Título original de la nota: Los Valles Calchaquíes y los diaguitas: histórica desigualdad y conflictos del presente* . Contrariamente a lo que propugna un mensaje que se intenta imponer desde los medios hegemónicos, las estadísticas muestran que hay una ampliación de la desigualdad social en la disputa por la tierra en los Valles, señala la Red de Investigadorxs del Valle Calchaquí.
Días atrás se publicó en un periódico de gran tirada nacional una nota titulada “El fantasma de los diaguitas, y una disputa absurda y cruel en los Valles Calchaquíes” (https://www.clarin.com/opinion/fantasma-diaguitas-disputa-absurda-cruel-valles-calchaquies_0_r1UFd1Pal.html) que presenta como novedad procesos sociales que en los últimos años cobraron cierta relevancia en esta región y que las ciencias sociales han registrado desde hace tiempo acuñando, incluso, conceptos específicos para su abordaje: “resurgimiento indígena”, “reemergencias étnicas” o “re-etnizaciones”.
A través de ellos se busca dar cuenta de la vitalidad que cobraron las identificaciones indígenas en las últimas décadas; fenómeno que se advierte no sólo en nuestro país y en la totalidad del continente americano, sino, también, en muchas otras partes del mundo como Noruega, China, Rusia, Australia y otros. Desde ciudades o áreas rurales, diversos sujetos buscan dar continuidad o recrear colectivos sociales (“Pueblos”) articulados primordialmente en torno a filosofías o cosmovisiones indígenas u “originarias”, lo que no en pocos casos supone la laboriosa tarea de recomponer tradiciones desde los retazos dejados por colonizaciones varias y distintas experiencias históricas vividas. Lo que está claro para cualquier investigadora o investigador que ha seguido de cerca estos procesos es que no se auto-identifica como “indígena”, “indio” o “miembro de un pueblo originario” quien simplemente tiene ganas de hacerlo, sino aquel que jamás ha podido borrar su huella de indianidad, ya sea en el cuerpo o en la cultura, frente a quienes se definen como no-indígenas; porque no nos olvidemos: ser indio siempre ha sido un estigma. También se reconocen como tales, por supuesto, personas que habiendo tenido mayor éxito en pasar desapercibidos como indígenas, hoy rescatan, en un sentido público o comunitario, genealogías que los ligan a “pueblos originarios”.
Si en la actualidad muchas personas recorren este camino de valorización y resignificación de afiliaciones indígenas, sin duda tiene que ver con el nuevo contexto trazado, principalmente, por la legislación internacional que desde fines de la década de 1980 (con antecedentes desde los años 1940) reconoce importantes derechos -territoriales, culturales, políticos- a los pueblos indígenas. Muchos de esos derechos fueron además incorporados a las cartas constitucionales de países como el nuestro y muchos otros en el mundo, como a su vez lo hicieron varias provincias argentinas. Esos derechos son también consagrados en un conjunto relativamente nuevo de leyes nacionales y provinciales -surgidas a lo largo de los últimos treinta años-, que pese a su escasísimo nivel de cumplimiento, sobre todo en lo que respecta a reconocimientos territoriales y la global participación en la definición de las políticas que los afectan, sin duda han permitido que “lo indígena” cobre un nuevo valor y visibilidad en la sociedad argentina, que, evidentemente, no todos los sectores entienden como una oportunidad para ampliar los sentidos de la democracia o la justicia social, más allá de permitirnos reparar algunas de nuestras violencias fundacionales.
Volviendo sobre la nota referida al principio, llamó especialmente nuestra atención por hacer referencia a un área en la que desde hace años desarrollamos distintas investigaciones. Nuestros conocimientos arqueológicos, históricos y etnográficos sobre la zona enseguida nos permitieron advertir importantes inconsistencias, desconocimiento u omisión de datos, que de ser tenidos en cuenta, presentarían un panorama distinto sobre los conflictos, los actores involucrados y los intereses que allí se ponen en juego.
