Cuando me acercaba hasta la Chausseestra’e, buscando el número 125, yo iba pensando en las sensaciones que debió experimentar Brecht cuando volvió a Berlín tras la guerra, quince años después de haberse exiliado.
No hay duda de que, tras su retorno, pese a su celebridad, con el mundo transformado, sería un hombre más entre las ruinas de Berlín, acechando los abedules que pugnaban por crecer entre los cascotes, mirando de lejos la montaña artificial que los supervivientes levantaron con los escombros de la guerra, ordenando sus libros, empezando la vida de nuevo bajo el color gris, agonizante, de Berlín.
Reparé en lo lejanas que quedarían para él las batallas callejeras durante la revolución aplastada, el parque Treptower donde Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht reunieron a ciento cincuenta mil obreros en huelga, el eco de la matanza de los dirigentes espartaquistas. Antes de ir a la Chausseenstra’e, donde vivió Brecht sus últimos años, yo había ido al número 18 de la Sophienstra’e, la calle donde fundaron la Liga de Espartaco, que después sería el Partido Comunista de Alemania, para ver la placa que recuerda los hechos, casi oculta.
En esa Alemania de posguerra, repleta de cadáveres, en la que un Ernst Jünger que ya no lleva el uniforme de la Wehrmacht anota, el 10 de mayo de 1945: ‘Estoy sentado en la hierba, viendo como juegan los gatos’, mientras mira a los refugiados que se arrastran por los caminos, es donde Bertolt Brecht inicia la última década de su vida.
Todos los fantasmas siguen estando presentes, y no es casual que, cuando se instala en Berlín, trabaje con Antígona, subrayando las semejanzas de la Alemania destruida con la obra de Sófocles, aunque, como él mismo subraye ‘la figura del resistente del drama antiguo no puede representar a los combatientes de la resistencia alemana’.
Mientras llegaba a la Chausseestra’e, también iba pensando en las mujeres que rodearon a Brecht: en la cantante Marianne Zoff, con la que estuvo casado en los años veinte y con quien tuvo una hija que después sería actriz.
Brecht ya había tenido un hijo, Frank, con poco más de veinte años, de quien celebraba su inclinación por lo absurdo.
Y en Helene Weigel, su última esposa, madre de dos de sus hijos; en Lotte Lenya, esposa del músico Kurt Weill; en Elisabeth Hauptmann y en Margarete Steffin, que trabajó con el dramaturgo alemán y que murió en Moscú, tuberculosa.
Y en Ruth Berlau, una actriz amante de Brecht. En fin. Sin duda, ese recuento era debido al revuelo que causó en su día la obra de John Fuegi, un catedrático norteamericano de la Universidad de Maryland, que escribió una biografía de Brecht donde mantenía que la mayoría de las obras del escritor alemán habían sido escritas por sus colaboradoras: otorgaba la autoría de La ópera de cuatro centavos, por ejemplo, a Elisabeth Hauptmann.
Las palabras de Fuegi serían utilizadas por los grandes medios informativos para proseguir con ahínco la demolición sistemática de la razón de la izquierda. Otros, antes, habían hablado de los supuestos plagios de Brecht, sin saber ver la capacidad del dramaturgo alemán para integrar elementos de la tradición clásica en la creación de obras originales que otorgaban una nueva capacidad de comprensión al espectador.
Al acercarme, también pensaba, era inevitable, en la madre Carrar, esa mujer que guardaba los fusiles durante la guerra civil española, obra que se representó en París en 1937, cuando España se desangraba.
Llegué por fin. Allí estaba la casa, junto al Dorotheenstädtischer Friedhof, un pequeño cementerio. Ahora es un lugar tranquilo, donde nada recuerda al nazismo y a la guerra que había expulsado a Brecht y a Helene Weigel, la última mujer de su vida. Ambos vuelven a ese otro Berlín destruido el 22 de octubre de 1948. Han estado quince años en el exilio y, como nos dice el poeta en ‘A los hombres futuros’, en los difíciles años del éxodo: ‘cambiábamos de país como de zapatos’.
