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sábado, abril 20, 2024

La siniestra maraña burocrática de la ciencia y la educación superior argentina

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En el proceso político-cultural argentino existe un elemento vital que ha venido siendo sistemáticamente soslayado: nada más ni nada menos que la producción de conocimiento científico y artístico.

Habiendo sido la ciencia, el arte y la educación sometidos antaño a la hegemonía eclesiástica, en la actualidad se encuentran subordinadas a los poderes del estado y de los colegios profesionales tradicionales. Por consiguiente, existe en el país desde hace casi un siglo un oscuro espacio intelectual conformado por una nomenklatura negadora del conocimiento y emisora de diplomas o patentes de corso, que se derrama como gangrena al resto de la educación argentina (niveles medio, primario y normal), y a las esferas de la justicia (jueces y letrados) y de la salud (médicos, enfermeros, sanitaristas), y que ningún político se atreve a cuestionar ni a oxigenar.

Ese oscuro espacio transita una larga via crucis, desde los niveles del aprendizaje a los de la docencia y la investigación, donde los que aprenden hasta los que enseñan e investigan se ven forzados por una siniestra telaraña institucional conformada por múltiples organismos públicos que no hacen más que obstaculizar y amedrentar la originalidad, la creatividad y la vocación y voluntad de trabajo de una inmensa masa de docentes e investigadores.

Dichos organismos públicos han venido cumpliendo en diversas etapas del pasado funciones ejecutivas, deliberativas, evaluativas y acreditativas. Sin embargo, en ese nutrido campo de múltiples y superpuestas funciones se registraron numerosos acontecimientos históricos que fueron alimentando el presente que hoy padecemos. Si bien la Reforma Universitaria de Córdoba supuso desde 1918 la justa emancipación del conocimiento de la tutela de la iglesia y del estado, vino a imponer sobre la masa de docentes e investigadores (actualmente rondan alrededor de cien mil) un nocivo mecanismo de pedagogía populista.

La participación de los graduados y de los estudiantes en la conducción de las universidades nacionales, o cogobierno tripartito (inaugurado como válvula de escape de la protesta estudiantil de Córdoba por el riojano Ministro José S. Salinas en agosto de 1918), ha terminado por convertirse en un instrumento anacrónico y equívoco para una sociedad que busca modernizar sus estructuras educativas y científicas. A diferencia de la universidad norteamericana, donde la revolucionaria política pedagógica del rector de Harvard Charles W. Eliot se extendió a todo EE.UU, al extremo que sus resultados desplazaran de la hegemonía mundial a la propia Europa occidental, el cogobierno tripartito argentino vino a acentuar la endogamia docente con la selección en los concursos de jurados ad-hoc; y lo mismo ocurrió en menoscabo de nuevas y más modernas carreras científicas con la intromisión de los colegios profesionales locales en la conducción de las carreras tradicionales.

Un cuarto de siglo más tarde, con la Revolución de 1943, se liquidó la autonomía universitaria, las libertades de cátedra y de agremiación, y el cogobierno tripartito, provocando una reacción estudiantil que se perpetuó hasta los prolegómenos de la Revolución de 1955. Doce años después, durante la denominada Revolución Libertadora (1956), el Premio Nobel Bernardo Houssay fundó el CONICET alegando para ello que la función investigadora en las universidades peligraba por la vigencia del restaurado cogobierno tripartito, donde los graduados eran inducidos a votar mediante la contratación de flotas de taxis, y los estudiantes fueron retribuidos con el cogobierno por su rol opositor al Peronismo. Y con Frondizi en 1959 se acabó el monopolio estatal de la educación superior pues reglamentó el famoso artículo 28 que dio nacimiento a las universidades confesionales y privadas, en cuyas filas la educación dejó de ser gratuita, y nunca rigió el cogobierno tripartito.

Otro cuarto de siglo más tarde, durante el gobierno del Peronismo Menemista (1995) y de la Secretaría del economista Juan Carlos del Bello, se legislaron nuevas instituciones destinadas a agudizar la ley del embudo en la ciencia y la educación superior argentina (ANPCyT), en donde la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU) ocupa la vanguardia con la acreditación en el con-urbano bonaerense de una veintena de nuevas universidades, las cuales recientemente se han venido complicando con la corrupción política.

A partir de la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) incrementó su rol en la investigación científica a escala continental, manifestándose en Argentina a través de la citada Agencia Nacional para la Producción Científica y Tecnológica (ANPCyT), creada por encima del CONICET y de las Universidades nacionales. Pero en lugar de invertir los millonarios fondos del BID en la infraestructura científica de los institutos universitarios (bibliotecas, laboratorios, centros de cómputos, editoriales, etc.), este engendro burocrático vino a acentuar la dominación oligárquica del conocimiento al distribuirlos en proyectos individuales de investigación de quienes ya estaban siendo contratados y beneficiados por las universidades y por el CONICET. Y con una resolución administrativa supuestamente dirigida a democratizar el CONICET se arbitró un grotesco simulacro electoral destinado a elegir sólo un número limitado de miembros de su Directorio (Decreto No. 1661/96 del Poder Ejecutivo Nacional), quienes –a los efectos de condicionar los Informes y las promociones de Carrera–fueron a su vez sobornados con los subsidios del ANPCYT.

Y durante el gobierno del Peronismo Kirchnerista, desde la Secretaría de Políticas Universitarias (SPU) del Ministerio de Educación, con el señuelo de los incentivos docentes se alimentó la optativa categoría del docente-investigador (veinte mil docentes-investigadores), que dispensó a la inmensa mayoría (ochenta mil docentes) de la obligación de investigar. Dentro de esta nueva y mercenaria categoría burocrática se creó un intrincado y escabroso escalonamiento de media docena de niveles jerárquicos, que violando la autonomía universitaria se superpuso a las jerarquías y dedicaciones docentes que habían sido asignadas por los consejos directivos de las respectivas facultades y departamentos universitarios; y en el CONICET se sobrepuso a las jerarquías científicas que habían sido promovidas por su propia junta de calificaciones.

Finalmente, durante el Peronismo Kirchnerista, y en el ANPCyT que dirigía el Dr. Lino Barañao, se registró una masiva corrupción en el otorgamiento de los subsidios de investigación procedentes del BID que abarcó medio centenar de Coordinadores pertenecientes a igual número de Mesas-Jurados, infructuosamente denunciados en la sede judicial penal de Comodoro Py. No obstante la inmensa masa de recursos recibidos desde el exterior los resultados académicos han sido de una precariedad alarmante, y para peor han engendrado una burocracia parasitaria típica de países que no innovan ni contribuyen al desarrollo científico del mundo y que solo producen y exportan mercancías primarias.

La superposición de funciones evaluativas y calificadoras por parte de organismos provenientes de ministerios, secretarías y juntas o consejos dispares no ha hecho más que burocratizar, monopolizar y corromper el entramado de la ciencia y la educación superior argentina, diluyendo las responsabilidades del fracaso y elevando su caracterización a la inefable condición de Nomenklatura (o mandarinato), como la que regía durante la Guerra Fría en el socialismo real de la Europa oriental.

– Por Eduardo R. Saguier

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