Sin ir más lejos, el autor presenta los Valles Calchaquíes como una bella geografía habitada por pequeños productores agrícolas, que en la actualidad disputan entre sí las pocas tierras irrigadas en base a pretendidas identidades indígenas. No hace ninguna mención al hecho de que históricamente la región se caracterizó, y aún hoy lo hace, por la presencia de inmensos latifundios que hasta bien avanzado el siglo veinte guardaron similitud con las formas de explotación económica y las relaciones de poder del período colonial. Esto es, haciendo uso de la mano de obra proporcionada por personas consideradas descendientes de poblaciones pre-hispánicas, que no contando con un acceso autónomo a la tierra desde la conformación de las haciendas vallistas hacia fines del siglo diecisiete, se asentaron en las mismas en calidad de “arrenderos” u otras figuras, pagando un canon en trabajo no asalariado o productos agrícolas.
De hecho, la actual presencia de un número importante de pequeños propietarios rurales en los Valles Calchaquíes salteños responde, fundamentalmente, a una serie de expropiaciones ejecutadas por el estado provincial, aunque también apoyadas, o directamente impulsadas, por distintos gobiernos nacionales desde fines de la década de 1940, que intentaron dar respuesta a conflictos derivados de aquellas viejas formas de explotación de las fincas o haciendas. Claro está que también se da el caso de antiguos arrenderos o sus descendientes que alcanzaron a comprar pequeñas unidades agrícolas, aunque esta situación es más bien excepcional no sólo por la dificultad para capitalizarse, sino, también, por las escasas oportunidades abiertas en tal sentido. Sobre todo en lo que respecta al norte de esta región, las tierras de propiedad fiscal son sumamente escasas y principalmente destinadas al funcionamiento de instituciones estatales (escuelas, hospitales, municipalidad, etc.), mientras la mayoría de las tierras productivas forman parte de grandes propiedades agrarias que atravesaron escasos procesos de fraccionamiento, hasta pocos años atrás.
En efecto, advertimos que los conflictos territoriales se fueron paulatinamente recrudeciendo en los últimos veinte años en la región, no como producto de la nueva legislación indígena, sino, más bien, por los movimientos que se dieron en la propiedad de la tierra a partir de cierta reactivación y transformación económica. En tal sentido, el turismo junto a la vitivinicultura son fenómenos directamente implicados en la intensificación de los problemas antes referidos. Un ejemplo significativo es el impacto de la denominada ruta del vino que conecta bodegas y atractivos turísticos localizados en los extremos norte y sur de los valles calchaquíes salteños. Alrededor de esta iniciativa de gran envergadura -que tiene como centro de promoción al Museo de la vid y el vino ubicado en Cafayate- se nuclearon organismos internacionales de crédito, dependencias gubernamentales y empresarios vitivinícolas, condensando tensiones y contradicciones propias de la reconversión vitivinícola. Así, grandes extensiones son adquiridas por unos pocos inversionistas extranjeros y/o emprendedores y empresarios salteños o de Buenos Aires que mediante innovaciones técnicas propician transformaciones en las dinámicas de ocupación del suelo y avanzan sobre áreas antes consideradas inutilizables para este tipo de actividad (por la imposibilidad del acceso al riego) pero las cuales, sin embargo, históricamente han sido aprovechadas de modo sostenido para la economía de auto-subsistencia.
Como puede advertirse, en este contexto, antiguos acuerdos y modalidades de acceso a la tierra (yerbaje, mediería, arriendo) pierden vigencia con el arribo de nuevos propietarios y ante los movimientos que inciden directamente en la valorización de la tierra se avivan los conflictos. Los registros estadísticos disponibles ilustran que lejos de encontrarnos frente a disputas entre actores en paridad, asistimos a una ampliación de la desigualdad social, donde empresarios o titulares de grandes o medianas superficies se enfrentan a pequeños grupos y familias, a comunidades, que necesitan de la tierra para vivir.
