Hace mucho tiempo que persigo historias de narcos y de traiciones.
De venganzas y de sicarios. Durante los últimos cuatro años casi sólo me he interesado en narrar batallas por el control del mercado local de drogas.
– Cristian Alarcón
– Criticadigital – 18.08.2008
Intento con dificultad terminar un libro que cuenta una larga guerra entre clanes de peruanos en la ciudad de Buenos Aires: unas 50 personas ejecutadas a lo largo de una década. Nunca antes había notado un interés tan intenso y masivo por ese tipo de crímenes. En esos casos siempre las víctimas, si no fueron pobres, soldados o “vecinos que pasaban”, han sido extranjeros de países limítrofes. No eran “empresarios”. No eran argentinos. No eran de clase media.
Con el triple crimen de los amigos que se conocieron en el gimnasio la clase media debuta por estos días, al menos en la tapa de los medios, como nuevo sujeto de la ilegalidad argentina.
De pronto parece que los pobres no son los únicos vinculados al delito. ¡Ups! Al margen de los casos mafiosos rememorados en estos días, hay algunos que atesoro en mi archivo que por la condición de clase de sus protagonistas fortalecen una clásica hipótesis: todo mercado que crece necesita nutrirse de actores, es decir de intermediarios, inversores, clientes, transportistas, links de las redes.
Si hay algo que ha crecido en la Argentina son los mercados ilegales –no sólo en narcotráfico-, sobre todo a partir de la enorme crisis económica e institucional de fines de los 90 y el estallido de 2001.
Son las crisis de estas dimensiones las que les hacen conocer a las sociedades sus nuevos límites a la hora de protestar, demandar y conseguir cambios. En los individuos las fronteras entre lo aceptable y lo indebido a la hora de superar una mala racha se vuelven laxas. La época que vino después de diez años de consumismo y desmadre financiero no es necesariamente la de una generación de ambiciosos morales. La transa, como práctica del cotidiano, se generalizó montada a la idea de que el que no arriesga no gana y el que no gana es un gil, vieja máxima nacional. Sucede que en algunos negocios los riesgos son altos.
Alba J. fue una de las chicas más lindas de su promoción en un buen colegio de San Nicolás. Morocha de pómulos orientales, culta y encantadora, después del secundario el pueblo le quedó chico. Se mudó a Rosario, donde conoció la literatura, el arte, la danza contemporánea. Pasado el primer fragor necesitó instalarse en la capital.
En Buenos Aires descolló. Fue tapa de una revista de literatura erótica. Escribió historias pecaminosas en la primera Cerdos y Peces. Conoció lo más rutilante del under porteño y se cansó. Nada le daba para vivir tranquila. Mezclaba horas de mesera con horas de clases en el Centro Cultural Ricardo Rojas. Decidió que una gira de su grupo de danza por Europa era la mejor excusa para quedarse allá. Lo hizo.
Se instaló en Barcelona, como muchos otros. Pero el circuito de bares en los que los argentos eran mozos vip la hartó. Apenas conoció al inglés de sus sueños, un tipo rudo pero sofisticado, se enamoró. Se mudó con él a una pequeña mansión. No tardó en compartir el trabajo de su nueva pareja: tráfico internacional. Viajaron a la Argentina varias veces juntos. Solían traer éxtasis y ácidos, y concretar envíos medianos de cocaína. Hasta que se asentaron en una ciudad a 300 kilómetros de Johannesburgo. Eran glamorosos y modernos, lindos y jóvenes. Se daban los gustos en sus vacaciones. Sólo la última visita estuvo signada por un hecho que llamó la atención de la familia. Un grupo comando entró a robarles en el hotel donde paraban. Buscaban una mochila. Una amiga viajó una vez a verla, y volvió sorprendida porque en medio de su estadía un conocido de Alba había sido asesinado. Durante los últimos meses hablaba poco. Pero cuando se comunicó se interesó por conseguir información sobre una causa de drogas importante en la que había imputados algunos ingleses. En un llamado su novio, J., alcanzó a balbucear en español que algo horrible había ocurrido. Alba apareció colgando de un árbol al fondo de su casa sudafricana, en la sabana. El muchacho llamó sólo una vez más y no se hizo entender. Luego J. desapareció. Jamás la familia volvió a tener noticias suyas, excepto una dirección en un cementerio.
