El domingo 24 de abril presencié el estreno de “Quijote a la cabeza” de La Faranda, grupo de teatro salteño consolidado en la escena nacional, integrado por Claudia Peña y Fernando Arancibia, quienes sobresalen por ser dúctiles operadores y creadores de muñecos mecánicos. El grupo en sí, representa un valor para el teatro por la escasez del tipo de trabajo que realizan, cuyo plus es la excelencia.
“Nunca leemos un arquetipo original: leemos una traducción de ese original vertido al idioma de nuestra propia experiencia, de nuestra voz, de nuestro momento histórico y de nuestro lugar en el mundo”, Alberto Manguel, La Nación, 2005.
Hace al menos dos años ya, Claudia Peña me refirió que estaban trabajando con una nueva versión de su “Quijote Títeres”, obra que recorrió el país por ser ganadora de una Fiesta Provincial de Teatro. Esto habla de un proceso de producción que nació hace 11 años, con el estreno de aquella versión y con al menos dos años- mínimo- de un nuevo trabajo.
B. González Arrilli afirmó: “Tantos Quijotes hay como lectores tiene el libro. El simple lo goza y el inteligente lo re-crea”. Por lo tanto, El Quijote de Cervantes, una novela moderna del siglo XVII, un clásico de la Literatura Universal, tiene varias lecturas posibles. La Faranda propone la suya y recrea a su propio Quijote, a quien dota de voz y cuerpo (muñeco) en esta circunstancia socio-histórica. Por lo tanto, la traducción y la transposición que de Cervantes hace Claudia Peña y Fernando Arancibia, le pertenecen al grupo y lo que vemos, es El Quijote de La Faranda. Lo que el grupo trabaja de la obra cervantina es el espíritu rebelde del personaje, sus ideales justicieros y sus deseos de cambiar el mundo. La obra de Cervantes conserva en el tiempo su resistencia a lo racional y lógico. Es decir que La Faranda, no deforma aquella verdad con que fue concebido quien monta su rocín y sale a pelear contra molinos de viento. Lo revaloriza, lo resemantiza y rescata esas quijotadas que proponen una vida de aventuras y situaciones alocadas que lejos de ser absurdas, son idealistas.
Se hace necesario preguntarse quién sería hoy un Quijote: en primer lugar, tiene una dimensión heroica porque es el prototipo del aventurero soñador y romántico que sale en defensa de pobres y desvalidos, busca hacer justicia y deshacer entuertos; de allí la idea de pelear contra molinos de vientos. Puede ser considerado un antihéroe porque las cosas le salen mal, comete torpezas y distorsiona la realidad. Sin embargo, la gente adora al personaje que actúa desinteresadamente y eleva la realidad a la condición de un lenguaje culto, quijotesco, por el cual una posadera es una doncella de sus amores. Alonso Quijano nos hace ver que la realidad se crea por el lenguaje y esta es lo que se dice que es. El lenguaje edifica el mundo.
Dos obras en una
La obra “Quijote a la cabeza” tiene dos niveles en su puesta: hay un arriba y un abajo, dos espacios que configuran por un lado, el mundo del Quijote farandesco; y por el otro, el universo de La Faranda. Los actores-titiriteros ya no trabajan con una tela negra que recubre el retablo, lo que hacen es correr ese “telón inferior” para mostrar cómo lo hacen.
El ojo del espectador debe adaptarse a coordinar la visión para ver dos obras en paralelo o puede decidir por sí mismo ver una de ellas; también es posible alternar. Hay una propuesta sobre la manera de ver el espectáculo de muñecos. Esto implica no sólo un riesgo, ya que hay una quiebre de la ficción al descubrir lo que “antes” se ocultaba detrás del “telón inferior”. Es lo que llamaríamos efecto de distanciamiento, pero atípico, más novedoso, más de ruptura me atrevo a decir. El riesgo es quedarte afuera de la ficción; pero lo mejor que te puede pasar es disfrutar de los secretos de La Faranda y de su Quijote.