Brecht, como Ernst Toller, es hijo del desastre de la primera guerra mundial, del hundimiento de un mundo que apenas unos años atrás del estallido de la gran guerra no podía siquiera imaginar que una generación entera moriría entre el barro de las trincheras. Un mundo que había pasado de la conciencia del absurdo, en Franz Werfel, y del vacío de Nietzsche, a la exaltación de la guerra y después a la ferocidad de la muerte, a la agonía viscosa y pestilente de las patrias, a la conciencia de la inutilidad del sacrificio que Karl Kraus mostraba ya en 1918 en Los últimos días de la humanidad.
En esos años de aprendizaje Brecht había anotado sus impresiones, con la llegada de la penuria tras la guerra, en cuadernos que él mismo fabricaba, envuelto en la efervescencia del expresionismo que inundaba el arte y la literatura, ese expresionismo que, pese a su radicalismo, para Lukács, no dejaba de ser un anticapitalismo romántico.
Son los años en que Brecht trabaja con Max Reinhardt, en el Deutsches Theater de Berlín, comparte amistad e ideología con el escritor Lion Feuchtwanger, y se interesa por el teatro proletario que había creado Piscator en 1920 apartando el nihilismo imperante que parecía asumir la totalidad del rechazo social al espanto de una época que había visto el horror de la gran guerra.
Es en ese Berlín de los años veinte en el que Brecht sorprende al mismo Piscator que, en medio del cansancio de los ensayos del Theater am Nollendorfplatz, agotados los actores tras semanas de preparativos, viendo llegar el amanecer tras una noche de agotador ensayo, se maravilla de que Brecht estuviese fresco, tranquilo, fumando sus puros.
Esa imagen de Brecht, tranquilo, reflexivo, embutido tras sus gafas, es la que tenemos con nosotros.
Un contemporáneo lo veía entonces como ‘un condenado de Sing-Sing’ y afirmaba que había en él ‘algo del secretísimo comisario secreto enviado por un misterioso departamento de agitación y propaganda de Moscú’.
En realidad, con sus gafas de alambre, con su austeridad, era un hombre tímido, aunque inspirara temor según algunos: ya se sabe que la timidez y la soberbia, a veces la pedantería, tienen confusas fronteras.
Sabemos como era, entre otras cosas, porque su amigo Lion Feuchtwanger lo plasmó en su novela Erfolg en la figura de Kaspar Proökl. El Brecht de menos de treinta años vive sus años de formación y de bohemia, pero también de compromiso político, que ya se había manifestado: aunque sea muy desconocida, durante su participación en la gran guerra, destinado en las salas de un hospital de retaguardia, figura como miembro del consejo de soldados del hospital, y sus inclinaciones, aún confusas, le llevarán a participar en el proceso revolucionario que crece en distintas regiones de Alemania y que será derrotado por la conjunción de la vieja derecha y de la socialdemocracia.
En el propio Augsburgo, en su Baviera natal, Brecht participa en la proclamación de una república soviética de Baviera, que será aplastada sin piedad. Había invertido una parte de su juventud en la taberna de Gabler, en su Augsburgo natal, o en el Romanisches Café de Berlín, y su temprana significación política le llevará a estar incluido en la lista de personas que debían ser arrestadas durante el fracasado putsch de Hitler en Munich.
Ya instalado en la capital alemana, se relaciona con Feuchtwanger, con Piscator, con Reinhardt, Grosz, Mehring -otro dramaturgo, fundador del Polistisches Cabaret, que coincidiría después con Brecht en el exilio norteamericano-.
Se inclina por el socialismo, aunque eso no le impide apreciar a Chesterton: Brecht es un joven inteligente.
Tiene también dudas sobre el bolchevismo, envuelto en la guerra civil, por el racionamiento de alimentos y por el servicio militar obligatorio que impone. De esos años son sus Tambores en la noche y En la espesura de las ciudades, donde nos habla de la revolución espartaquista y del Chicago de cabarets y de matones, prototipo de ciudad corrupta y sucia, cuya idea le había llegado con la lectura de Jensen y de Kipling, reparando en que nadie había hablado de la ciudad como de una jungla.
Vive su juventud en esos años veinte en los que el mundo estaba cambiando, con la radio, el cine, con el gusto por la velocidad o por el boxeo, rareza que nos hermana a Brecht con Cortázar.
