Últimamente han retornado voces opositoras que acusan al actual gobierno nacional de dictatorial y autoritario y reclaman mayores consensos y acuerdos, pero a ese reclamo lo hacen desde posiciones subjetivas que desdicen en su misma enunciación una vocación democrática.
El consenso y el disenso son imprescindibles en la vida democrática, no hay democracia sin disenso y sin crítica, pero una cosa es la mera declamación verbal, la verborragia principista y otra muy distinta la palabra como acto. Muchas veces se pide consenso y acuerdos siempre y cuando ese consenso y esos acuerdos impliquen la aceptación, por parte de los otros, de todas las condiciones que quienes realizan ese pedido imponen, sin perder ni ceder un solo centímetro de sus privilegios. Caso contrario el otro pasa “ipso-facto” a ser tildado de dictatorial o autoritario.
La proclama de disenso y acuerdos sirve a veces para no disentir ni acordar nada, es decir, para que las cosas sigan tal cual como están y nada cambie. Esta fue siempre una de las formas de la dominación y el sometimiento sobre los más débiles. Se aparece primero como “dialoguista” para sacar luego el látigo cuando no se satisface la totalidad de los intereses de los sectores tradicionalmente privilegiados. De esta manera se confunde muchas veces el consenso con el aval para que algunos pocos reinen a sus anchas.
Y cuando ese acuerdo no es posible, porque la otra parte ya no está tan dispuesta a ser la única en ceder algo, los sectores dominantes de la economía se olvidan de su “vocación democrática” y de la Constitución Nacional y pasan sin preámbulos a la violencia, a las posiciones dictatoriales, a los golpes de estado, a las invasiones a países, etc., aunque, por supuesto, siempre en nombre de la democracia, de las instituciones, del consenso, de la familia y de la vida civilizada.
Hoy se atenta paradójicamente contra la democracia en nombre de la democracia y se instala la tiranía neoliberal en nombre de la libertad y de un combate a las tiranías. Muchos individuos adalides de la democracia fueron en la historia argentina los primeros en ir a golpear la puerta a los cuarteles cuando los que administraban esa democracia no eran ellos mismos y sus intereses de clase.
Si hay algo que nos enseña el psicoanálisis es que el sujeto humano, a partir de su condición de ser hablante, está dividido, inclusive contra sí mismo y que lo que cree decir no coincide muchas veces con lo que, a pesar suyo, realmente dice y el otro escucha. El enunciado a veces no suele coincidir con la enunciación. De este modo la verdad, que siempre es no-toda, no está en la intención del sujeto, sino en aquello que surge, más allá de su voluntad, al cabo de sus propias palabras. Tomar conciencia de esa estructura del lenguaje y de la división subjetiva que produce, debería hacernos tener un poco más de cuidado a la hora de emitir juicios de valor tajantes y definitivos.
Porque si no, se reclama, por ejemplo, por una supuesta falta de consenso político, pero se lo hace desde posiciones irreductibles, taxativas, infranqueables, que clausuran en su enunciado mismo toda posibilidad de consentir con los otros, desdiciendo de ese modo aquello que se cree pregonar. Algunos hoy reclaman una mayor libertad desde posiciones subjetivas que contribuyen a instalar aquellos mismos males de los cuales se quejan, adoptando posiciones en su esencia autoritarias. La vocación democrática de algunos se termina en el momento en que los otros quieren comenzar a ejercer su derecho al disenso. Deberíamos recordar que los golpes de estado en la Argentina se hicieron en nombre de las instituciones de la República, del orden, de la concordia, etc., del mismo modo como hoy los monopolios, los grandes grupos de la especulación financiera y las mafias económicas, realizan sus andanzas y apropiaciones en nombre de la libertad de mercado y la libre elección de los consumidores.
Todo gobierno necesita de la oposición y de la crítica, pero esa oposición y esa crítica tienen que ser responsables y serias, es decir, criticar lo que considere errores, pero también reconocer las cosas que se hicieron bien y que representan un avance en dirección de una verdadera democracia y el bienestar de los ciudadanos.
El odio visceral, la pasión ciega, el encono irracional, hacia un gobierno que, con sus aciertos y errores, fue elegido y reelegido por el voto popular, lejos de contribuir a la edificación de una instancia superadora, implica la vuelta a las peores prácticas desestabilizadoras y antidemocráticas. Cómo se puede vociferar a los cuatro vientos, las 24 horas del día, de que hay un régimen dictatorial, cuando el sólo hecho de poder vociferarlo ya desdice, por un principio elemental de la lógica, la existencia de una dictadura. Cómo pueden algunos asegurar que tienen miedo y ventilarlo por todos los canales televisivos, mostrando de ese modo que lo que menos tienen es precisamente miedo. Imaginemos a esos mismos que hablan de dictadura, ¿qué les pasaría si realmente existiera hoy una dictadura criminal, como los he escuchado decir últimamente? Imaginemos a los mismos que hoy afirman que estamos en un régimen dictatorial, diciendo eso mismo en la época de la dictadura militar. ¿Qué les hubiera ocurrido?
Podríamos pensar que lo que molesta a algunos no es en definitiva una cuestión de estilo, sino la pérdida de sus posiciones dominantes y que el único miedo que sienten es a que el desocultamiento actual de la realidad los deje al margen de los protagonismos.