Mientras la palabra “angustia” se emplea para expresar diferentes sentimientos desdichados, el término “capitalismo” es reemplazado por otros que esconden las relaciones sociales de explotación y desigualdad. Se confunde angustia con ansiedad, tristeza, frustración, nostalgia, temor, y se opta por calificar como sociedad, mercado, sistema, realidad, mundo, a lo que debería llamarse capitalismo.
– Por Marcelo Percia *
La angustia, elegida como representante de todas las pesadumbres, pierde su potencial emancipador, y las figuras que evitan nombrar al capitalismo ocultan la injusticia histórica del presente desgraciado.
Freud retoma teorías que piensan el amor como conjuro contra la angustia. Sugiere que amamos a otro al que le suponemos eso que nos gustaría tener o a alguien que sentimos que nos ama tal como ilusionamos ser. El amor se presenta como un ideal protector, una habilidad imaginaria, un rodeo sutil, a través de otro, para recuperar la ansiada seguridad perdida. Escribe Cesare Pavese en su diario, el 25 de marzo de 1950: “No nos matamos por amor a una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, nada”. Pavese piensa que el suicidio por amor es un acto desesperado de los que no soportan vivir la soledad, sin ropajes.
El amor freudiano es locura posesiva. Aunque el otro no se puede aferrar, el deseo de tenerlo aprisionado y descifrado es una obsesión de la civilización amorosa. El enunciado que dice que el otro es inapropiable es una premisa ética, pero también es una condición del deseo y del erotismo. Se ama lo inaferrable, aunque el amor delire en los abrazos.
El amor desea la imposible posesión del otro. Los amantes demandan seguridad: la presencia del amado para siempre. Cuando el amante declara que le urge suprimir esa distancia que le duele, olvida que esa posesión rehusada es la condición misma de su furor. El amor es deseo que se enciende más y más con la evidencia de lo inalcanzable.
Merleau-Ponty advierte esta ambigüedad del amor: observa que, cuando el narrador de En busca del tiempo perdido, de Proust, se pregunta si ama de verdad a Albertine, no puede decidirse: como siente que la desea cuando ella se aleja, infiere que no la ama, pero cuando ella muere, ante la evidencia de esa lejanía sin retorno, se da cuenta de que la necesita y confirma que la ama. Merleau-Ponty se pregunta: “Si Albertine le fuera devuelta, ¿la seguiría amando?”. Nunca sabremos, dice, si el narrador quiere a Albertine o ama la posibilidad de perderla; si ama a esa mujer o enloquece celoso cuando siente que la muerte se la arrebata.
El amor, que suele segregar una tela de araña, puede ser también hueco en el que dos soledades, que se saben irremediablemente solas, se aproximan sin esperar completar nada. El amor es felicidad, pero, desembarazado de la experiencia de la angustia, es mueca congelada de una posesión sin vida.
El amor, la amistad, la comunidad, cuando escapan de la locura de los propietarios, componen complicidades anticapitalistas.
Melancolía
La melancolía es desenfreno de una posesión enloquecida. Una fórmula freudiana la describe como movimiento en el que “la sombra del objeto cae sobre el yo”. Para Freud, es una protesta desaforada ante lo que se vive como un injusto despojo. La melancolía es una revuelta contra la muerte, la enfermedad, la vejez y el imposible control de un semejante. La sombra del objeto que cae sobre el yo es el oscuro retorno, sobre la primera persona del singular, de la propia ilusión proyectada. La vuelta sobre sí de un poderío marchito.
El amor freudiano es una transacción: adquirimos, a través de otro, una garantía emocional, un valor de nosotros mismos. Importa que el elegido no contradiga el engaño o que simule ser lo que necesitamos. Cuando se ama, no se sabe qué hacer con ese amor: “Te quiero tener, sos mía, no me dejes nunca, vamos a estar así toda la vida”. A la pasión le cuesta imaginar una declaración no posesiva.
La melancolía es tiranía del amor: no quiere admitir que la persona amada no es una marioneta obligada a darnos felicidad. Melancolía es persistencia de esa ilusión caída, se resiste a un nuevo amor porque no quiere enfrentar otro desastre.
La melancolía sufre más por perder su reinado que por la pérdida del otro. Una cosa es estar triste por el amor que se ha ido y otra es negarse a aceptar que la vida del que se fue nunca estuvo gobernada por el propio poder. El enamorado identifica amor con compulsión de dominio: tener poder sobre el otro, o que el otro tenga poder sobre mí, son opciones de la pasión en tiempos del capitalismo.
Se sale de la melancolía a través de un duelo, pero duelo no quiere decir tristeza razonada o despedida dolorida por el amor perdido: duelo significa omnipotencia resignada.
La posesión sin límites es la secreta aspiración de la melancolía. Los cuerpos angustiados de nuestra cultura aprenden a calmarse (de eso que no saben) teniendo algo: juguetes, personas, dinero, objetos, bienes, talento, prestigio. El apoderamiento es casi el único remedio ofrecido a la subjetividad que, asustada, no imagina otras formas de felicidad. El capitalismo fabrica vidas poseídas. Los poseídos, sin embargo, no se sienten infectados por ese poder, sino sujetos libres. A los innumerables pobres y excluidos, restos sociales que casi no cuentan, se los llama desposeídos.
La melancolía es certeza empecinada: cree haberse adueñado de lo que nunca ha tenido. La melancolía querella a un fantasma, confunde la muerte inevitable con la traición.
La angustia es el infinitivo de la vida humana: es silencio y soledad. No hay deseo sin la invención de ese vacío. El deseo no busca la posesión, sino el buscar. El deseo es una forma impersonal sin compromisos con una meta anticipada. El deseo tampoco se posee, se da o se aloja, provisorio, en su paso hacia lo otro. El deseo es inconformidad.
* Fragmento extractado del trabajo “La angustia como afección anticapitalista”.
– Página 12 – 3-09-09