El Gobierno lanzó un Servicio Cívico Voluntario en Valores (SCVV) que para muchos representa un revival de aquella colimba.
La “colimba” fue una pesadilla para generaciones enteras. El viejo Servicio Militar Obligatorio se cruzaba en la formación de muchos jóvenes entre su educación media y terciaria, duraba un año y se sufría todo tipo de humillaciones.
De hecho, la palabra “colimba” con la que uniformados y gobernantes se referían al Servicio Militar y también a los conscriptos (“colimbas”), era el apócope de “corre, limpia, barre”. Así de oficializada estaba la degradación.
Eso fue lo que yo sentí cuando me tocó hacerla. Pero no todos sentían igual. Compartí esa colimba con centenares de jóvenes que procedían de sectores más humildes, una porción importante era analfabeta. Para ellos, el Servicio Militar servía para paliar las carencias de los sistemas educativo y de salud: un año después, esos jóvenes salían alfabetizados, alimentados y con el plan de vacunación al día.
Siempre me pregunté si las humillaciones que compartíamos todos eran parte inherente al adoctrinamiento castrense o solo una patología de los militares a cargo de esa formación.
Cuando en 1994 Menem abolió el Servicio Militar (tras el asesinato del soldado Omar Carrasco), la mayor parte de la opinión pública recibió la noticia con alivio.
Esta semana, en plenacampaña electoral, el Gobierno lanzó un Servicio Cívico Voluntario en Valores (SCVV) que para muchos representa un revival de aquella colimba. Aunque solo los vincula la torpeza oficialista y la ceguera opositora.
Se lo presentó como un proyecto educativo, aunque la vocera del plan fue la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich: “Hay un millón de jóvenes que no estudian ni trabajan a los que la educación no les da respuestas. Este Servicio viene a trabajar sobre ese vacío, para que puedan reencontrarse en la escuela o con cursos que harán con el Instituto de Enseñanza Técnica”.
Estará destinado a jóvenes de entre 16 y 20 años, en especial a quienes abandonaron la escuela, recibirían una beca y se los formará en materias como robótica, software, plomería o tornería, además de inculcarles “valores democráticos y republicanos”.
Bullrich lo dijo rodeada de gendarmes, ya que la Gendarmería tendrá un rol protagónico: el SCVV se realizará en sus dependencias y hará “la auditoría sobre el programa”.
En un país intelectualmente agrietado, es difícil pedir cordura en medio de una campaña en la que los mensajes se simplifican y el universo se divide entre buenos y malos.
Por eso, el lanzamiento de este programa cumplió con los preceptos básicos del manual de prejuicios y zonceras argentinas.
En campañas anteriores, el Gobierno ya había lanzado debates como el de la baja de la edad de imputabilidad, la participación militar en la lucha contra el narcotráfico o la compra de pistolas eléctricas.
En la misma línea, ahora vuelve a insistir con un tema al que también se vincula con la seguridad, intentando seducir a un electorado preocupado por esa problemática.
Maestros gendarmes. A lo cuestionable de aplicarle electoralismo a un tema tan delicado como el de la marginalidad adolescente, la oposición le respondió con un rechazo cerrado a cualquier análisis sobre el proyecto.
En lugar de tomarle la palabra al oficialismo y aprovecharla para impulsar la puesta en marcha de un gran programa de inclusión social, se lo repudió de plano vinculándolo con la militarización de la sociedad, la derechización y el autoritarismo del Presidente, y con un nuevo paso en su política represiva.
El absurdo oficial le otorgó a Gendarmería el rol de auditar un plan educativo y a Bullrich de ser su vocera.
La propuesta del Gobierno está teñida de electoralismo (la podía presentar tras las elecciones o, mucho mejor, haberlo hecho hace tiempo) y tiene una característica difícil de entender: ¿por qué es la Gendarmería la responsable y auditora de un programa educativo?
Se podría decir que esa fuerza tiene instalaciones disponibles, pero en ese caso debería explicarse que su rol se limitaría a eso y que también se utilizarían otras dependencias del Estado. Sería una explicación necesaria en cualquier caso, pero más en un país en el que las fuerzas de seguridad estuvieron históricamente sospechadas.
Pero la oposición cerró el debate sin entender que sí es acertado poner el foco en la marginalidad.
Coherente con esa lógica, quien presentó el proyecto fue Patricia Bullrich y no el ministro de Educación. ¿Cuál es la relación directa entre la ministra de Seguridad y la educación de los jóvenes?
Y un punto más: ¿por qué llamar al proyecto Cívico, Voluntario en Valores cuando de lo que se trataría es de un programa que, además de recordar valores republicanos, se plantea fundamentalmente como de formación en disciplinas educativas concretas?
Poner el foco en lo cívico y en una formación auditada por la Gendarmería recuerda a la setentista alianza cívico-militar promovida por Montoneros, aquella organización de jóvenes provenientes de sectores religiosos y económicamente acomodados, de la que Bullrich fue parte.
Conservadurismo K. Si no fuera por todo lo anterior, la idea de Macri de que el Estado debe intervenir en áreas como la educación para paliar las falencias del mismo Estado es la mirada clásica del liberalismo en el mundo: abstenerse de participar en actividades privadas, salvo en tres áreas claves como la seguridad, la salud y la educación.
En ese sentido, Macri se diferencia de cierto liberalismo extremo del kirchnerismo, que, por ejemplo, en materia de seguridad, fue partidario de dejar en manos de los particulares la resolución de los conflictos (piqueteros vs. transeúntes, camioneros vs. ruralistas, vecinos vs. delincuentes, etc.). También en la cuestión del espacio público el kirchnerismo fue reacio a una participación del Estado, a diferencia del intervencionismo macrista, que privilegió el transporte público (Metrobus, bicisendas, etc.) en detrimento del privado.
Lo políticamente correcto suele ser el mejor escondite de la pereza intelectual. Ayuda a simplificar y a fijar ideas, pero desalienta el pensamiento crítico.
Ahora, otra vez es el macrismo el que propone una mayor participación del Estado en la resolución de un problema social. Y son los llamados progresistas los que, en lugar de analizar pros y contras de la iniciativa, desalientan cualquier tipo de debate.
Lo cierto es que, aun con fines electoralistas, el Gobierno puso el foco en una problemática como la de la marginalidad juvenil, que crece a través de las décadas. Antes se los llamaba lúmpenes y era un porcentaje tan insignificante de la población (locos, alcohólicos, delirantes) que casi no se los analizaba sociológicamente. Hoy son cada vez más y sin su inclusión educativa y productiva no habrá ni desarrollo, ni seguridad, ni futuro.
Es razonable suponer que las respuestas permanentes y de fondo deberían ser consecuencia de un plan económico y político exitoso. Pero también es verdad que los planes que unos y otros aplicaron hasta ahora no generaron menos marginales, sino más. Y que, en el mientras tanto, el Estado tiene la obligación de intervenir para aportar paliativos urgentes.
Capacitar el sentido crítico.Las llamadas fuerzas progresistas deberían aceptar el debate de la inclusión e incitar al Gobierno a que avance más aceleradamente en un plan de formación y de becas para jóvenes.
Criticando los costados absurdos del plan Bullrich (que los vacíos ideológicos del macrismo le impiden filtrar), pero reconociendo que es suicida seguir aceptando como natural la ausencia del Estado en la resolución del problema de la marginalidad.
Quizás, entre esos cursos de formación, haya que sumar uno para estimular el sentido crítico que nos permita pensar sin tantos prejuicios.
En ese curso antigrieta nos deberíamos anotar todos.