Eurípides nos trae un ejemplo vivo de una muerte anunciada.
De muertes anunciadas
En una sociedad libre hay hasta libertad para elegir a los peores.
Corneille
En una de las más exquisitas tragedias que nos legara el genio de Eurípides, hay un corto pero impactante diálogo entre Polixena y su madre, una escena en que el teatro literalmente se paraliza ante el grito desgarrador – en realidad el aullido – de esta última:
Polixena: ¿Cuál presagio cruel tu grito encierra?
Hécuba: Se murmura que quieren los helenos inmolarte en el túmulo de Aquiles.
Troya, vencida y devastada por los griegos, se alejaba de los ojos de éstos que regresaban a su patria. Los acompañaba un suculento botín de guerra que incluía a las esclavas troyanas; fue el momento en que el legendario Aquiles se yergue sobre su tumba reclamándoles a sus compañeros de armas que le sea ofrendada la más bella de las prisioneras troyanas. Bajo la imperativa orden de Ulises, Polixena es degollada por la soldadesca egea y su cuerpo depositado sobre el túmulo del guerrero. (1) Se cumplía así la antigua tradición que imponía dos premisas ineludibles en lo que respecta al culto de los muertos: la primera, no dejar el cuerpo insepulto (recordemos a Antígona esparciendo sediento polvo sobre el cuerpo de su hermano Polinices) (2); la segunda, el deber de depositar una ofrenda sobre el túmulo (y dentro del mismo también).
Eurípides nos trae un ejemplo vivo de una muerte anunciada. También lo ha sido – y ésta sí que podría haberse evitado dado que no mediaban aquí vengativas espadas de victoriosos guerreros imposibles de repeler – la reciente muerte de los 51 pasajeros que viajaban en el desguasado tren de la muerte. Un gran féretro deslizándose sobre rieles, un monstruoso sarcófago rodante que, al par de estar amputado de frenos se convirtió en feroz asesino de seres y cercenador de miembros humanos. En él quedaron atrapados centenares de seres. Unos heridos. Otros muertos; éstos dejando enlutados deudos quienes, al igual que Juana de Arco, achicharrada por el Santo Oficio en la hoguera inquisitorial de Ruán, clamaban, claman y seguirán clamando: ¿Hasta cuando, Señor, hasta cuando? (3)
¿Víctimas de un accidente, de un hecho lamentable, de una desgracia? No, han sido víctimas, sí, pero víctimas de la desidia, de la inoperancia, del negociado, de la incapacidad. Quienes me han seguido en diversas colaboraciones que he brindado a La Nueva Provincia saben que sigo siendo un fiel defensor del sistema democrático de gobierno, pero también tengo en claro que la mayoría numérica no forzosamente conlleva la virtud de la idoneidad; una idoneidad que no solamente se refiere a la sapiencia profesional y a la capacidad intelectiva sino, también, al virtuosismo moral.
En oportunidades, cuando no se comulga con tales valores, el poder se puede desbarrancar en un régimen político viciado de kakistocracia (del griego kakistros: peor, malo; y cratos gobierno), esto es, el gobierno de los peores. En casos concretos, como este en el que me vengo refiriendo, la impericia y el incumplimiento de deberes ineludibles por parte del/los funcionarios que deben velar por la seguridad de sus semejantes, arrastra un hálito – voy a emplear un calificativo generoso – de “desconsideración” hacia los gobernados. Pero es una desconsideración mayúscula que ha convertido a personas vivas, pletóricas de ideales y esperanzas, en occisos atrapados entre hierros retorcidos. Metales desechos por la tragedia pero también por su vetustez. Criaturas y adolescentes, jóvenes y ancianos, mujeres y hombres que hoy descansan (¿descansan?) en los camposantos. Un hecho que no fue, de manera alguna, un accidente; fue una tragedia previsible y por ende evitable. Un desastre que enmaraña un desprecio inexcusable por la vida ajena.
El gobierno, por demasiados días, guardó silencio. Una actitud que la hermana de uno de los muertos reprocha y denuncia en un matutino porteño: “Tanto silencio inicial…” (Viviana Sofía Garbuio, en Clarín, 14 de marzo de 2012) Alfred de Musset nos ilustraba al respecto: Le sévère dieu du silence est un des fréres de la Mort (“El severo dios del silencio es uno de los hermanos de la Muerte”. (4) Nunca mejor esgrimida la sentencia del poeta que en esta ocasión: ha habido demasiadas vidas tronchadas, demasiadas. Los deudos, los dolidos, los sumergidos en el abismo que crea la desaparición del ser querido, los precipitados en ese despeñadero pincelado por Shakespeare con excelsa maestría literaria en sus tragedias, los que añoran a los que se han trasladado “a esa otra forma de vida” (5) necesitaban de un amparo que no lo da precisamente la callada del silencio.
