cierta de resurrección; esperanza de la que todavía ningún poder o ideología lo ha podido despojar.

Buenos Aires, 25 de mayo de 2004.

– Card. Jorge Mario Bergoglio S.J., arzobispo de Buenos Aires

Este documento fue publicado como suplemento del Boletín Semanal AICA Nº 2476 del 2 de junio de 2004

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