En el espacio de abajo, hay un montaje escenográfico dado por una ambientación lúgubre: allí habitan los personajes que esperan ser manejados por los titiriteros; dispositivos y mecanismos complejos propios de la actividad que desarrolla el grupo; pero además, una escenificación de los titiriteros mismos como personajes que son parte de un todo; entremezclados, fundidos entre los muñecos; especie de demiurgos manejando la vida de sus criaturas.
Lo metateatral aflora como una obra dentro de otra ante el anuncio de la titiritera-personaje sobre la presentación de las obras de La Faranda, donde por cierto hay un cruce interespectacular – paráfrasis de intertextual- por la que asoma la obra “Fedro y el Dragón”, en la que Fedro puede ser “leído” como un personaje quijotesco al salvar al pueblo del Dragón. Esta especie de digresión permite intercalar el humor y la creatividad de que el grupo es capaz, permitiéndose rendir un homenaje a nobles personajes que pasaron por su retablo; pero además, es una estrategia que amplía la idea de “lo quijotesco”; en definitiva, de lo cervantino, puesto que como autor dramático solía usar la metateatralidad en sus ficciones. Esta presentación tipo “anuncio” de una obra también es muy típica del teatro español del Siglo de Oro.
En el espacio de arriba, el trabajo con las proporciones de los muñecos (grande y pequeñito), posibilita recrear los lugares de tránsito de los aventureros y verlos según el alejamiento o la proximidad hacia nosotros. Los Molinos de Viento me han provocado la sensación de “creer” que así los imaginó el Quijote: fue como meternos en la cabeza del manchego para ver por dentro suyo cómo percibe la realidad. Una visión intrasubjetiva, una excelente composición de parte de los creadores de esta obra. Los personajes son como deícticos que señalan el “aquí” o el “allá”. Además de esto, el trabajo técnico con la movilidad es notable; como así también, la caracterización de los protagonistas, del Posadero y de Dulcinea.
“Quijote a la cabeza”, según interpreto, es una apuesta total. Es número puesto de entre las funciones que ha realizado La Faranda. De una parte, simboliza el camino transitado por el grupo en experiencias y conocimientos; de otra, simboliza la tragedia humana a través de la vida y muerte de El Quijote, hacedor de lo imposible. El personaje representa las paradojas y reinstala el concepto de idealismo sobre una era materialista; en un punto: hacer teatro es quijotesco. De manera que Claudia y Fernando son quijotes que luchan contra otros molinos de vientos, sus ideales son la búsqueda de nuevos públicos y la reconquista de los viejos, el auge del teatro llamado independiente y la profesionalización del titiritero como actor de teatro; son quijotes que sueñan con un mundo de retablos donde otros quijotes recorren andanzas.
La línea divisoria entre el arriba y el abajo de un retablo desnudo, podría ser incluso, inexistente. Acaso era el personaje de Cervantes, autor de su novela, interpretado por Claudia y Fernando, y no éramos más que espectadores cómplices del autor viviendo al mismo tiempo que el lector, la escritura de las aventuras y desventuras del Caballero de la Triste Figura y su leal escudero Sancho. Acaso la obra es “leída” al mismo tiempo que en que se escribe para nosotros.
Ya no sé. Lo que sé es que el grupo se ha superado a sí mismo, como en cada nueva propuesta. Han ido más lejos aún, con un clima de teatro de ruptura, con un clima de aire nuevo. Han imaginado la realidad como jamás ha sido, después de todo, como dice Bernal Shaw: “Por qué no”.
La interpretación es inagotable y la forma de mirar, infinita. Lo cierto es que El Quijote como La Faranda se resisten a la agonía de una realidad sin locura, sin creación, sin idealismos.
Una obra increíble de dos universos con una esencia en común: hacer posibles las utopías.
Dónde iremos a parar, si se acaba La Faranda…
– Foto de portada tomada en el estreno