Cristina Idiarte, la actriz que protagoniza este espectáculo, es una referente en Salta del Café-Concert, género que se resiste a cambiar de nombre, pero que además, creo, debe conservarse porque en mi opinión, quien dice Café-Concert no dice Stand Up. Existe por sí mismo y es apto para cardíacos. Co-lindante con el cabaret, el night club y el vodevil, este género recorre una amplitud semántica y recupera la esencia de la Belle Epoque. Tiene esta cosa de lo oculto, es un arte que escapa a lo convencional y que combina diversas formas del humor.
Las humoradas concertinas de este espectáculo te sacuden de a poquito para arrancarte una carcajada o para transportarte a un pasado en el que todos, pero todos, tuvieron una maestra como Dorita, la símil caricatura de las seños de hoy y de siempre. Debajo del delantal está la actriz, con amplio manejo del público, con la necesaria rapidez para hilvanar situaciones de improvisación que se producen debido al contacto con el público, con un lenguaje efectivo y un desarrollo más que dinámico. Este conjunto de atributos le dan la posibilidad a la obra de convertirse en un espectáculo humorístico formidable.
Dorita, interpretada por Cristina Idiarte, convierte el escenario en un aula y la pantalla en un pizarrón virtual. Todo lo que allí ocurre es desopilante, en un despliegue de gracia y ductilidad que denotan el oficio de la intérprete, decidida a recuperar ciertos valores clásicos del teatro a la vieja usanza, y todo esto, sin morir en el intento.
Cristina es Dorita, pero también es ella misma como personaje. Esa complicidad que guarda con la popular seño nacida de “las secuelas de una generación automedicada”, aquel Café-Concert en las que ya hacía de las suyas con la disertación de lo que era ser un “humano” y de lo lejos que estaba el educando de llegar a serlo…, se nota con gran evidencia. Esa alquimia, como si fuese la «máscara» ganándole a la actriz, tiene un componente esencial y es su propia autobiografía. Lejos de convertirse en una crítica detractora de sus seños, Cristina se la toma con un humor para endiosarlas, porque sus errores y/o aciertos hicieron de ella la persona/el personaje que es. Vaya tributo a esas «Dorita» que pasaron por nuestras vidas. Y volviendo a la idea de que en un momento es ella misma como personaje suyo, aclaro que es una especie de tercera y última parte, donde referencia la anécdota que le da vida al título de esta obra teatral.
La segunda, está intervenida por un alumno que pasa al frente, en esta oportunidad fue Guillermo Brandan Valy, momento que le aporta al espectáculo cierta distensión y que orada en lo sensual. Un apuesto galán con una seño que no esconde que le agrada. Y un público que apoya el gesto y se engancha en el tren…
Dorita interpela a la ordenanza Stella Maris, a quien le achaca lo males de la función, apelaciones muy divertidas que hacen al acabado perfil de la protagonista.
El director de la obra, Gabriel Carreras, consagrado actor tucumano que viene del humor con «República de Tucumán» o «Manyines» y quien adquirió fama en la TV e Internet, pero fue en el teatro con el drama que obtuvo prestigio con obras como «Medio pueblo», entre otras; aportó su mirada externa para hacer una presentación que salga redonda y con mejor terminación. La mano de Fernando Subelza en la parte técnica, sonido y música, no podía faltar tampoco; como así también, la de Andrea Di Salvo en escenografía y vestuario.
Cuando Cristina corre el velo de su personaje para dejarlo dormir hasta la próxima función, emociona hasta las lágrimas. Un espectáculo fresco que guarda un contenido de revalorización del rol del maestro argentino, pero que no pierde el necesario tenor caricaturesco, porque solo en la exacerbación de los caracteres, se logra el efecto de realidad.
La feliz vuelta del Teátrico Suburbano en una obra verdaderamente imperdible.
– Foto de portada de Luciana Cassina