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lunes, noviembre 25, 2024

El asombro de Mario Vargas Llosa y las respuestas de Juan José Saer

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En 1995, el peruano escribió, en el diario El País, por las declaraciones públicas de torturadores argentinos. El autor de Glosa respondió, sentando dos puntos de vista sobre la barbarie

POR MARIO VARGAS LLOSA

La conmoción que provocó, en la Argentina, el testimonio de las torturas y los crímenes cometidos por la dictadura militar que inauguró el golpe de Estado en 1976 y cesó con la elección de Alfonsín, en 1983, podría ser muy saludable para el futuro de la democracia en ese país y en América latina. Pero sólo si se ventilan todos los factores y el conjunto de la sociedad saca del debate correspondiente las conclusiones adecuadas. Tengo la impresión de que nada de ello va a ocurrir. Aunque la magnitud de los horrores de la represión se conocía de sobra, lo que desencadenó el escándalo son las escalofriantes precisiones ofrecidas por los militares “arrepentidos” sobre el sadismo con que aquélla se abatió sobre sus víctimas, y, sobre todo, que quienes hicieron las revelaciones fueron los propios victimarios. Ahora sí, la evidencia está allí. La verdad ya no puede ser cuestionada ni rebajada, pues esas bocas que la hacen pública son las de los mismos que aplicaron las picanas eléctricas, soltaron a los perros adiestrados en castrar a mordiscos a los prisioneros o empujaron a éstos desde los helicópteros al mar.

Todo ello es, desde luego, atroz y nauseabundo para cualquier conciencia medianamente ética, como es perfectamente comprensible la indignación de los católicos, que se sienten apuñalados a traición por su Iglesia, al enterarse de que los encargados de arrojar vivos al océano a los presos políticos eran confortados espiritualmente por sacerdotes y capellanes castrenses, a fin de que no padecieran luego de remordimientos.

Sin que ello disminuyera mi asco por aquel salvajismo, seguí con un malestar creciente el debate argentino sobre si, en razón de estos nuevos elementos de juicio, debería levantarse el indulto del 28 de diciembre de 1990, reabrirse los juicios y enviar a la cárcel al mayor número de cómplices en las torturas, asesinatos y desapariciones de las 30.000 víctimas de la dictadura. Sería magnífico que todos los responsables de esas crueldades fueran juzgados y sancionados. Pero es imposible ya que esa responsabilidad desborda la esfera castrense e implica a un amplio espectro de la sociedad argentina, incluida una buena parte de quienes ahora se rasgan las vestiduras condenando una violencia que contribuyeron a atizar.

El reemplazo de un gobierno democrático por un régimen dictatorial abre las puertas a un desencadenamiento impredecible de la violencia, en todas sus manifestaciones, desde la impunidad, para la corrupción hasta el crimen institucionalizado, pasando, desde luego, por el imperio de la arbitrariedad en las relaciones sociales y el reino del privilegio y la discriminación en la esfera pública. Los alcances de esta violencia implícita en todo régimen cuyo sustento es la fuerza bruta, dependen, claro, de factores que varían de país a país y de época a época, pero es una ley sin excepciones que toda dictadura, aun la más “benigna”, deja siempre tras de sí un siniestro reguero de sangre y de muerte y un largo prontuario de atropellos a los derechos humanos. Por eso, está muy bien que las revelaciones provoquen indignación, pero de ningún modo es admisible la sorpresa, pues torturar, asesinar y “desaparecer” ¿no fue, desde siempre, práctica habitual de las dictaduras en América latina y en todas partes? Todo esto lo conocemos los latinoamericanos de sobra y, por eso, quienes aplauden o callan cuando un régimen democrático es destruido por los tanques saben muy bien lo que éstos traen consigo como proyecto de vida para la colectividad entre las muelas de sus orugas. ¿Necesito recordar que el golpe militar del 24 de marzo de 1976 contra el gobierno de Isabelita Perón fue jaleado alegremente por un sector muy grande, acaso mayoritario, de la sociedad argentina? Esa muchedumbre de caras anónimas que respiró, aliviada y feliz, cuando se instaló la Junta Militar, no es ajena al horror que en estos días despliega su abyecta cara en la vida política argentina y es objeto, de examen público gracias a que ahora hay en ese país un régimen de libertad y legalidad.