Tiene ya en Berlín, y en buena parte de Alemania, una clara significación política. En 1932 viaja a Moscú, con Eisenstein, que está enfermo. En la estación, nos dice él mismo, le esperan Piscator, Reich, Lacis, Deutsch, Tretiakov. Recorre la ciudad con Tretiakov, y a va ver el mausoleo de Lenin.
Volverá a Moscú en 1935, momento en que conocerá al actor chino Mei Lan Fang, un hombre importante para su evolución teatral. Todos le consideran ya un escritor socialista y Brecht quiere que su teatro camine con la revolución, pero Hitler, el pintor de brocha gorda, estaba ya cerca del poder.
De esos años, antes del exilio, es su admiración por Döblin, el autor de Berlín Alexanderplatz: Brecht lo leía y él mismo nos da cuenta de la impresión de su lectura, de El combate de Wadzek, por ejemplo, aunque no deja de apuntar el peligro que supone el barroquismo de Döblin, como el dramaturgo lo llama.
Brecht abandona Alemania en febrero de 1933, al día siguiente del incendio del Reichstag. No fue una decisión precipitada: su vida, como la de muchos otros, peligraba, aunque el mundo no fuera todavía consciente de lo que suponía el nazismo. La ferocidad de la represión es tal que el escritor y dramaturgo comunista, el berlinés Erich Mühsam, que había participado como Brecht en la revolución soviética de Baviera, muere apenas un año después, en 1934, en un campo de concentración nazi, y las obras del propio Brecht son quemadas públicamente en la gran pira frente a la Ópera de Berlín, dos meses después de su marcha al exilio. Más tarde, el régimen nazi le privaría de la nacionalidad alemana.
Estremece recordar el duro destino de esos escritores participantes en la revolución bávara, revuelta que Feuchtwanger narra en su novela Thomas Wendt: podemos comprobarlo en Brecht y en Mühsam, o en Ernst Toller, otro escritor comunista, que se suicidaría en París en 1939, desesperado por no poder ayudar más a los exiliados republicanos españoles.
Brecht se dirige primero a Checoslovaquia, después a Austria, y finalmente a Dinamarca: allí recibiría a Walter Benjamin en 1934, y en 1936, y de nuevo en 1938, a ese Benjamín que sostenía que el teatro épico de Brecht era el ‘teatro del héroe apaleado’, porque quienes no sufren no llegan a la reflexión.
Brecht estuvo viviendo durante cinco años ‘en una casa de pescadores’. Aún vivió en otros países nórdicos, Suecia, Finlandia. Desde el primer momento, combate al nazismo con su actividad y con su inteligencia: junto con Feuchtwanger y Willi Bredel dirige la revista Das Wort, que se distribuye desde Moscú, y que será una de las más importantes tribunas de la izquierda intelectual alemana, participa en el Congreso internacional de escritores reunido en 1935 en París, y, en plena guerra, su obra teatral consigue versos como fusiles en Madre Coraje, Galileo o El círculo de tiza caucasiano.
En 1941 viaja de nuevo a la Unión Soviética, de paso, para dirigirse hacia los Estados Unidos. Con él, va Margarette Steffin, la joven actriz militante del KPD que le había acompañado en el exilio de Escandinavia, y que había sido su amante. Demasiado enferma para seguir, Margarette muere en un hospital moscovita, mientras Brecht -que no puede hacer otra cosa- continúa el viaje: no sin dificultades consigue billetes de tren en Moscú y el 30 de mayo sale hacia Vladivostock, atravesando Asia. Cinco días después, cuando el tren había superado el lago Baikal, le llega un telegrama anunciando la muerte de Margarette Steffin. Es un duro golpe.
Años después, cuando Brecht evoca las dificultades del exilio, escribe ‘la guerra nos iba siguiendo como nuestra propia sombra’. Podía haber añadido que también les acechaba la muerte. Esos dos jinetes del apocalipsis le persiguen: dos años después de la muerte de Margarette Steffin en Moscú, muere su hijo Frank, al que habían incorporado al ejército, también en la Unión Soviética.
Después, ya instalado en los Estados Unidos, trabaja como guionista en Hollywood, con Fritz Lang, y allí pudo encontrarse de nuevo con Feuchtwanger, con Thomas y Heinrich Mann, conocer a Chaplin, trabajar en el cine y, también, enfrentarse al McCarthysmo que comenzaba a emponzoñar América.
