El pasado como un infierno
El secreto de sus ojos, nuevo film de Juan José Campanella
A cargo de un elenco impecable, el director entrega su película más seca, oscura y trágica, que sigue en dos tiempos la historia de un empleado judicial empeñado en descubrir qué sucedió con un caso policial archivado en los setenta.
– Por Horacio Bernades
Ricardo Darín entrega otra gran actuación; Soledad Villamil alcanza una intensidad inédita.
Si una idea anidaba hasta ahora en el cine de Juan José Campanella, era la de que todo tiempo pasado fue mejor. En esa Arcadia, el Alzheimer aún no había minado a la venerada mamá, el padre conocía el secreto del tiramisú y el negocito familiar, el club de barrio y los sentimientos estaban a salvo de la desalmada modernidad. En su regreso al cine, un lustro después de Luna de Avellaneda, la vuelta de Campanella al pasado se ve investida del signo contrario: no representa ya la recuperación del paraíso perdido, sino un infierno olvidado, que se hace presente otra vez. La más oscura, seca y trágica de sus películas hasta la fecha, El secreto de sus ojos es también la menos expuesta a simplonerías nostálgicas, sensiblerías balsámicas y apelaciones generalistas. Su sentido no depende de un consenso extracinematográfico previo: va siendo construido por el propio relato secuencia a secuencia, como se supone debería ser.
Dos breves autorreferencias dan a pensar que el cambio de marcha es consciente y asumido. En una de ellas, ese alter ego de Campanella que siempre fue Ricardo Darín tira a la basura la escena que acababa de escribir, llena de añosas cursilerías. Más adelante es el personaje de Soledad Villamil el que echa por tierra con otra escena escrita por él, una acumulación de tics “románticos” que la película simuló hacer propia, hasta el punto de usarla como fragmento de apertura. El movimiento entre presente y pasado le da esta vez estructura a la película, que se basa en la novela La pregunta de sus ojos y que su autor, Eduardo Sacheri, coescribió junto a Campanella. Darín es Benjamín Espósito, veterano de los Tribunales que decide acogerse al retiro y escribir una novela. En ella intenta reconstruir un episodio trágico, que no puede olvidar: la violación y muerte de una maestra, causa llevada por su despacho a mediados de los ’70. Para que lo ayude con algunos detalles, y de paso para volver a verla, Espósito acude a la doctora Irene Menéndez Hastings (Villamil), que en aquel entonces recién se iniciaba y ahora es fiscal de la Nación. Reabrir el caso, ahora literariamente, será reabrir las más profundas heridas. Una de las cuales es, para Benjamín, no haberse animado jamás a confesarle a Irene lo que siente por ella.
Los grandes sentimientos están, esas pasiones de melodrama italiano siempre presentes en el cine de Campanella y que incluyen aquí, además del gran amor sofocado (no sólo por Espósito), el altruismo del protagonista, en un momento en que hacerse el Quijote podía significar la muerte (Argentina, 1977) y la trágica lealtad a toda prueba de que hacen gala Espósito y su mejor amigo. Reaparece también el sentido del humor, que, como en una sitcom (Campanella trabaja, buena parte del año, en la tevé estadounidense), aflora en diálogos llenos de chistes y chascarrillos, en esta ocasión al servicio de una verdadera arqueología del habla porteña en los ’70. Una diferencia con el cine previo del realizador, y de no poca importancia, es el peso que adquiere el personaje femenino, en los films anteriores poco más que un objeto (romántico, de veneración o a la zaga del hombre, como en El mismo amor, la misma lluvia). Linda, piola e inteligente, la doctora Hastings sabe hacerse un lugar en el muy masculino mundo de los Tribunales, usando el humor y la ironía, hasta ahora patrimonios exclusivos del varón.
Pero si hay en la película un salto cualitativo, éste procede de un giro imprevisto, que allá por la mitad del relato proyecta al orden de lo histórico-siniestro lo que hasta ese momento no pasaba de mero asuntito de crónica policial. A partir de allí la película entera se densifica y resignifica, poniendo al sorprendido espectador frente al más profundo horror de la época. Es cierto que, con alguna excepción (el épico acercamiento en helicóptero a la cancha de Racing, en un momento clave), la puesta en escena no siempre acompaña ese salto a las profundidades, quedando apresada en la clase de corrección naturalista propia de lo que se llama “televisión de calidad”. También es cierto que cierto deus ex macchina romántico, casi en tiempo de descuento, parece puesto para aliviar al espectador de la carga de tragedia acumulada.