Dolores M. llegó a modelo de una de las mejores agencias del país. Fue tapa de revistas. Vivió de un par de campañas. De apellido, con panteón en la Recoleta, su familia tenía varias ramas, divididas básicamente en las que habían conservado algo del dinero de las generaciones anteriores o las que no.
Como en muchas “buenas familias” algunos, los menos, habían tenido una actuación destacada en la guerrilla durante los setenta. Rubia, casi metro ochenta, ojos celestes, Dolores se marchó a España y se enredó con un playboy en la Costa Brava. No le molestó saber que el derroche en el que vivían era el resultado de una conocida práctica de algunas redes, la clonación de tarjetas de crédito. Nadie mejor que una rubia argentina y cheta para gastar sin llamar la atención en joyerías, tiendas de diseño, hoteles, autos.
La última vez que una amiga la visitó en Madrid, Dolores y su novio la llevaron por la ciudad, de un sitio maravilloso a otro, con un descapotable blanco con sillones de cuero. Hace poco, unas semanas, una banda internacional cayó en una redada de la policía española, acusada entre otras cosas del negocio de las tarjetas. Dolores llamó desde la cárcel a su amiga porteña. No se la escucha desesperada. Parece que tiene un buen abogado.
Hace dos años un cronista leyó una historia que luego nunca publicó, en un taller que dio en Buenos Aires el escritor John Lee Anderson. El periodista describía, a su lado, cada domingo, en la cancha, en la platea de River Plate, a un tipo extraordinario, lindo, ganador con las minas, de buen pasar y apellido. Habían sido compañeros de la secundaria. Hasta que escuchó su nombre en televisión. Y luego vio su cara. Era él, “Wally”, Walter Beltrame, uno de los condenados por tráfico en la causa Southern Winds, la de los 80 kilos que aparecieron dando vueltas en la cinta transportadora del aeropuerto de Madrid.
Si asumimos que la clase media aporta cuadros a las organizaciones criminales complejas –desde testaferros hasta lavadores “inocentes” en proyectos innovadores, pasando por elegantes mulas internacionales e inversores de mesas de dinero de ganancias cuantiosas– ¿qué está pasando que ahora los matan? Cuando un país pasa a formar parte de la globalidad ilegal los expertos hablan de “transnacionalización del crimen”.
Cuando las transnacionales ilegales –redes inmensas que buscan siempre nuevos mercados y nuevos centros de producción y distribución– detectan y eligen nuevos destinos, sus prácticas se van apreciando de a poco en el sitio. Son rituales de la muerte que se gestaron en otros confines, que si se comparan pueden ser hermanados.
En Colombia, la aparición del narcotráfico en la sociedad fue un shock para las clases medias, que comenzaron a ver en el progreso de sus miembros motivo de sospecha. Las inversiones inmobiliarias de las familias de mejor pasar de Medellín y las enormes fincas de familias ganaderas de pura cepa fueron más allá del mito de Pablo Escobar y los ejes del narcotráfico colombiano.
Medio México debate sobre las alianzas empresariales y políticas de los carteles que a diario siembran de cadáveres las ciudades que se disputan.
Con las ciudades y las sociedades en crisis, las nuevas subjetividades son signadas por el mercado.
La ambición, promovida de la mano del modelo económico neoliberal de los noventa, y luego como antídoto a la ruina, se volvió una norma. Los límites de la ambición son siempre ambiguos.
“Estos pibes no eran conocidos entre los que hemos estado buscándonos la vida en el tráfico. Pero dan con el perfil del que ha sido rápido en los negocios y accedió a una forma de hacer mucho dinero con no tanto. Es la gran tentación”, dice Hernán, un empresario turístico, hijo del decano de una facultad del interior, que salió de la crisis triangulando mulas con Amsterdam y Nueva York.