Ahora bien, si es hipócrita jugar al inocente o al ciego sobre lo que significa una dictadura, también lo es jugar al desmemoriado y mantener fuera del debate un hecho capital: el clima de zozobra y de impotencia que reinaba en la Argentina en los ’70 por culpa de la acción insurreccional de los Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Esta guerra fue desatada no contra una dictadura militar, sino contra un régimen civil, nacido de elecciones, y que, con todos los defectos que tenía, preservaba un cierto pluralismo y permitía un amplio margen de acción a sus opositores de derecha y de izquierda, lo que significa que hubiera podido ser reemplazado pacíficamente, a través de un proceso electoral.

Pero los románticos e idealistas guerrilleros urbanos no querían conservar el corrupto e ineficiente sistema democrático, sino hacer tabla rasa y edificar otra sociedad desde el principio. Para ellos, ese sistema era una simple máscara y sus asesinatos, atentados, secuestros y “expropiaciones” –como llamaban a los asaltos y robos– tenían por objeto restablecer la verdad: que salieran los militares de los cuarteles a gobernar. ¿Qué era la democracia sino un patético testaferro del verdadero poder representado por la institución castrense y sus aliados, los capitalistas? Su estrategia tuvo éxito y los militares, aclamados por una buena parte de los civiles a quienes el terrorismo tenía aturdidos y aterrados, salieron de los cuarteles a librar la guerra a la que eran convocados y, como en eso de matar estaban mejor equipados y entrenados que los guerrilleros, mataron a mansalva, diez o veinte o más por cada una de las víctimas del otro bando, sin importarles mucho que cayera un considerable número de inocentes.

El salvajismo de unos no es jamás atenuante del salvajismo de los otros, por supuesto, y de ninguna manera creo que se pueda excusar o mitigar la responsabilidad de los espantosos abusos de la dictadura por los crímenes de Montoneros y ERP. Pero sí sostengo que no se puede desligar la ferocidad de la represión de la dictadura militar de la insensata declaratoria de “guerra armada” lanzada por esos movimientos extremistas contra una democracia que, por débil e incompetente que fuera, era la defensa más preciosa que el pueblo argentino tenía contra la violencia. Por eso, todos los que ayudaron, de un modo o de otro, a que ese sistema se desplomara y a que lo sustituyera una junta militar, pusieron un manojito de paja en el terrible incendio que asoló al país más instruido, próspero y moderno de América latina y lo retrocedió a la barbarie política.

¿Cómo fue posible semejante regresión y cómo actuar, desde ahora, para que ella no vuelva a repetirse? Éste debería ser el eje del debate. Los arrepentimientos públicos de obispos y jefes militares están muy bien, sin duda, pero no creo que ellos garanticen gran cosa cara al futuro, a menos que estas exhibiciones vengan acompañadas de una toma de conciencia colectiva de que aquellos horrores que hoy día salen a la luz pública fueron un efecto, la inevitable consecuencia de una tragedia mayor: la desaparición del régimen civil y representativo, basado en la ley, en las reglas de juego civilizado de las elecciones y el equilibrio de poderes, y su sustitución por un régimen autoritario basado en las pistolas.

Ahora bien, tengo la impresión de que no es ésta la dirección que tomó el debate argentino, sino, más bien, la arriesgadísima del arreglo de cuentas, la más apta para, en vez de vacunar al país contra la repetición futura de horrores semejantes, ahondar la división entre los sectores políticos y debilitar el frágil consenso que permitió el restablecimiento de la democracia. Si ésta se resquebraja y desmorona no sólo no se habrá hecho justicia a las víctimas del terror; se habrá abonado el terreno para que, una vez más, se repita el ciclo fatídico, y a un breve intervalo de libertad siga el autoritarismo, desembozado o encubierto (a la manera peruana, por ejemplo), con su inevitable corolario de nuevos atropellados, abusados, torturados y asesinados para enriquecer la triste historia universal de la infamia de la que hablaba Borges.