En ese momento es ya una figura indiscutible del teatro mundial. Había pasado primero, en su juventud, por una etapa de simple denuncia de la enajenación del ser humano en la sociedad capitalista que reconstruye Europa tras la gran guerra; después, en la segunda mitad de los años veinte, insiste en el valor de lo colectivo, en aquello que conforma al ser individual, y, en los años treinta, Brecht crea sus dramas didácticos en los que enfrenta los conflictos sociales, aunque será en los últimos años de la década, ya en el exilio, cuando Brecht consigue crear sus personajes de Galileo o esa Chen-Te, el alma buena de Sezuan, donde la crítica al capitalismo desnuda los más íntimos mecanismos de la explotación.
Para Brecht las obras clásicas del teatro de todos los tiempos continúan siendo útiles, fuente de enseñanzas, aunque deben ser examinadas con otra mirada, lejos de la gangrena del insípido teatro burgués: su propia obra no podría entenderse sin esa constante referencia al pasado, sin esa reelaboración que hace brotar un nuevo contenido de la experiencia y de la cultura de los pueblos, rechazando siempre el teatro como entretenimiento. Hacia 1936, en una vuelta de tuerca, empieza a desarrollar la concepción del distanciamiento.
Tras su regreso a Berlín, Brecht y Helene Weigel se instalan en la parte trasera del Hotel Adlon, que estaba casi destruido, al lado de la puerta de Brandenburgo.
En 1949 se acomodan en un modesto chalet del barrio de Wei’ensee, pero Brecht no quiere privilegios, con lo que en octubre de 1953 se instalan en la casa número 125 de la Chausseestra’e. Aquí permanecerá hasta su muerte, como consecuencia de un infarto, un 14 de agosto de 1956. Tenía entonces 3.500 libros, de autores contemporáneos, isabelinos, griegos y romanos, tres máscaras del teatro No japonés y también muchas novelas policiales, en inglés, como si realizara un lejano y silencioso homenaje a Hammett, que ya había conocido las cárceles del McCarthysmo.
Esas eran todas sus posesiones.
Él mismo había escapado de ese tiempo de canallas, como calificó Lillian Hellmann, la excepcional escritora compañera de Hammett, a la caza de brujas en los Estados Unidos.
El apartamento de Brecht está al fondo de un patio empedrado, cerrado por una tapia que da al cementerio. Se sube por una vieja escalera de madera. Al entrar, hay una sala con dos butacas de cuero y una mesita redonda. Detrás, las estanterías de una biblioteca. En el lado opuesto, dos estelas chinas: una muestra una figura sobre fondo negro; la otra, un texto indescifrable. Hay una pequeña escala para llegar a los estantes más altos. Se ve también, una mesa con lámpara, un teléfono negro y un plato de aluminio, y un par de butacones a ambos lados de la mesa.
Allí están los libros: en un lado, encuadernadas en rojo, las obras completas de Lenin. Me parece una increíble casualidad, como si alguien lo hubiera preparado todo: son los primeros libros que veo en la casa de Brecht, al que le gustaba pensar mientras caminaba en su estudio y que, de vez en cuando, se encerraba a leer novelas policiales.
Allí reflexionaría sobre los cambios que tenían lugar en Alemania. Brecht fue consciente de los errores en la construcción del socialismo, y del horror del estalinismo.
No era una tarea sencilla, y algunos han hablado del pesimismo de su obra ante la difícil caracterización del futuro, del socialismo al que apuntaba la demoledora crítica al capitalismo de su teatro, la condena de esa sociedad burguesa en la que -en palabras del ropavejero Peachum de La ópera de cuatro centavos- ‘los que poseen la tierra pueden provocar la miseria, pero no verla’. Pero había que construir el socialismo, y no era fácil.
Debajo, veo los libros de Marx y recuerdo que Brecht empezó a versificar el Manifiesto Comunista aunque nunca concluyó el trabajo. Encima, Spinoza, Leibniz, Bloch, Kant. Veo libros de música china, de Stendhal, Döblin, Viertel, Kraus, Hesse, Shakespeare, poesía china, un grueso libro de Brueghel.
