De un lado están quienes temen que la hegemonía derive en un régimen “bolivariano”, destrozando las instituciones y afianzando la impunidad. Del otro lado, quienes proclaman que el oficialismo salvó a la Argentina y, ahora, merece un lecho de rosas.
Unos y otros juzgan el pasado inmediato y predicen el futuro, con creciente pasión. Es peligroso.
La democracia consiste en el cotejo de preferencias, no en el choque de furores.
La misión de los dirigentes será imponer la mesura. Para eso, deberán tenerla ellos mismos.
La oposición deberá admitir que su actual insignificancia es , en gran medida,resultado de no haber tenido visión, ni energía, ni unidad, ni un vínculo afectivo con la gente . En el examen de sus desatinos hallará la fórmula de la recomposición.
El oficialismo deberá reconocer, en lo íntimo, que la actual “bonanza” no obedece sólo a sus aciertos sino, ante todo, a la lotería que ganó toda Latinoamérica cuando China agigantó la demanda global de materias primas e hizo que sus precios se fueran a las nubes. Un baño de modestia ayudará a los oficialistas a superar futuras tormentas.
El país, aun cuando los exaltados no lo perciban, necesita consensos.
No acuerdos que debiliten al Gobierno o domestiquen a la oposición.
Compromisos que sólo aparten de la puja algunos temas que no admiten discrepancia. La democracia es contrapunto, pero debe serlo en el mismo sentido que la palabra tiene en música: concordancia armoniosa de voces contrapuestas.
La Presidenta tiene razón cuando dice que esa concordancia debe darse en el Congreso . Pero hace falta que el Ejecutivo la aliente y, entre otras cosas, se abstenga de legislar desde la Casa Rosada. Ese hábito, amén de contrariar a la Constitución, desvaloriza el ambiente que (coincidimos) es el más indicado para un diálogo fecundo.
La confluencia parlamentaria es indispensable para fijar, genuina y desinteresadamente, políticas inamovibles que aseguren, en el mediano y largo plazo, una economía más productiva, una sociedad más justa y una educación más elevada . Nada de eso puede lograrlo una mayoría circunstancial y soberbia. Ni una minoría hostil y destructiva.
La falta de un entendimiento mínimo resentirá, también, la posibilidad de que la Argentina supere con éxito las dificultades que, es probable, se nos presentarán en el futuro cercano.
Los tiempos que se avecinan difieren de los que hemos gozado en los últimos años.
Las crisis de Europa y los Estados Unidos le reducirán a China su mercado de exportación y, de ese modo, le harán encoger su desarrollo. El nuevo coloso, cuyo crecimiento ya ha empezado a perder velocidad, comprimirá la importación. Y eso reducirá la demanda global de materias primas, presionando los precios internacionales hacia abajo.
La reducción no será dramática, pero nos dañará y agregará dilemas a los que ya tenemos : ¿Cómo frenar la inflación sin disminuir el consumo? ¿Cómo ser competitivos sin evitar que esa inflación revalúe el peso? ¿Cómo preservar el valor de los salarios sin que, por el contrario, el peso se deprecie? ¿Cómo reducir subsidios, que nos cuestan 14 millones por hora, sin provocar una fuerte reacción social? ¿Cómo escaparle al déficit fiscal sin morigerar el gasto público? ¿Cómo achicar ese gasto sin hacer que caiga la actividad económica? ¿Cómo legitimar las restricciones sin redistribuir el ingreso? ¿Cómo redistribuirlo sin afectar la inversión? ¿Cómo tolerar una menor inversión, sin renunciar a un crecimiento continuo? Sería penoso que, con la intención de resolver estos dilemas por sí solo, el Ejecutivo reclamara más poderes. O que la oposición se cruzara de brazos, deleitándose con los “costos políticos” que habría de pagar el Gobierno para controlar los desequilibrios.
Instituciones fuertes y vocación patriótica se necesitan en todo momento, pero más se necesitarán si ahora sobrevienen dificultades.
San Martín decía que “nunca se puede gobernar a un pueblo con más facilidad que después de una gran crisis”. A la inversa, se hace difícil gobernar a una sociedad que creyó haber logrado el progreso continuo y, en un momento, se ve obligada a moderar su optimismo. En tales circunstancias, un gobierno autosuficiente y una oposición desentendida pueden conducir a la frustración.
Los argentinos ya hemos sufrido demasiadas frustraciones, la última de las cuales movilizó al país bajo una consigna tan anarquizante como desesperada: que se vayan todos. En aquel momento, ningún político era reivindicado. Y ninguno lo sería si, antes de llegar a otra crisis, las distintas fuerzas no comprendieran la necesidad de superar falsas diferencias, aquietar las vanidades y buscar un mínimo común denominador que conduzca a una sociedad satisfecha con su democracia.
Es inverosímil que, en las próximas semanas, haya compromisos multipartidarios. Los triunfadores de este domingo derramarán su jolgorio, y los otros mostrarán su desaliento. Los líderes de uno y otro lado tienen la responsabilidad de encauzar los sentimientos que dominarán, en principio, a sus respectivos seguidores.
Como quería Spinoza, esos líderes no deberán reír ni llorar, sino comprender.
Comprender, en este caso, que deben prevenir el ensanche de la brecha que separa a quienes quieren la continuidad y quienes querrían el cambio.
El país no debe verse frente a una antinomia, como las que en el pasado nos hicieron malograr oportunidades, retroceder y hasta abrir las puertas a la violencia. Hubo una generación que se vio forzada a elegir entre el “tirano” y los “vendepatria”. Cuando las diferencias se plantean de tal modo, es imposible mantener la casa unida.
Y ya se conoce la sentencia bíblica: “una casa dividida contra sí misma no puede permanecer”.
– Rodolfo Terragno – Escritor y político
– Radio Miami