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domingo, noviembre 24, 2024

Sobre «El Reloj Biológico» de Santiago Sylvester

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El libro de poemas, «El Reloj Biológico», de Santiago Sylvester sería por sus primeros versos, si fueran prosa, un delicado ensayo de filosofía y una genuina teoría de la percepción en estado puro de cosecha genuinamente salteña.

Hay en sus poemas un ligero dominio de la razón por sobre la pasión por el lenguaje, diluye a lo largo de sus páginas sus certezas, enunciadas de manera ineluctable, dentro de un signo mayor de conocimiento: el principio de incertidumbre, que va ganando espacio y forma a medida que pasan las hojas de uno de los poemarios más sensibles editados por el poeta salteño.

Esa incertidumbre se expresa en observaciones sobre el dominio de la naturaleza domesticada y madura en el poemario a medida que el poeta construye el mundo perceptivo que rodea su casa de Lesser, y lo hace, ya no en un tono elocuente en el ejercicio de una voz inaugural del paisaje, sino en una aguda y sutil observación sobre la vida. “(vida es todo lo que hay)”, señala el poeta:

“El árbol, la nube: cada uno en su sitio, / más el río y los pájaros en distintos lugares. / No se alían para darnos casa / sino intemperie: no hay morada: hay / intensidad: lugar donde se siente.”

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De las certezas de las primeras páginas a la incertidumbre del final, (“¿Yo por aquí, y hasta dónde?”, ese es uno de sus finales fuertes), el libro se muestra como un pequeño manual botánico y sensible. Absorbe las certezas y garantías de la razón en el magma biológico que engendra la vida. En el dominio, más rígido aún de aquel que da la propiedad y el conocimiento que se tiene sobre lo propio, y que reposa sobre el rigor de las horas, es decir, en la certeza de la muerte, concluye su libro el poeta a sabiendas que lo único que lo sobrevivirá es “el proyecto experimental del mundo” .

A cada página el libro ahonda una interrogación sobre el paisaje, pero más que nada inquiere sobre toda cosa viva: entre ellas, el paisaje domesticado, un jardín que protege la casa, (“las hormigas minuciosas y pérfidas disputan/las rosas con Leonor…”), y obtiene de ese decorado sensible una doble utilidad: embellece a la vez que se presenta como una fuente de interrogantes. Esta conciencia examinadora se despliega en lo doméstico, sin hacer por ello un salmo de lo cotidiano puesto que nada hay de religioso en el libro: lo que la conciencia poética realiza es un repliegue sobre sí para observarse en su inclinación sobre lo íntimo. El sujeto poético creado posee entonces, conciencia biológica. Esta es la forma bajo la cual, la poesía de Silvester hace comprensible su mundo. Y donde el tiempo pasa a ser: “una inmensa ceremonia donde nadie se precipita y cada uno / conoce su papel…”.

La naturaleza en Sylvester toma simplemente su curso y hace de su poesía un vehículo de sabiduría sobre las arenas movedizas del relativismo. No es el anhelo posmoderno por una sabiduría extrema, superior y omnipresente cubierta bajo el manto de la naturaleza, es una razón que se ha probado eficaz: medita y analiza, contempla y actúa, descarta la conciencia pasiva para integrarse a las fluctuaciones del reloj biológico:

“La vaca con su reloj biológico, el perro con el suyo,

el engranaje de la bomba de agua, los patos

buscando altura, la hilera ceremoniosa de las hormigas: cada

uno

con su hora precisa:

la

materia pesada y la materia liviana produciendo elementos de

distinta densidad,

la leña cortada y la semilla donde

ya no se ve: el magma de este universo en gestación que

en estos días se llama

sopa primordial: vida

sobre muerte para dar

en muerte sobre vida, y así rotando y

otra vez rotando hasta

la comprobación de que este paisaje, y aún el peso

de lo artificial,

tiene su reloj biológico trabajando desde el parto hasta ahora:

¿y quién es el que anda por aquí? ¿quién

despieza este paisaje inacabado con su reloj en marcha: los

amigos

de los que no me he despedido?”