No en vano, algunos estudiosos de la obra brechtiana han hablado de la relación entre las escenas creadas por él con las composiciones de la pintura de Brueghel.
Estoy tentado de tocar los libros, de abrirlos, para ver las anotaciones de Brecht, si es que las hacía, pero la amable guardiana del apartamento me observa. Me gustaría ver los libros de Karl Kraus, por ejemplo, que había atacado en los años veinte a Brecht y a su amigo el escritor expresionista Arnolt Bronnen, aunque después tendrían una relación amistosa, hasta el punto de que Kraus lo ayudaría durante su estancia en Austria.
Hay más estanterías bajas, una estufa de cerámica blanca, y algunas máscaras en la pared. Veo también una fotografía de Lenin sobre unos estantes y una poesía de Mao Tse Tung en la pared.
Dicen que la biblioteca aún no se ha investigado con detalle: yo quería mirar los libros, ver las dedicatorias de grandes autores. Pero no era posible. De aquellas lecturas creó una de las dramaturgias más importantes de la modernidad.
Se inspiró en Grimmelshausen para su Madre Coraje, igual que rehizo aspectos del teatro oriental chino o japonés, tomó versos prestados de Rimbaud o de Kipling, adaptó a Gorki o a Grieg, se inspiró en Schiller, cambiando los lánguidos bosques alemanes por la selva de Chicago; se apoyó en La jungla de Upton Sinclair y en el Schweyk de Hasek; tomó de Marlowe y de Molière, tal vez de Pirandello; bebió de Villon, de John Gay, de Lenz; de Plutarco o Cicerón, del Sófocles actualizado por Hölderlin.
Todo estaba justificado. Allí se escondía Mackie Cuchillo; por allí deambulaban los leñadores que vivían en Mahagonny, la ciudad de oro; y moría Paul Ackermann; y respiraba el Andreas Kragler que ve la revolución aplastada en las calles de Berlín; y caminaba Anna Fierling, la feroz Madre Coraje que vive de la guerra y de la muerte; y Pelagia Wlassowa recitaba otra vez la Loa a la dialéctica, y reflexionaba Galileo; y miraba la pobre prostituta Chen-Te, prisionera de la perversión del sistema; y callaba el niño encerrado en El círculo de tiza caucasiano, y lloraba la Juana Dark del Chicago de los mataderos, y la Teresa Carrar de la guerra civil española.
Dentro, se ve otra sala y su habitación de dormir, en la que hay un Chagall y una escultura del Quijote.
Es una habitación pequeña, con Confucio otra vez. En la mesita de noche, un ejemplar del Herald Tribune de Nueva York. En la puerta, la gorra y el bastón. Aquí trabajó sobre muchos asuntos: sobre Medea, sobre Rosa Luxemburgo, o sobre Hans Garbe, un obrero ejemplar de la República Democrática Alemana, pero nunca llegó a terminar esos proyectos.
En aquella sala urdía el teatro épico, que se había ido gestando desde su temprana colaboración con Feuchtwanger, en el cotejo con el trabajo de Piscator, destruyendo la convencional ilusión de la escena como una parte de la vida, de la vida real, y armando sus escenas como representación, como el inicio de la conciencia ante la realidad.
Hasta su llegada, el teatro tradicional entretenía pero la dramaturgia épica de Brecht exigía y exige la acción.
Antes de su propuesta, el teatro forzaba la participación del espectador, y la música o los decorados sumían al público en la emoción del sentimiento, en cambio, sus escenas didácticas obligaban al espectador a la contemplación, sin implicarse en la escena, lo forzaban a la reflexión paralela, al distanciamiento, pero también a la acción posterior.
Para él, los actores no debían nunca ser los personajes, sino limitarse a mostrarnos cómo eran los individuos representados.
Brecht hace a veces una parodia de formas literarias del pasado, como también hace en algún momento Thomas Mann, funde rasgos de la tradición clásica con la herencia del romanticismo expresionista, sin dejar por ello de enfrentarse hasta el final de su vida a las actitudes del expresionismo, otorgando un rigor racional a la escena y una voluntad de penetración crítica en los más ocultos mecanismos de la miserable sociedad burguesa que observa y que combate.
