Hace 25 años falleció Julio Cortázar, un escritor que tenía clara su misión: ‘Nací para no aceptar las cosas como me son dadas’. Hoy el mundo entero rinde homenaje a este símbolo de la literatura. Pero el escritor sigue vivo provocando risas y tristezas.
Las historias de cronopios y famas, esos seres imaginarios, protagonistas de tantas cosas, fue lo que más disfrutó en vida Julio Cortázar.
Eso fue como un juego para él en un intento por clasificar a la raza humana, y escribirlas le produjo tal diversión que dudó mucho antes de poner el punto final. La diferencia entre estos seres puede estar en cómo conservaban sus recuerdos: «Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: ‘Excursión a Quilmes’, o: ‘Frank Sinatra». Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: «No vayas a lastimarte», y también: «Cuidado con los escalones».
Por eso las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras que en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio. Pero también creó a las esperanzas, «sedentarias, que se dejan viajar por las cosas y los hombres, y que son como las estatuas que hay que ir a ver porque ellas no se molestan».
También disfrutó mucho creando a Un tal Lucas, un personaje que cuando no podía dormir en lugar de contar corderitos se ponía a responder mentalmente la correspondencia atrasada y que cuando lo hacía se quedaba dormido, sólo que al otro día se tenía que levantar a responder esa misma correspondencia pero ya con un resultado frío, torpe, mediocre. Ese Lucas se preguntaba a sí mismo, entre tantas cosas, por sus pudores, sobre todo, cuando en una reunión de amigos sentía ganas de ir al baño: «En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo más bien, suave y silencioso, pero ya hacia el final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha».
Las historias de cronopios y famas y Un tal Lucas le trajeron carcajadas inagotables al frente de su vieja máquina de escribir.
Pero cuando le preguntaron que si sólo pudiera llevarse un libro de su autoría a otra vida no dudó en responder: Rayuela, el libro que más trabajo le costó escribir.
Esa novela es considerada hoy en día uno de los hitos del boom literario de los años 60 en el que también se destacaron Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Angel Rama, José Lezama Lima, Carlos Fuentes, entre otros.
El propio Cortázar resumió la novela en una frase: «Es la historia de la realización de un fracaso y la esperanza del triunfo».
Por su novedosa narración y por dar al lector la posibilidad de leer el libro como prefiriera, entre tantas otras cosas, esta novela fue el clímax de la carrera literaria de un hombre que empezó publicando poemas en revistas literarias y que sólo a los 35 años se aventuró a dar a conocer Los Reyes.
Lo poético siempre estuvo presente en su obra y él mismo admitía que a través de su prosa buscaba un lenguaje especial, conmovedor, como se lo propuso en La prosa del observatorio: «Así la galaxia negra corre en la noche como la otra dorada allá arriba en la noche corre inmóvilmente: para qué buscar más nombres, más ciclos cuando hay estrellas, hay anguilas que nacen en las profundidades atlánticas y empiezan, porque de alguna manera hay que empezar a seguirlas, a crecer, larvas translúcidas notando entre dos aguas, anfiteatro hialino de medusas y plancton, bocas que resbalan en una succión interminable…». O como en su famoso pasaje de Rayuela que describe un beso: «. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua».
Amante del boxeo y del jazz, Cortázar vivió casi 70 años.
Nació en Bruselas, de padres argentinos, en 1914 y murió en París el 12 de febrero de 1984, pero fue ciento por ciento argentino. A los 4 años se fue a vivir a Buenos Aires y allí gestó buena parte de su obra.
Trabajó como traductor para la UNESCO y fue profesor universitario.
Como escritor le importaba muy poco saber el final de sus cuentos antes de sentarse a escribir. Le gustaba que los personajes lo fueran llevando a lugares y hechos desconocidos y por eso, sobre la marcha, la historia tomaba direcciones que lo sorprendían. Lo que sí tenía claro era partir de lo cotidiano, de hechos perfectamente posibles, para hacerlos un poco fantásticos. Como ese envión interminable que inventó a la entrada de París en La Autopista del Sur que duró días enteros no sin antes dejar grandes amistades, romances y frustraciones. O como ese traductor que vomitaba conejos, o ese hombre que desde el avión miraba, cada vez que podía, una pequeña isla a la que su destino estaba ligado.
También creó a un hombre que lee en un libro lo mismo que le está pasando en ese momento, sintiendo un puñal en su espalda.
Los premios (1960), Rayuela (1963), 62/Modelo para armar (1968), Libro de Manuel (1973), entre tantos otros libros, conforman el legado de un hombre que murió de leucemia pero también agobiado por la pena después de la muerte de su última compañera la fotógrafa Carol Dunlop.
Aun así él sigue vivo entre tanta gente provocando risas y tristezas pero, ante todo, llevando al lector a lugares imposibles, a historias jamás pensadas, a plazas, parques y calles en donde la gente no sabe si se está comportando como cronopios o como famas, planificando la vida o aceptándola como viene, pero siempre agradeciendo que alguien los haya visto con ironía.
Como le ocurrió en algún momento a una empleada del servicio que le preguntó al señor de la casa que por qué botaba un pañuelo cada vez que lo usaba y él respondió que no debió haber preguntado eso pues ahora le tocaba a ella lavar los pañuelos en lugar de él botarlos. Sus razonamientos quedarán ahí, para siempre. «En algún lugar debe haber un basural donde están amontonadas todas las explicaciones. Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural».
– Alberto Noé se doctoró en la Universidad de San Pablo; sociólogo, nacido en Salta, autor de Utopía y desencanto. Creación e institucionalización de la Carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires (1955-1966)