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sábado, noviembre 23, 2024

Reforma al Consejo de la Magistratura, proyecto inmoral e ilegal

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Los acólitos de CFK pergeñaron una reforma al Consejo de la Magistratura, un enmarañado proyecto de ley que enmascara su verdadero propósito: el de someter a los jueces.

En la noche del 27 de febrero de 1933 (Hitler llevaba sólo dos meses en el poder), el edificio del Parlamento alemán, el Reichstag, fue devastado por un incendio. El gobierno se apresuró a denunciar a lo comunistas como autores materiales e intelectuales del atentado, y cuatro de ellos – uno de los cuales, Dimitrov, habría de convertirse años después en Primer Ministro búlgaro – fueron llevados a juicio. Los nazis se esforzaron en probar la supuesta complicidad de sus adversarios, pero fue en vano. El tribunal de Berlín los absolvió de todas las acusaciones presentadas por el Estado. La justicia alemana aún no había sido sometida totalmente.

Hermann Goering, íntimo de Hitler, y futuro Ministro del Aire, se sintió profundamente afectado por el fallo adverso. Lo calificó de “traición a la Patria” y se lamentó ante su jefe que los jueces se hubiesen comportado “deslealmente”. Hitler, paternal, trató de consolarlo. Pero las palabras empleadas para calmar a su colaborador resultaron por demás elocuentes. Y premonitorias. Realmente se constituyeron en un trágico anticipo de lo que estaba por venir: Mein lieber (mi querido) Goering, sólo es una cuestión de tiempo. Pronto tendremos a esos individuos (los jueces) hablando en nuestro idioma. De todos modos, están maduros para jubilarse y nosotros pondremos a gente de los nuestros. Pero mientras viva el anciano Caballero, poco podemos hacer.” (1) El “anciano caballero” no era otro que el mariscal von Hindenburg, quien moriría poco tiempo después (2 de agosto de 1934), oportunidad en la que Hitler decidió asumir el doble cargo de presidente y canciller del Estado. Nacía el III, Reich que habría de llevar a todos los poderes, el judicial incluido, a convertirse en disciplinados lacayos del amo supremo.

El diálogo entre el dictador y su subordinado ha podido conocerse gracias a un antiguo colaborador del régimen nazi. Se trata de Ernst Hanfstaengl, un alemán de madre americana, que gozó de la confianza de Hitler hasta que cayó en desgracia y debió huir de Alemania. En las épocas en que estaba “magnetizado” (tal su propio calificativo) con la figura de su amo, tuvo acceso directo y personal a conversaciones mantenidas por el Führer con diversas personalidades. Una de ellas, precisamente, fue la comentada supra..

Domesticado el Reichstag mediante la expulsión de los opositores, le tocó el turno al Poder Judicial. Y para arrasar con la independencia de los jueces – independencia innata a las democracias – se empleó una directriz emanada de Hans Frank, un abogado ungido por el Führer como “Jefe Jurídico del Reich”.En prieta síntesis podemos recordar los párrafos más sobresalientes (no sobresalientes precisamente por su virtuosismo), de la referida norma:

“Berlín, 14 de enero de 1936.

1. El juez no está colocado por encima del ciudadano ni considerado representante de la soberanía del Estado: es un miembro más de la comunidad alemana. No es su misión aplicar una ordenación legal dispuesta por encima de la comunidad o contribuir a imponer una escala de valores comunes…

2. Base de la interpretación de todas las fuentes legales es la ideología nacionalsocialista tal como aparece especialmente en el programa del partido y en las manifestaciones de nuestro Führer.