(…) Haciendo esfuerzos para superar la comprensible náusea y el espanto, harían bien en mirar hacia aquellos países, como España o como Chile, que rompieron el ciclo infernal y enterraron el pasado a fin de poder construir el futuro. Sólo cuando la democracia echa raíces y la cultura de la legalidad y de la libertad permea toda la vida social está un país defendido contra bestialidades como las que vivió la Argentina aquellos años, y suficientemente fortalecido como para sancionar debidamente a quienes amenazan el Estado de derecho. La democratización de las instituciones en América latina es un proceso lento y delicado del que depende en gran parte el futuro de la libertad en el continente. Lo sucedido en el Perú con una democracia que, por la violencia de los grupos extremistas y la ceguera y demagogia de algunas fuerzas políticas, los peruanos malversaron y dejaron caer como una fruta madura en los brazos del poder personal y militar, debería abrir los ojos a los imprudentes justicieros que, en Argentina, aprovechan este debate sobre la represión de los ’70 para tomarse el desquite, reparar viejas afrentas o continuar por otros medios la demencial guerra que desataron y perdieron.

POR JUAN JOSÉ SAER

La amalgama, la información trunca, la petición de principio y la pura mitomanía invalidan de antemano, la posibilidad de cualquier discusión seria. El señor Vargas Llosa, que ha hecho de la agitación una actividad comercial, carece de la envergadura intelectual y de las garantías morales necesarias que podrían convertir a todo adversario en un interlocutor válido.

La historia tenebrosa de sus opiniones y de sus actos pueden hacerla, si lo desean, todos aquellos que por complacencia, oportunismo o ignorancia acogen tan a menudo sus panfletos, acordándoles, de ese modo, la legitimidad de un periodismo honesto y objetivo. Sus dislates no justifcan la controversia: llenos de lugares comunes, de ideas fijas y de incoherencias histéricas, una vez expuestos en lugar visible se refutan solos.

Pero aun para el más imperturbable desprecio, la imprudencia tiene un límite. En su artículo, el señor Vargas Llosa franquea, con su desparpajo habitual, ese límite, y se instala en una zona turbia que está más allá del error.

Cada uno es libre de sus opiniones si, desde luego, las profiere con franqueza; pero si para hacerlas más aceptables las adereza con una napa asqueante de lugares comunes dignos de una composición de 6º grado se infiere la duplicidad y la cobardía de quien las expresa.
El artículo comenta las recientes confesiones públicas de militares argentinos que participaron en los actos masivos de terrorismo de Estado perpetrados por la dictadura militar entre 1976 y 1983.
Esas confesiones públicas no aportan ninguna novedad a los hechos, mundialmente conocidos desde hace más de una década. El informe de la Conadep, de septiembre de 1984, después de muchos meses de trabajo ejemplar, logró probar, aceptando como válidos sólo los casos donde existían varios testimonios concordantes, el secuestro, tormento y desaparición de alrededor de 9.000 personas. Su estimación global, sin embargo, según varios indicios fuertemente probables, es de unos 30 mil desaparecidos. El informe fue, al año siguiente, una pieza decisiva en el proceso a los jefes de la dictadura militar, bajo el gobierno de Raúl Alfonsín. Varios responsables militares fueron condenados a importantes penas de cárcel, pero Carlos Menem, en 1989, les acordó una injustificada amnistía. De modo que las confesiones públicas de unos pocos militares no introducen ninguna novedad a no ser la comprensible exigencia de una buena parte de la opinión pública, exigencia que nunca decayó totalmente, de que se juzgue a los culpables de tantos crímenes horrendos. Y es la posibilidad de un nuevo proceso lo que despierta el escepticismo de Vargas Llosa.

Podado de sus vaguedades liberales y de sus supuestas revelaciones, su artículo sostiene en sustancia que un nuevo juicio a los militares es “prácticamente” imposible, porque la responsabilidad de los crímenes no recae únicamente sobre los que los cometieron, sino “sobre un amplio espectro de la sociedad argentina”, es decir, sobre todos aquellos que aprobaron la llegada al poder de la dictadura militar y asistieron, sin rebelarse explícitamente, a la ola de terror. Según este argumento, Goering, Hess, Eichmann o Barbie no hubiesen debido ser juzgados o condenados por los crímenes que cometieron, con el pretexto de que la mayoría del pueblo alemán sostenía al nacional-socialismo.