El poeta absorbe el paisaje poco a poco a medida que despliega sus interrogantes y este suscita en él nuevas inquisiciones que se decantan de su observación. Ejerce en todo momento una dialéctica del adentro y el afuera, en un mundo que se resuelve hacia ambos lados de la existencia:

“Media vida imaginando que esto/ era aquello, que estando aquí/ también estaba allá, que lo inestable era el mejor método/ de fijación”

El libro abunda en modismos, en expresiones regionales: “Anoche, a eso de las doce,…”, es uno de los versos que mejor capta la expresión verbal de su comarca salteña pero es precisamente en el poema “(palabras)”, (los títulos van así, entre paréntesis presos de una discreta reserva ante el espectáculo de la vida o puestos así para ser leídos en voz baja), donde se articula claramente la captación del paisaje y la necesidad de hacerlo en un idioma que no traicione su propia naturaleza:

“Palabras como guancoiro, urpila o quimpe

usa mi vecino para vivir: una idea combinada con otra para esta

densidad de comidas, útiles de labranza, medicina, flores:

lo que vuela o silba, lo que se queda quieto: un limón,

una víbora entre las cañas.

Allá viene la majada que pastorea mi vecino;

aquel brillo seco es el atolladero de las motos y luego

la palta sobrecargada: la derivación del verbo ser, que aquí no

es más que una manera de adivinar el temporal.

Alguien junta, mezcla, entrecruza y

vuelve visible lo que debe ser mostrado: una palabra

debe ser mostrada: la palabra que no suena,

la palabra chilcán.”

La poesía de este libro da cuenta de un dramático repliegue del hombre sobre su propia individualidad, más aún, sobre su propia intimidad: la casa, el jardín, la madre convaleciente. Otras producciones contemporáneas traducen esta tendencia poética en obras de un sensualismo abyecto o en exaltaciones de un microcosmo interior como realidad última: el paisaje de cada soledad, el mundo íntimo soberbio y melancólico. La diferencia esta dada por la carga racional y humanista que Silvester le confiere a sus versos.

Dentro del panorama literario salteño, que nunca deja de sentirse orgulloso de su pasado y cuyo último mérito pareciera ser la autocomplacencia, este libro inaugura una modalidad emparentada solo tangencialmente con el viejo sensualismo evocador de Manuel J. Castilla, que asume para sí el análisis y la ironía como recursos desmitificadores de una naturaleza que se presiente cercada y en retroceso. No inventa poses para situarse en el lenguaje, su uso es directo y sencillo, (en el poema, (perseverancia del halcón), el halcón de Sylvester es «ilustre”, “sereno”, “inmutable”, “majestuoso”, “directo”, “impertérrio”, “sabio” y “hambriento”… pero no es el ave quien domina el cielo de Lesser ni el poema, es el ojo rapaz del poeta), lo que el poeta está creando es un punto de vista provisorio frente a una realidad inestable. Solo por esto es un libro de lectura ineludible para las jóvenes generaciones amantes de la poesía.

Santiago Sylvester, nació en Salta en 1942, estudió derecho en Buenos Aires y residió casi veinte años en Madrid. Recibió, entre otros, el premio Sixto Condal Ríos, el del Fondo Nacional de las Artes, el 3er. Premio Nacional de Poesía y el Gran Premio Internacional “Jorge Luís Borges”. En España, el premio Ignacio Aldecoa, de cuentos, y el Jaime Gil de Biedma, de poesía.

Ha publicado, en poesía, En estos días, 1963; El aire y su camino, 1966; Esa frágil corona, 1971; Palabra intencional, 1974; La realidad provisoria, 1977; Libro de viaje, 1982; Perro de laboratorio, 1987; Entreacto, antología de la colección ICI-Quinto Centenario, de Madrid, 1990; Escenarios, 1993; Café Bretaña, 1994; Antología poética, en la colección Poetas Argentinos Contemporáneos, del Fondo Nacional de las Artes, 1996; Número impar, 1998; El punto más lejano, 1999.
En 1986 publicó un libro de cuentos, La prima carnal.

En 1998 realizó una edición crítica de La tierra natal y Lo íntimo, de Juana Manuela Gorriti; en 2000 publicó El gozante, antología de Manuel J. Castilla, y, en 2003, la antología Poesía del Noroeste Argentino. Siglo XX, y la colección de ensayos, Oficio de lector.

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