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domingo, noviembre 24, 2024

La deuda social

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La democracia no sólo no pudo terminar con la pobreza. En
estos 25 años, la cantidad de pobres y excluidos creció
exponencialmente. A ellos, que no son sólo cifras, se les debe todos los esfuerzos. Si hay una enorme deuda que tiene la democracia en la Argentina en estos 25 años es el no haber podido eliminar las causas del empobrecimiento de una parte importante de la sociedad.

* Por Fortunato Mallimaci

Los pobres, los que se mueren antes de tiempo, los que son sacrificados en el altar del dios mercado, en 1983 como en 2008 siguen
reclamando ese derecho a la vida digna. La heterogeneidad y crecimiento de la pobreza no se produce por cataclismos naturales sino por regímenes de acumulación llevados adelante por grupos con apellidos e intereses propios. Lo que complejiza y dificulta el análisis es que el tipo histórico y sociológico dominante de relación entre Estado, sociedad política y sociedad civil ya no es el de las represivas dictaduras empresariales, militares y religiosas, sino el que surge del consenso del voto ciudadano.

Queremos entender a los pobres y la pobreza no sólo como un número sino como una relación social signada por la desigualdad, como derechos que no se cumplen. Proceso donde se combinan momentos de lucha por la defensa y ampliación de derechos de ciudadanía universales junto a una fuerte violencia social y simbólica que
crea espacios geográficos socialmente jerarquizados que supone y hace creer que esos derechos pueden suspenderse o aplicarse sólo en caso particulares.

En 1983 el tema de la pobreza estaba muy poco presente. Se
suponía que el solo retorno de la democracia permitiría volver a los niveles de integración, justicia e igualdad social e industrialización previos a la dictadura, donde la diferencia entre los que más y menos tenían era sólo de uno a trece (hoy es de 1 a 40). Los sucesivos programas de ajuste sumados a la hiperinflación de fines de los
80 mostraron las caras del poder real económico y financiero que apresuró la finalización del primer gobierno democrático posdictadura.

La principal política social hacia los más empobrecidos fueron las cajas del Programa Alimentario Nacional y el surgimiento de un grupo de investigadores a nivel estatal que comenzaron a estudiar
sistemáticamente el tema de la pobreza. La deslegitimación del Estado social, la flexibilización, privatización y cuestionamientos a la sociedad salarial produjeron en los 90 nuevas fragmentaciones y conflictos. Lo
significativo fue que una porción de organizaciones sociales y sindicales y de sectores populares apoyaron con su prédica y su voto estas medidas.

El mercado desregulador y sus nuevos apóstoles lograron abrir una brecha ideológica y cultural. El imaginario de una cultura del trabajo y de derechos garantizados por el Estado fue trastocado por una cultura de la individualización donde cada uno con su propio esfuerzo debe comprar servicios de salud, educación, jubilación, seguridad, empleo, etc. Precarización, vulnerabilidad, desafiliación, inempleabilidad en una sociedad de riesgo, son categorías que expresan estas nuevas situaciones.

Empobrecerse y/o no tener trabajo era comprendido como una falencia individual: no poseer las capacidades suficientes de adaptación a los nuevos requerimientos del mercado.

Desde el Estado se crearon observatorios para el estudio de la pobreza y se comenzó a elaborar una serie de datos y estadísticas precisas a partir de censos por regiones, ciudades, municipios y grupos de edad, sobre las necesidades básicas de los pobres a fin de asistir a los que más necesitan. Las cifras producidas por el Indec a través de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) son instrumentos principales para la elaboración de los índices de la línea de pobreza semestrales, que son la caja de resonancia de crítica y/o apoyo al gobierno de
turno.

Las cajas PAN son suplantadas por comedores en escuelas y salones comunitarios, en su mayoría de grupos religiosos. La pobreza asistida desde múltiples programas sociales financiados por el Banco Mundial, la
amplia participación de ONGs, grupos religiosos y el tercer sector ligado al mundo empresarial pasa a ser desde los 90 hasta 2001 el nuevo paradigma de las políticas sociales. Ante un Estado denunciado como incapaz de descubrir y ayudar a los nuevos pobres, las políticas sociales fueron implementadas por el sector privado y debían compensar las políticas económicas de ajuste que producían millones de desocupados.