En donde se confirma la infalibilidad de Campanella es no sólo en la dirección de actores, sino en su elección y transformación. Rubión y con arrugas de maquillaje, elogiar a Darín sería, a esta altura, un pleonasmo. La que alcanza una intensidad inédita es Soledad Villamil: cada primer plano de sus ojos expresa, a borbotones, la clase de emociones que las formas judiciales aconsejan acallar. Dos son los cómicos obligados a salir brutalmente de su registro, y están uno mejor que el otro. Rubio y de anteojos, al Sandoval de Guillermo Francella el alcohol le pega mal y la lealtad lo vuelve trágico. Haciendo de comisario muy pesado, el contador de chistes José Luis Gioia es todo un hallazgo. Frente a ellos, el torvo madrileño Javier Godino desmiente aquello de que en una coproducción, los actores extranjeros están siempre de relleno.
7-EL SECRETO DE SUS OJOS Argentina/España, 2009.
Dirección: Juan José Campanella.
Guión: J. J. Campanella y Eduardo Sacheri.
Fotografía: Félix Monti.
Música: Federico Jusid y Emilio Kauderer.
Intérpretes: Ricardo Darín, Soledad Villamil, Guillermo Francella, Pablo Rago, Javier Godino, Mario Alarcón y José Luis Gioia.
La pasión según Campanella
– Por Aída Bortnik
El suspenso que arrasa el alma del espectador no se circunscribe ni al crimen, ni a la culpabilidad, ni al castigo. Todo, absolutamente todo, tal como está contada la historia, está en suspenso. El amor, la amistad, la vida misma de los personajes, su dignidad, su valor y, sobre todo, lo que Salcedo llama la pasión.
Sin duda la mejor película de un director que no ha hecho ninguna mal, El secreto de sus ojos coloca a Campanella junto a los pocos Grandes del cine argentino (algo de Torre Nilsson, algo de Soffici), ha decantado, refinado, pulido, perfeccionado hasta lo admirable cada faceta de su trabajo. Ninguno de los actores podría hacer mejor su personaje. Ninguno de los personajes deja de hablarnos en un lenguaje irresistible. La luz de Félix Monti es increíblemente perfecta, la música de Kauderer y Jusid, el vestuario de Cecilia Monti, la ambientación, el total es la suma de partes admirablemente realizadas. Los matices entre el pasado y el presente que están en todo el relato, en los actores, en el lenguaje, en la ambientación, en la luz, en el vestuario, construye una obra sin fisuras.
Como siempre el director nos cuenta su “pasión”. Pasión que él declara argentina.
Un pasado terrible en el que éramos jóvenes, un presente en el que mucho ha cambiado, pero ya no somos jóvenes. Ni viejos, todavía. ¿Permitiremos que nuestra vida se llene de nada o nos jugaremos aún por la pasión jamás perdida?
Ricardo Darín impresiona, personaje a personaje se agiganta. Y en este rol recuerda, nada menos, que a Alterio. Soledad Villamil, de belleza perturbadora, consigue hacer crecer su personaje desde la inseguridad y la soberbia hasta el comienzo de una madurez espléndida. Guillermo Francella se da a sí mismo la oportunidad de un carácter que nos asombra, nos conmueve. Pablo Rago, con una rigurosa economía, no nos permite imaginar cómo ha construido ese personaje maravilloso y aterrador.
Como toda la gente que hace cine y la mayoría de los que lo ven sabemos, la diafanidad de esta melodía no puede ser coincidencia. Hay un gran guión de Sacheri y Campanella. Y hay un gran director. Grande como pocos. Grande como su vocación y su talento.
A las cinco de la tarde, en una sala de un shopping, nos reíamos de pronto al unísono, había silencios profundos y hubo después un aplauso unánime y prolongado. Algunos gritaron “bravo”. Campanella no podía oírlos. Sería bueno que lo supiera.