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domingo, noviembre 24, 2024

El arrebato

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Por razones proyectivas, mis relatos tienen como protagonistas a terceras personas cuyos dramas personales (propiamente su historia íntima) se presta a generalizaciones que, involucran a pares.

En esta única ocasión tengo que hacer referencia a una situación vivida en primera persona, en principio como experiencia dramática, pero luego gracias a la presencia del prójimo, como un accidente fortuito más en lo cotidiano. Tal como me sugiere mi amigo Hugo Aguirre, correo de por medio: “Envejecer es pasar de la pasión a la compasión. El que no es bello q los veinte, ni fuerte a los treinta, ni rico a los cuarenta, ni sabio a los cincuenta, nunca será ni bello, ni fuerte, ni rico , ni sabio. Feliz el que fue joven en su juventud y feliz el que fue sabio en su vejez”. Hoy debo reconocer que en la vida tenemos instantes de estupidez (diaria) y alguna que otra decisión (acierto) que nos hace creer inteligentes (que son los menos) .Vamos directamente (sin rodeos) al suceso que me tuvo como actor de reparto, porque hay pasos previos que explican la reacción intempestiva pero prefiero obviarlas.

La canícula estaba con sensible ardor y Yo con muy pocas ganas de encararla, pero había promesas previas que cumplir. Sonó el celular, luego el teléfono, de manera como la patrona es la que manda, me apresté a buscarla, sin prever que la tarde iba a ser larga y que el destino me iba a jugar una gambeta (no era de ir y regresar como lo previne), dando muestra de mi condición de esposo formal con una esposa formal (o sea, obedecer siempre, fallar nunca). Si comienzo a encarar mi intimidad conyugal, me llevaría por otras latitudes y aristas de la Psicología Profunda, no convenientes en este punto. Lo cierto es que, dando prueba de mis actuales prácticas de la disciplina china Gi-Gon, que administra y controla (puntualmente) mis emociones e impulsividades, tomé suavemente hacia el Centro cívico (vulgarmente, El Grand-Bourg), manejando con esa delicadeza de los objetivamente prudentes.

No iba a llegar (de acuerdo a lo previsto). La Sra hacía alarde de su estudiada sonrisa, ensayando gestos de “aquí estoy” y aprestándose a subir al móvil, pero sucedió lo imprevisto: un cordón de la calle no advertido, esos que tienen el filo hacia fuera, me hizo temblar la estructura automotriz, como un verdadero sacudón telúrico. No imaginé el the end de la jornada y que mis antecedentes de relajación china, se iban a ir al “Carajo”, dando por inicio el segundo capítulo. Cómo puede ser que un hombre, que segundos antes, estaba en estado de nirvana, de gracia meditativa, pasara (sin escala previa) a proferir insultos de toda laya , sin reparar en los transeúntes de la parada del colectivo, que no tenían nada que ver con el percance; pero es sabido que en honor a la propia desculpabilización, hay que encontrar un responsable. Me bajé, miré el daño: una cubierta reventada, y no cejé en mis insultos a la Humanidad toda. Doy fe que no caí en imputación al Supremo.

El Salvador

Apostado en un frondoso árbol, y mientras mi mandíbula no descansaba de la rabieta, apareció el joven taxista Martín Leiva (merece su identificación), quién, espontáneamente, paró su taxi y me encaró (con exagerado respeto) al jubilado docente afectado de A.C.V., como adivinando que el exaltado se encontraba en problemas.-. “Sr. Necesita ayuda”. -No le contesté, inmediatamente, pero insistió con la misma delicadeza por lo que respondí: ” La puta que lo parió, acabó de reventar una cubierta”. Estos percances borran el esfuerzo de nuestros padres y maestros, y nos convierten en pequeños animalitos salvajes, con los dientes salientes y la lengua desbocada. Sin reparar el enojo, Martín (como un verdadero pastor de ovejas), me encaró: “No reniegue Doncito, le va a hacer mal, hay cosas peores”. Ya estaba en el plano de la sabiduría, muy distante del académico universitario, jubilado como docente, en cuyas aulas había dado muestra de ser superior (como todos los Profesores conservadores) y, ahora estaba comiendo tierra.

Yo entregado, cumplí con cada pedido: “Deje que Yo saco el auxilio, Ud. tranquilo”. A lo único que atiné es a tenerle el crique, mientras repetía: “No reniegue Doncito” pero.-¿Y el taxi? “Está todo calculado”. Atiné a preguntarle: “¿Sos evangelista/Testigo de Jehová/Mormón/Adventista/ Pastor de alguna Escuela?” “No Don, soy católico, lo que pasa es que me di cuenta que sólo no iba a poder”. Advertí que no era un ángel de la guarda (como nos enseñaron cuando éramos niños) porque mientras hacía el trabajo mío, respiraba como testigo falso, mientras el termómetro seguía firme en los 32º. A esta altura, estaba más incómodo que arriba de un chancho y se me ocurrió premiarlo con un libro. “Muchacho vos lees” serio prejuicio de zonzo y subestimación al humilde, “Es el único vicio que tengo” y se explayó en este hábito doméstico y su pedagogía en la crianza de sus hijas: “Pasó horas leyendo en los ratos de descanso”. Así que agarré mi librito “La novela del Ajedrez” y se lo obsequié, pidiéndome como los acostumbrados a la lectura: “Por favor Doncito, dedíquemelo”. Con la cubierta colocada y después de acomodar las cargas que también me correspondían (pero no era cuestión de hacer la gauchada a medias), le di un abrazo a mi sudoroso salvador y retorné a casa, después de varias horas perseverante.

Adenda

No soy de los aficionados a la propina, pero a pesar que Martín insistió en que no era nada, saqué (sin pestañar) un azul y se lo di gustoso y agradecido. Lo merecía largamente.-

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