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sábado, diciembre 21, 2024

La revolución cervantina

Con su obra “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, de 1605, el autor español escribió la más paradigmática de todas las novelas modernas. Las razones que la mantienen como una obra esencial

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Si es cierto que no hay ninguna relación más perfecta que la que tenemos con nuestra lengua materna, entonces quien haya aprendido en primer lugar el idioma español todavía puede agradecer la existencia de Miguel de Cervantes Saavedra: no hace falta más que leer el Quijote, publicado por primera vez en Madrid en 1605, para entender por qué sigue siendo uno de los puntos más álgidos de nuestra lengua. Sin embargo, las razones por las cuales la figura literaria de Cervantes aún gravita entre nosotros no están en la afirmación apresurada que lo ubica como el “inventor de la novela”. Un repaso rápido por el argumento del Quijote puede aclarar el malentendido: si Don Quijote lee novelas, es porque estas ya se habían escrito. En efecto, en su época existían las novelas de caballerías, las novelle italianas y las novelas pastoriles y bizantinas, por lo que Cervantes no inventó el género novelesco sino que escribió la más paradigmática de todas las novelas modernas.

Para comprender lo que El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha tenía de original hacia 1605 hay que repasar las costuras de un texto escandalosamente novedoso, aunque al mismo tiempo radicalmente consumado. Lo que Cervantes plantea apenas al comienzo de su novela es innovador. Si la sensación de muchos de sus contemporáneos era que la ficción no tenía tantas herramientas como la historia a la hora de retratar la realidad, los esfuerzos de algunos para lidiar con esta tensión fueron penosos, como cuando Luis Zapata, el autor del Carlo famoso (una crónica sobre la conquista del Nuevo Mundo), utiliza asteriscos para señalar cuáles episodios son ficticios y cuáles verdaderos. Por su parte, el narrador del Quijote, obsesionado con contar una historia verdadera, afirma que los eventos suceden “en algún lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”. De este modo, sacude a través de la ambigüedad y la ironía lo que, hasta entonces, eran los principios básicos de la ficción literaria.

1. Un concepto de narración vigente hasta hoy

El nuevo concepto cervantino de narración es tan sofisticado que todavía resulta novedoso. Mark Z. Danielewski, un destacado escritor norteamericano, usa en La casa de hojas el mismo procedimiento, y por eso su novela más celebrada se trata del comentario que alguien hace acerca de un manuscrito que cayó en sus manos. Como explica Cervantes, el autor del texto, en realidad, no es otro que Cide Hamete Benengeli, por lo que toda la novela no es más que una traducción que el propio Cervantes encarga, traduce y edita. Es “estando un día en el Alcaná de Toledo” donde encuentra “un manuscrito titulado Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo” (I, 9). El historiador árabe no es más que otro personaje de ficción que Cervantes presenta como el autor de su propia novela y al que comenta con frecuencia al comienzo de los capítulos: “Entra Cide Hamete, cronista desta grande historia, con estas palabras en este capítulo: ‘Juro como católico cristiano’” (II, 27).

Cuatro siglos después, Danielewski es otra prueba del alcance de la prestidigitación literaria de Cervantes. En La casa de hojas (2000), es Johnny Truant el que encuentra el manuscrito de Zampanò, al que glosará largamente en un gesto solapadamente cervantino. Después de todo, nadie que pretenda escribir bien copiaría los procedimientos del Amadís de Gaula, publicado en 1508 en Zaragoza, o los artilugios deslucidos del Quijote apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda (el escritor que compuso la segunda parte del Quijote antes que Cervantes).

2. Una perspectiva inédita para entender la realidad

Otro de los grandes resortes novelísticos que cambió el Quijote es el de la perspectiva. Si el lector adopta el punto de vista de cualquier compañero de viaje del Caballero y del Escudero que no esté loco, puede ver el problema desde otro ángulo. De un golpe, Cervantes transformó por completo el enfoque de la narración y ensanchó el radio de acción de la prosa novelística. Y es que, en un artificio eminentemente barroco, en el Quijote cuentan en igual medida los puntos de vista de los personajes, el autor y el lector: los personajes ven desde otro lugar las locuras del Caballero y su Escudero (“Yo no te entiendo, Sancho, le dijo Ricote, pero paréceme que todo lo que dices es disparate”, II, 54), el autor afirma la lógica de lo que sucede (“¿Quién no había de reír entre los circunstantes, viendo la locura del amo y la simplicidad del criado?”, I, 30) y el lector es capaz de juzgar la pobre calidad del Quijote de Avellaneda (“el que hubiere leído la primera parte de la historia no es posible que tenga gusto en leer esta segunda”, II, 59).

El resultado es una especie de espejo cuya refracción añade una dimensión más a la novela, y es lo que más tarde hicieron novelistas como William Faulkner en El ruido y la furia, donde la misma historia se narra a través de cuatro personajes diferentes. El punto máximo de esta modificación cervantina de la perspectiva se da cuando Cervantes introduce al público mismo en la ficción, como sucede con Sansón Carrasco, el personaje que en la segunda parte de la novela afirma haber leído la primera y está familiarizado con las andanzas del Caballero y su Escudero. William Faulkner

William Faulkner

3. Una indagación al problema de la verdad

Sobre todo lo demás, el idioma literario del novelista de Alcalá de Henares se detiene también en otra obsesión literaria que nombra con insistencia: el problema de la verdad (y, consecuentemente, cómo narrarla). La cuestión acerca de lo que es apropiado en una narración resulta esencial, y Cervantes es meticuloso en relación con lo que es necesario contar y lo que es fundamental omitir. Sin embargo, a pesar de que el Canónigo, uno de los personajes encargados de quemar la biblioteca del Caballero, critique la “escritura desatada” de las novelas de caballerías, el Quijote es por momentos una mezcla confusa de acontecimientos que se amontonan en desorden como los refranes de Sancho. ¿Y no es también en esto una novela paradigmática? La novela es, por excelencia, el tipo de ficción al que le sobran cosas.

