Los chicos de la época están atados a otros encierros.
Animarse a poner un píe en el calor es cosa de valientes, o de intrépidos. Quién puede tener la audacia de enfrentar la canícula en pleno verano, sólo Juanito puede salir en la siesta ardiente a desafiar con su mollera los rayos solares, digamos, cosas de pibes o quizá el loquito ciruja que no tiene nada que perder. Me trae a la memoria los cuentos infantiles dados a rodar por nuestras madres para frenar los arrebatos callejeros de aquellos niños que no se contenían en sus cuartos y desesperaban por la excitación de la calle. Los chicos de la época están atados a otros encierros.
Serían los primeros arrebatos de libertad en la historia personal de Juanito, antes de que la vida lo empuje hacia la adolescencia rebelde, en que nada lo detendría (supuestamente) y en que el termómetro sería un tema menor para tanto arrojo. Dejaba atrás los gritos maternos y las aflicciones de cuidados. Es que para llegar a ese crecimiento, Juanito, tuvo que “tragar” muchos Km de tierra, muchas lluvias estivales, hartas penumbras de desobediencia, y una eternidad de transformaciones, hasta que su cuerpo tomara esos cambios necesarios de voz y tamaño.
Nuestra vida es así y cuando menos esperamos pasamos a ser memoria, recuerdo remoto de una existencia que se nos fue entre las manos, un resplandor de historia que deja nada más que evocaciones, posibilidades inconclusas, oportunidades que se esfumaron. Las lamentaciones posteriores, son inevitables (“Si Yo hubiera…”). Juanito no es la excepción, toda vez que un niño de pueblo es el resultado de los milagros casuales. Tal vez el de una maestra que creyó ver en ese “cebollita” una esperanza para su propia frustración. Todos somos, mejor dicho los signados, una proyección de adultos que no llegaron a ser.
A Juanito le tocó ser depositario de los apetitos literarios de su Maestra. No olviden que en los pueblos, la maestra, acompaña a sus chicos, desde el principio hasta el final. Y Gloria, que se quedó con las ganas de aspirar a un Profesorado de Letras, no vio mejor pretexto para su empeño académico, que iniciar a Juanito en la lectura creciente y dejarlo al costado de sus sueños adolescentes y su brote hormonal. Gloria, fue desplazando su propia biblioteca a las desaprensivas manos (en desarrollo) de este muchachito. Juanito se vio empujado a reemplazar las tardes calientes, por una ordenada colección de libros literarios.
Libro que atesoraba Gloria, pasaba cuidadosamente a la propiedad de Juanito, en un solo pasamanos, hasta ir perfilando una auténtica biblioteca. Quién no recuerda a su maestra corrigiendo prolijamente los cuadernos de tarea, como si fuéramos sus verdaderos hijos. Cosa de la vocación que le dicen. Lo que en principio fue una molesta resistencia, luego se hizo en el muchacho, una feliz costumbre de colección. Lo cierto es que el joven, en lugar de emprender la lectura de los textos, incorporó el obsesivo hábito de acomodarlos prolijamente y desempolvarlos.
Su interés no estaba en leerlos para ampliar su cultura personal, sino adecuarlos, por tamaño y temas, siendo minuciosamente limpiados, mientras el espacio lo permitiera. Pero todo tiene su límite, su extremo lógico porque los libros donados, generosamente y sin tope, fueron cubriendo uno a uno los lugares a tal fin. Se fueron apretando, impiadosamente, en el punto elegido, hasta quedar colmada la zona. Ya parecía la biblioteca de un escritor auténtico, con sus libros desparramados y amontonados, sin ton ni son, para ser consultados cuando fuera necesario; pero no, Juanito no tenía ni siquiera la deferencia ni la intención de compartirlos.
No estaba en su interés materializar la teoría del Filósofo salteño, José Barón, que sostenía que un libro cerrado (mezquinado), es un intento desaprovechado, toda vez que un texto tiene que circular entre los seres humanos, puesto que “recluido”, muere a su vida útil. Acuñó la frase “autismo literario” para aquellos que se empecinan en mezquinar los libros, como si eso los hiciera más inteligentes. Muy lejos estaba nuestro personaje de cumplir esta santa misión libresca; por el contrario, cuando ya no hubo espacio indispensable, comenzó a colocar los libros en cajones y a amontonarlos como piras para el sacrificio. Ese fue su grosero error, porque el aire, de eso transformado en un cuartucho, mimetizaba las ardientes tardes de Juanito, corriendo por la calle ardida del verano abrasador.
Nuestro ex niño, por la furia de la mezquindad, se fue quedando sin aire, se le cerró el conducto traqueal, hasta bloquearse los bronquios, porque se puede vivir sin leer, pero los seres no aprendimos a subsistir sin respirar. El moho del ambiente, los ácaros, y los parásitos lo fueron asfixiando hasta consumar su muerte. Eligió morir antes que compartir un conocimiento, que en este caso era una compulsión (Inclinación, pasión vehemente y contumaz por algo o alguien). La solidaridad es un aprendizaje social. No nace por acción espontánea, se asimila con los otros en el vínculo, aceptando las renuncias a nuestras propias apetencias ¿Por qué el egoísmo aparta a los seres vivientes? Los más leídos dicen que es efecto del Capitalismo. El ser social debe construirse en el sentimiento de vecindad, que muchas personas (por encima de su clase social) lo tienen reprimido (apretado) y prefieren morir a compartir el pan.-