Ni tampoco merecían los deudos que el recientemente abdicado (¿fue renuncia?) Secretario de Transportes de la Nación, al día siguiente del siniestro, criticase a los sufridos pasajeros por “esa costumbre de abarrotarse en los vagones de adelante para bajar primero” (sic) (6) Ni mucho menos que el Ministerio de Seguridad de la Nación emitiese un comunicado referido al cuerpo exánime hallado tardíamente, muy tardíamente, dentro del convoy, anunciando que el pasajero “se encontraba dentro de la cabina de conducción del motorman del cuarto vagón, lugar vedado a los pasajeros, que se hallaba en desuso y sin comunicación por hallarse las puertas clausuradas” (sic) (7)
¿Es que los funcionarios desconocen que el pasaje se ubica donde puede y no donde quiere? ¿Es que no han observado que los trenes se deslizan con sus puertas abiertas con pasajeros parados sobre los inseguros peldaños de acceso y aferrados de los pasamanos con medio cuerpo afuera? ¿No se es consciente de todo esto? ¿No se conocen estas verdades irrefutables? ¿No se saben? ¿Seguiremos convirtiendo a las víctimas en victimarios? ¿Llegaremos a la torpeza cruel de convertir al torturado en torturador al mejor estilo de la denuncia brechtiana? ¿Travestiremos realidades incontrastables en imaginativos kafkianos? ¿Tendremos que arrojarnos directamente al precipicio (Shakespeare), antes que nos empujen los otros?
Es innegable que en el luctuoso caso ha habido responsables; tanto fuera como dentro del gobierno. Y a estos últimos, los que detentan en puestos oficiales alguna que otra porción de poder político, se refería expresamente Platón: “Los que no han recibido educación alguna, y aquellos que no tienen conocimiento de la verdad, no pueden dirigir aquello que hace a la vida pública” (8) Quienes no saben de realidades que tienen la obligación de conocer, deben irse. Los que sí conocen de circunstancias que hay que enmendar bajo riesgo de que una inoperancia decante en un cataclismo, y no actúan, deben irse. Y deben ser juzgados. Y juzgados por magistrados serios, capaces, honrados: Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez, tal la máxima pergeñada por Quevedo. (9)
Más de medio centenar de muertos, y más de siete centenas de lesionados, ha sido el saldo que arrojó la estulticia de algunos. O de muchos. Las víctimas eran trabajadores, obreros, empleados, estudiantes. Trabajadores acostumbrados a levantarse antes de la aurora para regresar a sus viviendas cuando ya el crepúsculo imperaba. Mujeres y hombres, muchos de ellos de humilde condición social. Masa humana apresurada para subir al tren, necesitada de llegar a destino a tiempo, en oportunidades para cobrar un mísero salario. Un grupo humano ansioso de llegar en término para no perder la frugal dádiva del presentismo. Pero su destino fue la muerte, aquella a la que el egeo Royidis habría de definir como ese destierro a riberas desconocidas. (10) Cabía razón al filósofo citado: basta ser pobre para ser despreciado. (11)
Y entonces llega el momento de preguntarse, y sobre todo de preguntar a quienes detentan el poder: ¿llegará el ansiado día en que ese desprecio de unos pocos por la vida de unos muchos concluya para siempre? ¿Llegará? ¿Se podrá convertir en realidad lo que se viene visualizando como una utopía? Sería de esperar que el clamor de Alfred de Vigny: Que no haya un solo hombre, uno solo, que tenga el derecho a despreciar a los hombres, (12) no quede reducido a una mera expresión de deseos, a un idealismo irrealizable. Pero tengo mis dudas. No obstante, más allá de mi hesitación, elevo votos, fervientes por cierto, ardorosamente fogoneados, para que mi escepticismo sea un equívoco. Que se haga realidad lo que muchos argentinos, muchos, vivencian como un utópico idealismo.
Sí, confieso que en este caso específico, más que nunca, es preferible caer en la estulticia del desbarre.
(1) Eurípides: Hécuba; 1er episodio. Cicerón habría de reiterar la tradición: ne corpora insepulta iacerent (“no dejéis insepultos a los cuerpos”).
(2) Sófocles: Antígona; primer Episodio; 245.
(3) George Bernard Shaw: Santa Juana; Epílogo; imprecación final con caída de telón.
(4) La nuit d´octobre (1837).
(5) Medea, de Euripides, v. 1035. Estas palabras que el autor de la tragedia pone en boca de la protagonista constituyen un eufemismo por muerte.
(6) Clarín, 1 de marzo de 2012.
(7) La Nueva Provincia; 29 de febrero de 2012.
(8) Platón: La República o el Estado; Libro Séptimo.
(9) Política de Dios y gobierno de Cristo; (Parte I, Cap. IX).
(10) Royidis, Emmanuel: La Papisa Juana; con traducción inglesa y adaptación del griego efectuada por Lawrence Durrell.
(11) Platón, cit., Libro Octavo.
(12) Diario de un poeta; 1834.
– Por Leónidas Colapinto
El autor de la nota es abogado y escritor: reside en Bahía Blanca.
Fuente: LA NUEVA PROVINCIA, Sección “Diario del Domingo”: “Puntos de Vista”. Bahía Blanca, 25 de marzo de 2012