La verdad, entonces, es un asunto sustancial para la novela cervantina, y por eso Cervantes no deja de evocarla cuando habla de “los mesmos sucesos que la verdad ofrece” (II, 44), cuando llama “verdaderos” los episodios de Cardenio y Dorotea (I, 28), cuando se preocupa de “la continuación de una verdadera historia” (II, 8) o cuando aclara que un detalle “se viene a la verdad del caso” (II, 26). Con todo, Cervantes bordea la verdad desde una posición irónica y ambivalente que supone una conciencia simultánea de lo imposible y lo necesario que es dar una reseña íntegra de la realidad. Desde luego, una verdad de este tipo es evasiva, y no extraña entonces que la ambigüedad cervantina haya generado interpretaciones tan heterogéneas: para Miguel de Unamuno el Quijote es una novela sobre el anhelo por sobrevivir, para Erich Auerbach se trata del espíritu gozoso de la vida, para Friedrich Schelling es la exaltación del sueño imposible, Harold Bloom piensa a Don Quijote como un héroe romántico y Franz Kafka lee la novela como un chiste judío.iguel de Unamuno, Erich Auerbach, Friedrich Schelling, Harold Bloom  y Franz KafkaMiguel de Unamuno, Erich Auerbach, Friedrich Schelling, Harold Bloom y Franz Kafka

4. La novela y su forma

Desde luego, si Cervantes reclama para la novela un tipo de verdad, la pregunta obligada es qué tipo de novela puede plantearla y a qué tipo de lectura se presta. Ante los mitos religiosos de la caballería y las hagiografías, lo que Cervantes quiere plantear es su propia experiencia, que no es otra que la experiencia literaria. Desde el principio, el problema más evidente es que Don Quijote no logra distinguir la vida de la literatura, por lo que después de un intento fallido de escribir —trata de completar la novela inacabada de Don Belianís de Grecia, que hubiese terminado “si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran” (I, 1)—, se dedica a leer compulsivamente. ¿Y en qué tipo de lector se convierte?

Cervantes afirma que es “un aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles” (I, 9), y también su personaje de ficción se vuelve un lector compulsivo: lectura literal y tajante, Don Quijote quiere imitar los versos de Cardenio en Sierra Morena y se enerva violentamente con el romance escenificado de Gaiferos y Melisendra. La lectura lleva a Don Quijote a una serie interminable de confusiones donde vida y literatura no logran deslindarse porque su lectura no logra distinguir lo que de ninguna manera puede ser verdadero, lo que puede serlo y lo que realmente lo es. ¿Y acaso no termina el Quijote con un lector reconociendo que leyó todo mal? De regreso en su aldea natal y a punto de morir, el Caballero afirma aliviado que por fin está despojado de “la leyenda de los detestables libros de las caballerías”.Escena de "El hombre que mató a Don Quijote", de Terry GilliamEscena de «El hombre que mató a Don Quijote», de Terry Gilliam

5. Preguntas incómodas sobre la lectura

Lejos de la metáfora y del espíritu crítico, la lectura que Don Quijote hace de las novelas de caballerías es la de la identificación idealista, y en consecuencia la conjunción más frecuente en la novela es disyuntiva: Alonso Quijano o Don Quijote, la venta o el castillo, el molino o los gigantes, la bacía del barbero o el yelmo de Mambrino. Incapaz de distinguir lo ornamental de lo sustancial, ciego ante las diferencias entre lo ficticio y lo verdadero, la credulidad sin discriminación de Don Quijote representa un caso extremo, y acaso lo que sugiera Cervantes sobre el final, cuando el Caballero está en su lecho de muerte, es que una buena lectura es aquella que ayuda a atemperar los equívocos, tolerar la incertidumbre y simbolizar mejor el mundo.

Aún así, las dificultades para distinguir entre la realidad y la ficción siguen entre nosotros. En 2005, un equipo de la Universidad Complutense de Madrid intentó dictaminar cuál era el lugar de la Mancha cuyo nombre el narrador del Quijote no quería recordar. Con 27 criterios científicos diferentes, herramientas filológicas, urbanísticas, históricas y sociológicas, lo que estos académicos intentaron fue cambiar la belleza artística de la indeterminación por la belleza erudita de la certeza, y llegaron a la conclusión de que el lugar en cuestión era Villanueva de los Infantes. ¿De qué le sirve al lector que le hayan puesto nombre a aquello que no lo tiene?

Desde el lado de la ficción cervantina, podríamos preguntarnos qué tipo de arte perfecciona aquél que no se quiere acordar de algo. ¿No será que los eruditos confunden una vez más la vida con la literatura y leen el Quijote como Don Quijote leyó elAmadís de Gaula? Probablemente, Cervantes los habría incorporado en algún capítulo del Quijote para darnos, otra vez, una austera lección sobre el desengaño.

Fuente: Infobae

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