Ahora bien, aunque la nueva legislación indígena no sea la causa del recrudecimiento de los conflictos territoriales en los Valles Calchaquíes, es importante considerarla en relación con estos procesos. Es posible afirmar que la reconversión económica mencionada (que afecta a los pobladores locales, muchos de ellos autoadscriptos o marcados por otros en determinadas circunstancias como indígenas) ha podido ser afrontada -en parte- gracias a los marcos jurídicos y legislativos que constituyeron un verdadero paraguas para resistir los embates asociados a esas transformaciones. Así, la reforma constitucional de 1994 (art. 75, inc. 17) -que por primera vez otorgaría derechos especiales a los indígenas derivados del reconocimiento de su preexistencia étnica- sumado a leyes nacionales o provinciales específicas, conformaron -como ya mencionamos- un campo propicio que habilitó tanto la posibilidad de hacer reclamos materiales (como por ejemplo el fundamental recurso de la tierra) como también de índole simbólica. Desde ese nuevo esquema histórico y cultural, no sólo se disputaron territorios o bienes patrimoniales sino que se recuperaron, reconstruyeron o reconfiguraron memorias y saberes o formas colectivas de organización socio-económicas y políticas, poniendo en jaque viejos sentidos estigmatizantes -aún fuertemente arraigados- en torno a los indígenas como racialmente inferiores, relictos del pasado u ociosos que ponían freno al progreso de la nación o bien, simplemente, como actores pasivos o víctimas a las que había que tutelar.
Es que romper con esas antiguas imágenes continúa siendo uno de los principales desafíos que enfrenta el movimiento indígena (incluido el de los valles Calchaquíes). Sin ir más lejos, el artículo periodístico aquí referido reproduce varios estereotipos y opiniones de sentido común que han sido ampliamente rebatidos desde el campo académico-científico. En tal sentido, el eje que articula la nota está centrado en el debate (o puesta en cuestión) acerca de la “verdadera” identidad de quienes hoy se autoadscriben como parte del pueblo diaguita. Desde hace varias décadas existe consenso entre los cientistas sociales en entender a la identidad étnica, no como una suma de diferencias culturales objetivas e inmutables sino de aquellas a las que los propios actores sociales, en su interrelación con “otros”, otorgan sentido convirtiéndolas en marcas de diferenciación. Por eso decimos que la identidad étnica se define siempre en contraste con un otro y está en permanente transformación.
De ahí que “mestizajes” y “fusiones” no extingan necesariamente una identidad o una etnía y que exista la posibilidad de reconfigurarlas a diferentes escalas (comunidades, pueblos), incluso aún a partir de despojos e imposiciones varias (como por ejemplo la del etnónimo “diaguita” asignado en la colonia temprana por los españoles a todas las poblaciones de los Valles Calchaquíes para marcar su condición de rebeldía).
Desconociendo completamente los debates teóricos sobre la identidad étnica y los aportes histórico-antropológicos del ámbito local (también malinterpretándolos como en el caso de la cita del arqueólogo Alberto Rex González) el autor selecciona una serie de rasgos a partir de los cuales valora y mide la autenticidad de los diaguitas. Entre esos rasgos se encuentra la cuestión de los apellidos y del idioma: sólo quien lleve un apellido de origen kakano o quien hable esa lengua podrá ser reconocido como diaguita. Sobre los apellidos no está “todo dicho” tal como se menciona en la nota. Hoy sabemos que en los Valles Calchaquíes un apellido de origen europeo (o que suena a europeo) no anula la posibilidad de tener una ascendencia indígena y mucho menos de autoadscribirse como tal. Si pudiéramos recorrer cualquier archivo parroquial del período colonial podríamos ver no sólo cómo poco a poco se impuso a los indígenas una nueva forma de nominación y transmisión a la usanza española (nombre y apellido), sino también cómo los nombres de raíz indígena devenidos a la fuerza en apellidos fueron con el tiempo desapareciendo de los registros. Hacia fines de la colonia la frecuencia de estos apellidos se redujo drásticamente en la mayoría de los casos como consecuencia de la imposición de los apellidos españoles (muchos indígenas recibieron el apellido del encomendero bajo el cual habían quedado sometidos) o bien como resultado de su castellanización (un ejemplo vallisto es el apellido Amoy que figura en los registros históricos y que se transformó en Amor) debido al poco prestigio que la sociedad colonial les otorgaba.
