– Ing. Enrique Martínez (INTI)
Presidente del INTI
A los argentinos, a pesar de varias voces interesadas en mostrar lo contrario, el momento nos encuentra mejor preparados en términos macroeconómicos relativos.
Sin embargo, en algo han tenido éxito los agoreros. No solo nos levantamos escuchando que las bolsas de Asia cayeron, y cenamos con la misma cantinela pero en Wall Street. También escuchamos y leemos largas reflexiones que tratan de explicar por qué tenemos que asustarnos sobre el futuro: porque no vendrán los capitales; porque no vendrán turistas; porque nuestras exportaciones perderán valor; porque el Estado se quedará con el dinero de los jubilados (con el cual ya se habían quedado las AFJP). Por si todo esto fuera poco, viene creciendo el terror más grande de todos: que no nos clasifiquemos para el Mundial de fútbol.
En momentos como éste, es justamente cuando se necesita reflexionar.
Ante todo: ¿Es inevitable vivir con miedo? Seguramente que no. Los optimistas podrían decir que se puede vivir construyendo una esperanza y buscando concretarla. Los prudentes – es lo que intentamos ser – corregirían a los optimistas señalando que no se puede evitar sumar la ansiedad y la tensión a la esperanza, porque un mundo mejor no se construye con solo desearlo. Esa tensión es una variante del miedo, solo que por la positiva: miedo a fracasar.
En este marco es que miro los miedos que bajan caudalosos desde los diarios y la televisión y me pregunto: ¿qué pensarán los pobres frente a esto?
Resulta que hasta ayer nomás – hasta hace un ratito – los capitales venían, la inflación informada era creíble, llegaban los turistas, los exportadores juntaron dinero con pala y las AFJP timbeaban tranquilas con el dinero de los jubilados. Todo normal, nada que comentar…, y sin embargo, en la Argentina hay 6 Millones de personas que no pueden comer decentemente.
Más allá de mostrar por televisión chicos desnutridos, ni la política oficial ni sus detractores han logrado pensar y hacer – aunque sea en ámbitos reducidos – lo suficiente para eliminar esa situación.
La receta básica sigue siendo la misma: busquemos inversores – en lo que sea –, démosles los “incentivos” y la “seguridad jurídica” para que vengan; ellos han de generar trabajo y con eso se acabará la pobreza. A eso le llaman “derrame”.
Sin embargo, hace ya décadas que trabajar no siempre permite salir de la pobreza.
El caso paradigmático es el de la industria de la indumentaria, donde en casi todo pueblo del país existe al menos un taller irregular, en que las condiciones de trabajo, tanto desde lo salarial como con relación a la higiene y seguridad son inaceptables.
El concepto instalado es que para salvar a la industria hay que bajar los costos salariales, impidiendo así que nos invadan las importaciones de países que no respetan a los trabajadores.
Conclusión: Entonces nosotros tampoco los respetamos. La inversión de la prueba, o sea exigir a los importadores que demuestren que sus productos están hechos en condiciones dignas en origen, nunca ha sido levantada como bandera por la industria nacional. De este modo se separa el éxito del emprendedor del bienestar y dignidad de sus empleados, como si eso fuera posible. No es un ejemplo aislado.
La producción de arándanos aparece como un cultivo innovador, de alta inversión por hectárea, pero de alta renta, por la garantía de exportación en contra estación a Estados Unidos. Se lo ha promocionado en lugares tales como Concordia, con alto compromiso del poder político. Cuando llega el momento de la cosecha, se advierte que se necesita tanta gente que se anotan 600 menores para trabajar 3 meses unas 10 horas por día a 60 pesos el jornal. Esto, ¿reduce la pobreza, o la consolida?
Se estudian las condiciones agroecológicas para producir biodiesel en el norte argentino. Se señala que la jatropha sería ideal porque rinde el 40 por ciento de aceite. Se aprecia que se trata de un arbusto perenne que necesita cosecha manual, en una región con muy poca población. ¿Qué se concluye? Que habrá que contar con población golondrina para la cosecha. Es apenas un dato de color.
La casi total ausencia de mecanización en la horticultura ha construido el mito que los bolivianos son gente más trabajadora que los argentinos y por eso su presencia es dominante en el sector.
Los ingleses también cultivan huertas y no tienen bolivianos que los ayuden. Tienen sembradoras, pequeños tractores y cosechadoras especiales. Tienen tecnología incorporada, que es lo que se necesita para aliviar el trabajo humano.
Podría seguir con numerosos ejemplos que van desde el tabaco al calzado; desde el tambero mediero a la cosecha de aceitunas.
Los pobres resultan necesarios para mantener este tipo de estructura productiva en funcionamiento, disociada en sus valores. Tengamos trabajo, que lo demás es lo de menos, se nos dice. Allí está nuestro miedo, más que en la bolsa de Shangai o en la de Buenos Aires. Está en construir una y otra vez escenarios que en realidad no encaran seriamente el problema de fondo; y a veces lo agravan.
Los pobres pobres siguen esperando y las soluciones que organismos como el nuestro han diseñado siguen avanzando lentamente, buscando penetrar la conciencia y la racionalidad de los decisores políticos y productivos. Muy lentamente…