El teatro brechtiano es una guía para la acción
Para Brecht, frente a los sentimientos y emociones que confiere al espectador el teatro dramático, su teatro épico le fuerza por el contrario a tomar decisiones; frente a un teatro en el que el pensamiento condiciona la existencia, opone la seguridad de que es la existencia social la que determina el pensamiento; a la sugestión opone el argumento; el espectador no participa, reflexiona; frente la convicción de que el ser humano es inmutable, Brecht levanta la seguridad de que su ser es modificable.
Así lo dice la viuda Begbick en uno de los intermedios de Un hombre es un hombre:
Un hombre es un hombre, dice el señor Bertolt Brecht.
Y sobre esto nadie puede objetar nada.
Pero el señor Brecht va a demostrar
Que un hombre puede rehacerse a voluntad.
En el salón intermedio, que une la salita de la entrada y su habitación, se ve un gran armario, archivadores blancos y una colección de Die Neue Zeit. En el escritorio, dos daguerrotipos de Marx y Engels; al lado, un sillón gris donde Brecht leía, y otro sillón desde el que veía el cementerio y donde también leía y trabajaba, con una mesa en la que hay una máquina de escribir. Desde la ventana veía las tumbas de Hegel y de Fichte. En el cementerio está también la de Heinrich Mann, y la de Hans Mayer.
Hay en la sala otro retrato, negro, de Confucio, un cartel del Berliner Ensemble, hecho por Picasso. Más libros en la pared. Distingo, casi a hurtadillas, a Einstein, Thomas Mann, Arnold Zweig, porque la vigilante me espera, impaciente, para seguir mostrando las habitaciones.
Por otra escalerita de madera se baja al mirador de Helene Weigel, luminoso, con plantas, dos paredes de vidrio que miran hacia el jardín; cerámicas, dos sofás pequeños y alfombras en el suelo. Allí al lado, hay un armario vitrina con más libros. Veo a Pushkin y alguna edición de los libros del propio Brecht: el Teatro publicado por Einaudi, ediciones en chino, francés, alemán. Veo a Strinberg, Ostrowski, Tolstoi, Voltaire, Peter Weiss, Christa Wolf.
Después, la habitación de Helene, en la que se halla una figurita de madera del propio Bertolt Brecht, vestido de chino de Mao, con gorra, y más libros de Brecht. Al otro lado, la cocina. Arriba, de nuevo en el apartamento, miro desde una ventana hacia el cementerio la misma escena que veía Brecht hacia el final de su vida, cuando trabajaba. Nos cuenta que, entonces, cualquier pretexto era bueno para descansar un rato.
Por eso decidió crear un espacio aislado, donde pudiese escribir sin distraerse: el cuarto de trabajo que yo acababa de ver y la zona entre el invernadero y la glorieta, al lado del cementerio, donde a veces leía. Le hubiera gustado saber que su obra sigue viva, que su empeño por conquistar el futuro no se ha perdido, y que ahora mismo, en Argentina, por ejemplo, La Madre está siendo representada desde hace meses con gran éxito y han empezado a llevarla a las fábricas ocupadas por los trabajadores y puestas de nuevo en funcionamiento.
Así ocurrió en la fábrica Brukman, en Buenos Aires; allí escuchaban las trabajadoras, otra vez, con un silencio sobrecogedor, las palabras de Pelagia Wlassowa, la Loa a la dialéctica:
Con paso firme se pasea hoy la injusticia.
Los opresores se disponen a dominar otros diez mil años más.
La violencia garantiza: ‘Todo seguirá igual.’
No se oye otra voz que la de los dominadores,
y en el mercado grita la explotación: ‘Ahora es cuando empiezo.’
Y entre los oprimidos, muchos dicen ahora:
‘Jamás se logrará lo que queremos.’
Quien aún esté vivo no diga ‘jamás’.
Lo firme no es firme.
Todo no seguirá igual.
Cuando hayan hablado los que dominan,
hablarán los dominados.
¿Quién puede atreverse a decir ‘jamás’?
¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros.
¿De quién que se acabe? De nosotros también.
¡Que se levante aquel que está abatido!
¡Aquel que está perdido que combata!
¿Quién podrá contener al que conoce su condición?
Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana
y el jamás se convierte en hoy mismo.
– El Viejo Topo (Madrid, 8/02/2003) – Para Paco Angulo, actor