Una política social es eficaz si identifica a los pobres que merecen verdaderamente ayuda social.

Tiempos de crisis

Comienza el siglo XXI con una crisis terminal del régimen desregulador que produce revueltas, represión, muertes en las calles y la puesta en tela de juicio del modelo neoliberal que, surgido con la dictadura en 1976, muestra sus límites extremos en 2001-2002. La dislocación produce una caída fenomenal en los recursos monetarios de la mayoría de la población y un empobrecimiento masivo. Surge a partir de allí un nuevo modelo basado en políticas activas de intervención del Estado en todos los niveles.

En 2002 se implementa en pocas semanas el plan social de mayor envergadura en toda la historia argentina: el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados que llega a más de dos millones de hogares con un subsidio mensual de 150 pesos. Se trata de un cambio copernicano: de políticas sociales focalizadas en obras o bienes a políticas casi universales en dinero.

A partir de 2003 se intensifica la intervención estatal a fin de lograr una mayor distribución social, quebrando el vínculo con los deudores financieros externos, y comienza la recuperación de fuentes de trabajo que impulsan un horizonte de sentido de mediano plazo. Aumenta el salario mínimo, se amplían y mejoran los ingresos de la mayoría de las personas de la tercera edad, disminuye la desocupación con incentivos a la producción industrial y agrícola (a través de una fuerte devaluación), se hacen cumplir las leyes y regulaciones laborales y se subsidia el transporte público.

Si bien la cultura del trabajo predomina sobre la de la pobreza asistida, una gran cantidad de empleos creados son “en negro” y con salarios que no alcanzan a una vida digna.

Una porción significativa de la población queda al margen de la distribución económica actual y sin horizontes cercanos de mirar lejos. Dada la pérdida de credibilidad en la información del Indec, no sabemos si se trata de la cuarta o quinta parte de la población, millones de personas con derechos de ciudadanía no cumplidos y sin acceso igualitario a los servicios que brinda el Estado. Personas que ajustan sus aspiraciones a sus mínimas oportunidades objetivas y a contentarse con lo poco que tienen, a devenir lo que son.

Por eso se debe favorecer la creación de capital social con redes que permitan una mayor vinculación política y social entre sectores sociales y mayor capital cultural con una educación de excelencia. Prioridad de aumentar la calidad de vida con programas de salud sexual y reproductiva al alcance de todos y medicina preventiva decente de
cercanía. Indigna éticamente que hoy, luego de 25 años de democracia, la inversión en salud y educación sea insuficiente y de segunda para los sectores más vulnerables.

La universalización de servicios sociales, educativos y salud de calidad debe ser ya acompañada por el aumento del capital económico con una
asignación mensual universal por niño o por joven (igual a la que ya reciben los asalariados formales). La suma de estos capitales hará realidad la vieja y renovada promesa democrática para que no haya ningún hogar pobre en la Argentina.

Por eso, el reconocer a cada persona como igual y diferente al mismo tiempo supone respetar, actualizar y crear constantemente derechos. La defensa de los derechos de ciudadanía supone articular y crear
las condiciones en cada momento histórico para que los derechos individuales, políticos, económicos, sociales y los de reconocimiento a la diversidad sexual, religiosa y cultural sean aplicados a todos y todas por igual.

Integrados, vulnerables y desafiliados pertenecen a una misma sociedad, aunque de unidad y vínculo problemático. Ante un mercado capitalista que continuamente privilegia el lucro y las ganancias, y exige
sacrificios humanos al dios dinero, la sociedad y, en especial, el Estado deben crear las condiciones para que todos y todas pueden disfrutar de una vida material, simbólica, lúdica y espiritual digna y placentera.

– Fuente: Caras y Caretas . Fortunato Mallimaci, Doctor en Sociología. Investigador UBA/Conicet

– Publicado en el Boletín del Colegio de Psicólogos de la Prov. de Salta

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