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sábado, septiembre 7, 2024

Por qué no voy a ver el Mundial (Ud. tampoco debería hacerlo)

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El deporte es la continuación de la guerra por otros medios: veintidós personas entran a la cancha a patear una pelota según reglas preestablecidas porque les resulta más civilizado que partirse mutuamente la crisma.

Y la guerra es la continuación de la política por otros medios, como hace mucho nos enseñó Carl von Clausewitz, el estratega prusiano que educó políticamente al cadete Juan Domingo Perón. Y la guerra y la política son los dialectos más crudos del idioma universal del dinero.

Recién entonces comienza a tener sentido el Mundial de fútbol de la FIFA: el negocio más grande del planeta, la máscara peor velada de la violencia nacionalista, una regresión política, un circo para todos que reparte pan para pocos. En un país cuyo Gobierno elevó el ver partidos por televisión abierta al rango de derecho constitucional a través de una batalla política que derivó recursos públicos a algunas de las organizaciones más oscuras de la sociedad civil, nada de esto debería sorprender, pero así y todo resulta ofensiva la forma en que multimillonarios de toda laya (sponsors, organizadores, jugadores, representantes, leyendas en caída libre que sacan desde el banco del DT un pasaje sin retorno ni terceras opciones a la canonización o el linchamiento) lavan sus pecados en la sangre del hincha, manso cordero de quién sabe qué dioses.

No se trata de vender televisores, paquetes turísticos, pases exorbitantes, unos meses en los que cualquier presidente del mundo podría decretar el regreso a la monarquía absoluta sin que nadie se dé por enterado: es la pasión. Esa pasión que todo lo cubre, hasta la suspensión de las clases so pretexto de que hacen falta 90 minutos de Eslovenia-Camerún para que los chicos busquen a ambos países en el mapa y debatan entre corner y tiro libre sobre la balcanización y la descolonización africana, algo que los docentes vienen haciendo desde hace mucho sin necesidad de transmisiones satelitales en full HD. Esa pasión que saca de los cajones banderas que vuelven a juntar polvo apenas termina el certamen. Esa pasión que convirtió en 2002 un jingle cervecero con frases dignas de la peor propaganda procesista en un himno nacional alternativo. Esa pasión que alimenta mitos como que a la Selección le va igual que al país (tomen nota, antólogos del Bicentenario: 1978, el año más cruento de la dictadura, y 1986, a semanas del levantamiento carapintada, fueron los mejores momentos de nuestra historia), que los jugadores llevan consigo los destinos de su gente (Villa Fiorito a estas alturas debería ser Bal Harbour, pero ya ven), que todos ganamos en un partido que no jugamos (si hacemos los números, cada miembro de la delegación argentina a Sudáfrica representaría tanta gente como un senador nacional), que los que se apelotonan alrededor de 20 añejas pulgadas y los que se apoltronan delante de una pantalla pantagruélica están del mismo lado. Esa pasión tan vacía de contenido como de lógica, esa nada enfervorecida, ese grito que no articula ninguna palabra. Pero aguante, che, vamos Argentina que juntos podemos, venite a casa a ver el partido, juntá tapitas a ver si ganamos el viaje para alentar a la Selección.

Que nadie se haga el distraído: lo menos importante del Mundial son esos tipos que hacen gambetas. YouTube está repleto de destrezas más sorprendentes, muchas películas ofrecen 90 minutos de adrenalina mejor orquestados, en el potrero de la esquina están jugando por un honor más significativo que esas nociones decimonónicas de “patria” por las que los jugadores de hoy, no nos engañemos, no moverían un dedo si el Mundial no representara la mejor vidriera del mercado. Messi es, al menos, honesto: un jugador que no necesita nada, que no tiene nada más que demostrar ante la gente que realmente le importa (esos que le financiaron el crecimiento y le aseguraron el futuro a él y sus tataranietos), poco gana con fingir entusiasmo en los partidos desangelados de un equipo ficticio, virtual, aglomerado por una mística que sirve apenas como cocarda en la solapa. La Copa FIFA vale ni más ni menos que su peso en oro.

Y no se trata de que el fútbol me aburra soberanamente, o de que a Borges tampoco le gustara, o que de chico siempre me tocara ir al arco. Se trata de que una cosa es el deporte y otra bien distinta Menotti y Kempes lavándole la imagen a Videla y su país derecho y humano a metros de la ESMA, o (lo mismo da) la contracara simpática de Nelson Mandela como guía espiritual de un equipo invicto de rugby en versión Clint Eastwood. En las Olimpíadas alemanas de 1936 (aquellas en las que Leni Riefenstahl inventó la mirada épica de las transmisiones deportivas actuales, sólo que ella la diseñó para exaltar al Führer), Jesse Owens se le rió en la cara a los jerarcas nazis al superar en la pista a los mejores representantes de la raza aria, algo así como el corte de mangas de Rattín a la reina de Inglaterra a la enésima potencia. Pero de vuelta en su país no podía ir a las mismas escuelas que los blancos. Al día siguiente de la mano de Dios, la bandera inglesa seguía flameando sobre Puerto Argentino. Y para bajar a Hitler hicieron falta decenas de millones de muertos.

Russell Crowe, después de tronchar enemigos en “Gladiador,” le escupía al público una pregunta demoledora: “¿Ya están entretenidos?”. Ni la PlayStation de Messi, ni la tragedia griega de Maradona, ni Mascherano contra el resto del mundo: eso es el Mundial. Por eso no voy a mirarlo, y usted tampoco debería hacerlo.

– Pablo Toledo – El Argentino – 12.05.10

1 COMENTARIO

  1. Por qué no voy a ver el Mundial (Ud. tampoco debería hacerlo)
    Qué chiquilinada ideológica. Según los parámetros de Toledo, entonces, no sólo habría que “no ver” el Mundial. Habría que abstenerse de escuchar música, comprar libros editados por grandes editoriales, no ir a ningún cine, no comprar comida ni en el super ni en el almacén ni vestir ropa que no sea la cosida únicamente por una modista bajo nuestro sueldo.
    Por favor…

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