3. El juez no tiene derecho alguno a justipreciar decisiones del Führer aparecidas en forma de ley o decreto. El juez está obligado a acatar las restantes decisiones del Führer en que esté claramente expresada la voluntad de imponer el derecho”

Con este ordenamiento legal el partido gobernante continuó extendiendo sus tentáculos, nombrando y expulsando a voluntad a cuantos magistrados se propuso. Muchos de los que habían obtenido los favores de algunas de las organizaciones adictas al gobierno, caso de las SS por ejemplo, alcanzaron altos puestos en los tribunales. Los dignos, los que no se doblegaron, fueron expulsados de sus puestos. Los otros, los obscenos, los obsecuentes, los que optaron por la vileza del servilismo, quedaron encumbrados en los recamados sitiales de la magistratura fascista. Y obedecieron sin cortapisas las órdenes emanadas del poder político.

Las historia de las naciones, y de las tácticas políticas empleadas por sus gobernantes, se repiten a través de diversas instancias temporales y de disímiles espacios geográficos. Y así llegamos a la actualidad de nuestra Argentina. El país, afortunadamente, no se encuentra sumergido en una dictadura bestial, pero sí inmerso en una avariciosa acumulación de poder digitada por la actual titular del poder ejecutivo. Paso a paso, pero autoritariamente, y en los últimos tiempos vertiginosamente, viene ordenando a sus subordinados – los mismos a quienes les exigió que le tengan “un poquito de miedo” (sic) –, que se cumpla a rajatabla su deseo, más bien su imposición, de continuar acumulando poder.

En el principio, la señora presidente advirtió: “vamos por más” (sic), y lo cumplió. Luego se animó a subir la apuesta: “vamos por todo” (sic), y lo sigue cumpliendo. Claro que ello no debería asombrar a algún desprevenido: “Me siento un poco Napoleón” (sic) confesó la mandataria, tal como nos informa el diario pro-oficialista Página 12 del viernes 2 de marzo de 2012; una pública confesión de su autoestima, la cual la llevó a confesar: “amo construir, debo ser la reencarnación de un gran arquitecto egipcio” (sic), afirmación que manifestara públicamente el sábado 11 de mayo de 2013.

Estas expresiones de la señora presidente implican la somatización de su soberbia. Y esto no le hace bien. Al contrario, la hace caer en pecaminosas actitudes: initium omnis peccati est superbia, esto es, “la soberbia es el principio de todo pecado” (Vulgata, Eclesiástico)

No debe llamar a extrañeza, entonces, que quien se enseñorea con megalómanos pensamientos que la llevan a sentirse medio emperatriz y moderna reencarnación de algún antiguo constructor de pirámides, azuce a sus domesticados funcionarios y partidarios (a uno de ellos lo mandó a encolumnarse en la fila de los penitentes con bonete de castigo incluido) para seguir maculando a la República con la sanción de leyes aberrantes. Cuando la señora presidente amenaza con su remanida frase: “vamos por todo”, está informando justamente eso, ir por la “totalidad del poder”. En el decir de Lord Acton, “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente” (Power tends to corrupt, and absolute power corrupts absolutely, en el texto original) (2) Porque ¿qué significa “ir por todo”?, ¿Cuál es el sentido etimológico del vocablo “todo”? El término “todo” deviene del latín totus, de donde también se desprenden las palabras totalitario y totalitarismo. Es decir, que quien va por el todo es el que va en procura del totalitarismo, del poder total, el que no deja resquicio alguno a quienes no piensan igual, el que avasalla las libertades ciudadanas. Para los autoritarios, quienes
siguen resistiendo al uso abusivo del poder no son opositores políticos. Por el contrario, se los tilda de desestabilizadores, cultores del odio, asociados a corporaciones mediáticas y “destituyentes” (sic).

Ya lo decía Hitler en su Mein Kampf (3) cuando denostaba con similares calificaciones a quienes se oponían a sus designios de hacerse de un desmesurado poder sin límites y sin moral.

