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domingo, noviembre 24, 2024

Historia de un hombre que no quiso ser el hijo de la sirvienta

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Existen fragmentaciones sociales resaltadas en los pueblos.

El “chaqueño” es portador de una historia personal que bien vale un epígrafe. Hijo de madre soltera, no conoció a su padre ni le molestó el hecho, pero sí esa situación lo hicieron, lo más parecido a un gurrero romano. Contemporáneamente, mi vida tampoco fue accesible, pero desde una situación familiar distinta, plena de cariño y protección familiar y con la modalidad de la época en que la mayoría de la generación de 1950, éramos educados en principios de esfuerzo como algo natural y propio de los descendientes de familias obreras. Es envidiable el recuerdo imborrable de mi apreciado amigo cuando vio a Evita, y ésta le acaricio su hirsuto pelo infantil para dejarle su primera bicicleta (a la que también me hice acreedor). Con Evita, ningún chico de padres humildes se quedaba sin un presente.

Los primeros recuerdos de su niñez fueron empujando una carretilla con verduras y ofreciendo a viva voz esos productos de la madre tierra, lo que a la postre fueron sus primeras vivencias de la vida y del mundo. No es práctica menor, porque cuando en esa etapa de la vida los niños van a la escuela, al “chaqueño” le tocaba sobrevivir con una carretilla con sus lechugas/papas/tomates y ancos de la zona, sin ningún pudor que lo frenara, porque llevaba en sus arterias, según sus propias sensaciones: “el desafío por llegar a ser más”. Ya se consideraba un chico libre y con unas ganas locas de progresar y superarse, lo que no lo privaba de aprender a nadar, porque siendo una criaturita, hacía cosas de mayores ya que no cualquiera se le animaba al Bermejo, pero este “traga hombres” tampoco tenía secretos para él.

El controlar la vergüenza personal es una fórmula mágica para ser alguien, porque en la vida del “chaqueño” todavía quedaba mucho hilo por tejer, y me refiero a sus pasos escolares que se dieron pegada a su madre que era ordenanza de una escuela de chicos acomodados, de cuyo tránsito quedó enmascarado la indisimulable discriminación que soportaba en su humanidad: “Me discriminaban sin miramientos, porque era por siempre, el hijo de la que hacía la limpieza de la escuela”, algo así como el niño de la sirvienta. Si bien el ser hijo de, no nos hace más o menos que, en nuestro País, es una distinción que pesa y en el “chaqueño” por vivir en el más norte de los nortes, esto actuaba, aunque no lo creamos como un verdadero estigma. Lo dice un oranense nativo que puede dar fe de las fragmentaciones sociales resaltadas en los pueblos, de ahí que los pueblerinos busquen las grandes ciudades (como Buenos Aires) para zanjar estas realidades selectivas.

Albores

Entre El Bermejo/ las verduras y la pelota de trapo, “el chaqueño” se hizo adolescente, edad jodida si la hay, pero siempre manteniendo inalterable sus ganas de “ser alguien”, lo que lo inspiró a seguir siendo el mejor de todos: “Estudiaba y estudiaba, porque no quería ser señalado como el hijo de la sirvienta, como tampoco que se me señalara como el acomodado”. “Quería ser igual que todos, como los demás, sin marcas previas, sin diferencias a la vista pero la condición social me delataba”, estaba condenado a ser “el hijo de”, por lo que me zambullí de cabezas a lograr mi secundario en ese colegio de “chicos bien” donde mamá era la que limpiaba. “Estudiaba con tesón para tener las mejores notas y el empeño dio sus frutos a lo largo de esos años vitales sin que pudiera evitar ese sello impreso a fuego”. “Me destaqué en dactilografía/caligrafía/contabilidad/asientos y todas las exigencias que el estudio mercantil demanda, siendo (curiosamente) el mejor ante los demás alumnos”. “Era un traga a sabiendas y a mi gusto. Ese esfuerzo, no sólo me hacía feliz sino que me aminaba a continuar”.

Antes de egresar de su secundario ya tenía ofertas de trabajo, pero su deseo implícito, era salir de ese lugar de opresión. Lo que se hereda no se hurta y el “chaqueño” no renegaba de sus orígenes, pero quería mudar su infancia hacia otros centros inéditos y, como toda su vida, se mandó a mudar a nuevos rumbos, destinos centrales y urbanos. A partir de aquí, y en honor a la extensión del relato, mi amigo comienza otros bemoles de su historia personal, siempre signada por su filosofía de vida en que el sacrificio es la constante, pero ahora con otros resultados más emparentados con el éxito de la vida actual, logros propios de una disciplina entrenada desde el principio de sus albores. Con orgullo de nuestra amistad puedo afirmar que tuvo un final feliz.

Me pregunto, humildemente, ¿qué hubiera sido esta historia real, en la pluma de un best seller norteamericano?

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