Asimismo, hay que considerar que llevar un apellido de origen aymara tampoco deslegitima necesariamente el reconocerse como parte del pueblo diaguita. Desde tiempos prehispánicos hubo en el sur andino, por diversos motivos, movimientos de población que se sostuvieron a pesar de la conquista española. A eso hay que agregar también que durante la colonia poblaciones enteras y sujetos en forma individual fueron despojados de sus tierras y forzados a trasladarse para cumplir con las obligaciones estatales o para los sectores privados. Así, el mapa étnico de la región se vió constantemente reconfigurado. Es decir, ya sea por continuar con antiguas prácticas económico-sociales o huir de las presiones coloniales (tributo, mita), ya sea por haber sido trasladados compulsivamente, la circulación de personas “originarias” de otras zonas, ayllus o etnías fue una constante así como su integración dentro de los límites (siempre porosos y laxos) de los que eran los antiguos pueblos de indios locales, incluso ocupando cargos o funciones de liderazgo. Por supuesto, estas incorporaciones eran -en la mayoría de los casos- consensuadas estratégicamente a través de aceitados mecanismos que, según cada coyuntura, abrían nuevas posibilidades para reconstiuirse o reconfigurarse colectivamente.
Seguramente, muchas de estas situaciones históricas descriptas -aunque obviamente transformadas- podríamos extenderlas en el tiempo, incluso hasta nuestros días, para comprender que el planteo acerca de identidades étnicas “verdaderas” versus “falsas” es resultado de miradas prejuiciosas, a-históricas y, en el mejor de los casos, desinformadas. Así, hablar de “caciques truchos” que convencen personas para “diaguitizarse” repentinamente es desconocer no sólo la capacidad de agencia política y las trayectorias históricas de quienes hoy lideran o forman parte del movimiento indígena, sino también es ignorar que existen procedimientos para elegir representantes políticos y autoridades étnicas basados en el consenso de sus pares y, a su vez, desplegados en el marco de lo que actualmente exige el Estado argentino a las comunidades cuando las reconoce como personas jurídicas. Vale tener en cuenta, por lo tanto, que los dirigentes que no gozan de suficiente legitimidad suelen ser cada vez más rápidamente cuestionados en primer lugar por los propios representados.
Dicho todo esto, pensamos que es más fructífero plantear el debate no en términos de cuán verdadera o falsa es tal identidad étnica o qué grado de indianidad es posible medir a partir de un conjunto de rasgos discretos e inmutables, sino más bien dar cuenta de cuáles son los contextos y los discursos hegemónicos que habilitan o deshabilitan ciertas pertenencias y reclamos. En tal sentido, no está de más resaltar que esta nota periodística (y otras que han circulado en los últimos tiempos desacreditando las acciones de los pueblos originarios del país) podrían enmarcarse o relacionarse con el próximo vencimiento (noviembre de 2017) de la Ley 26.160 que no sólo declara la emergencia en materia de posesión y propiedad de tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas, sino que suspende -por el término de vigencia de la ley- todos los desalojos de comunidades indígenas del país.
En un espacio como los valles Calchaquíes que, como hemos visto, se ha reconvertido económicamente las tierras se valorizan enormemente y en torno a ellas se disparan o reviven antiguos conflictos aplacados, aunque no completamente, en el marco de esta Ley. Su inminente vencimiento nos pone en alerta acerca del curso que tomará esta cuestión en los tiempos por venir. En todo caso, los planteos aquí vertidos nos orientan a pensar que es necesario rebatir antiguos prejuicios y estereotipos, no sólo para reconocer y valorar las diferencias étnicas y reparar así viejas injusticias, sino también para proyectar un país más justo, democrático e inclusivo.
* Escrito colectivo de la Red de Investigadorxs del Valle Calchaquí, integrada por antropólogas y arqueólogas de la Universidad Nacional de Salta y de la Universidad de Buenos Aires y de CONICET que desarrollan sus investigaciones en distintas localidades y sectores del Valle Calchaquí.
– Fotos: Ana Müller
– Nota publicada en vove.com.ar
– Nota relacionada al artículo:
El fantasma de los diaguitas, y una disputa absurda y cruel en los Valles Calchaquíes
https://www.clarin.com/opinion/fantasma-diaguitas-disputa-absurda-cruel-valles-calchaquies_0_r1UFd1Pal.html
– Otro artículo del mismo autor (Levinas) con planteo similar a la publicada en Clarín:
Diaguitas con apellido alemán reclaman territorios ancestrales
http://www.mdzol.com/nota/725169-diaguitas-con-apellido-aleman-reclaman-territorios-ancestrales/