Salvo alguna rara excepción, la señora presidente ya consiguió – hace tiempo de ello – adocenar a los legisladores oficialistas. Ahora, y con la ayuda de estos solícitos cuan obedientes parlamentarios, viene ocupando su tiempo en subyugar a la justicia (“subyugar”, se entiende, en la acepción de dominar, de someter, de domeñar). Para ello sus acólitos pergeñaron una reforma al Consejo de la Magistratura, un enmarañado proyecto de ley que enmascara su verdadero propósito: el de someter a los jueces, a todos ellos, a la voluntad omnímoda del poder político. De otorgarle al gobierno el derecho irrestricto de nombrar jueces adictos y expulsar a quienes no se le doblegan. El proyecto, tan ilegal como inmoral, fue prontamente aprobado por la complaciente mayoría oficialista. En el momento previo al tratamiento de la nueva norma, uno de los diputados del oficialismo, le advirtió a las minorías parlamentarias: “no vamos aceptar el cambio de una sola coma”, un elocuente ejemplo de la intolerante prepotencia con la que el gobierno y sus solícitos servidores vienen haciendo uso de su poder.

La norma en cuestión fue bautizada como “ley de la democratización de la justicia”. Dictadores, autócratas y autoritarios suelen designar con agradables calificativos y floridos rótulos a las tropelías que imponen a los pueblos: ad captandum vulgus (para atraerse el favor popular), decían los romanos, por boca, entre otros, de Cicerón. Para beneficio de la República, la ley acaba de ser estigmatizada por inconstitucional por la jueza María Servini de Cubría. En impecable fallo sostenido con sólidos fundamentos, la jueza advirtió que la ley “les quita (a los jueces) todo atisbo de independencia e imparcialidad”, al tiempo que advirtió que un partido político “que gobierne con semejante acumulación de poder podría someter a juicio político a un magistrado que dictara sentencias desfavorables a los intereses partidarios…”

La sentencia, como era de esperar, recibió críticas de funcionarios y legisladores del oficialismo. Pero sus argumentos han resultado de una torpeza de tal magnitud, que hasta avergüenza tratarlos. La flamante diputada presidente de la bancada mayoritaria, Juliana Di Tullio, se enfureció con la jueza y se mostró sorprendida porque “declaró la inconstitucionalidad de una norma que fue elegida por la mayoría absoluta de los miembros de ambas cámaras” (sic). A la legisladora hay que recordarle algo tan elemental que ruboriza tener que explicárselo: la Constitución Nacional otorga al Poder Judicial, en exclusividad, la potestad de declarar inconstitucionales las leyes dictadas por el Poder Legislativo. Es el último resguardo que tenemos los ciudadanos frente a la arbitrariedad de los gobernantes. Y nada cuenta para ello que ambas cámaras hayan dictado las mismas por mayoría absoluta de sus miembros o por la diferencia de un solo voto.

Otro compañero de la misma ideología política de la nombrada, el senador Marcelo Fuentes, como único argumento de rechazo al fallo judicial, dijo: “Una barbaridad. Una locura” (sic). Me permito indicarle al señor senador, y con esto vengo obsequiándole una pedagógica explicación de elementales procedimientos judiciales, que a las sentencias se las combate con altura, con solidez jurídica, con fundamentos doctrinarios. Se recurre de las mismas con invocación de jurisprudencias y con la exposición de ideas claras y congruentes. Quien, como en el caso, no exhibe razonamientos dignos de ser atendidos, y se limita e emitir un par de agraviantes epítetos, se daña a sí mismo y exhibe la pobreza de su pensamiento. Ni alcanza a desairar a la jueza, ni desmerece su sentencia. Y se embadurna a sí mismo.

Al tiempo que me congratulo con un decisorio judicial que obra como dique contenedor de la alcaldada de los poderosos elevo votos, fervientes por cierto, para que la sentencia sea convalidada en instancias superiores. Acarreará aires purificadores a la República.

– (1) John Toland: “Adolf Hitler”; Buenos Aires; Atlántida; 1976.

– (2) Misiva remitida por Lord Acton al religioso Mandell Creighton en 1887.

– (3) Adolf Hitler: “Mi Lucha”; Buenos Aires; Tiempos Modernos; 1983.

– Por Leonidas Colapinto

El autor es abogado, reside en Bahía Blanca.

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