Este argumento es la legitimación tácita de la tiranía, porque los desmanes de cualquier gobierno elegido por simple mayoría podrían ser reivindicados por los dirigentes como atributos legítimos del mandato popular. La tan criticada Ley de Punto Final contempló lo absurdo de ese argumento y puso un tiempo límite para que todas las denuncias fundadas pudieran ventilarse en los tribunales.
La Ley fracasó rotundamente, pero la intención era castigar graves casos precisos de violación de derechos humanos, para sacar el problema del terreno brumoso de la responsabilidad colectiva. Si la Ley fracasó fue porque muchos jueces que habían sido cómplices de la dictadura empezaron a enjuiciar a militares subalternos omitiendo ocuparse de los verdaderos responsables. Ese argumento de la responsabilidad colectiva pondría, por otra parte, en situación delicada al propio Vargas Llosa, porque mientras que decenas de intelectuales y de artistas chilenos y argentinos eran torturados, asesinados, o desterrados, él seguía publicando sus artículos en los diarios oficiales de las dictaduras de esos países.

El artículo de Mario Vargas Llosa se desliza groseramente de la tesis de la dificultad del juicio a causa de la responsabilidad colectiva a la de su falta de necesidad, porque una actitud revanchista pondría en peligro las frágiles instituciones democráticas.

No entiendo cómo la impunidad de esos crímenes horrendos podría contribuir a estabilizar la democracia, ni cómo puede llamarse democracia a una sociedad en la que verdugos y torturadores, secuestradores y asesinos de criaturas, se pasean por la calle, ostentando el cinismo satisfecho de sus crímenes. Es verdad que en nuestra época la palabra democracia fue vaciada por muchos de todo contenido y que, parafraseando al doctor Johnson, podríamos decir que la democracia se volvió el último refugio del pícaro. Pero el argumento de choque del artículo consiste en afirmar que si bien la dictadura existió, no se debe eliminar del debate “un hecho capital”: la acción insurreccional de los grupos armados que implícitamente justificó la reacción del ejército. Una mentira enorme apoya este sofisma: según Vargas Llosa, la lucha armada comenzó bajo un gobierno constitucional y democrático, lo que haría recaer en sus partidarios la principal responsabilidad de las masacres. Esta afirmación podría deberse a la mala fe de Vargas Llosa o a su ignorancia de la historia argentina: ambas razones no se excluyen necesariamente.

Desde el golpe de Estado de 1955 contra el gobierno de Perón hasta el 10 de diciembre de 1983, es decir, durante 28 años, hubo en la Argentina sólo seis de gobiernos constitucionales diluidos en 22 de dictaduras. Los primeros intentos de resistencia armada empezaron en 1956, bajo un gobierno militar, y la mayoría de las acciones importantes tuvieron lugar contra ese tipo de gobierno. Calificar el de Isabel Perón de democrático es una lamentable patraña, ya que fue ese mismo gobierno el que, después de haber alentado grupos paramilitares y parapoliciales, comenzó a aplicar el terrorismo de Estado firmando un decreto de “exterminio” que los militares no hicieron más que aplicar al pie de la letra.

Quiero hacer notar que, como de costumbre, el señor Vargas Llosa es poco original, porque su punto de vista coincide como por casualidad, y al milímetro, con el de la dictadura militar: si torturaron y asesinaron fue porque los otros los obligaron a lanzarse en lo que ellos mismos bautizaron “la guerra sucia”. Adobándolo de inenarrable chatura seudohumanista, Vargas Llosa no hace más que blandir el eterno pretexto de todos los tiranos: la responsabilidad del terrorismo de Estado recae no sobre los asesinos que lo ponen en práctica, sino sobre la sedición que, previamente, la provocó.

En cada frase de ese artículo hay una inepcia, y podría poner como ejemplo la afirmación de que Chile es un país reconciliado, aunque todos sabemos que los excesos del golpe de 1973 aún no han sido elucidados, y que la sombra siniestra de Pinochet se proyecta todavía, reivindicando orgullosamente todos sus crímenes, sobre la sociedad chilena.

En la más completa impunidad, y con la inconsecuencia clínica del mitómano, Vargas Llosa, como se puede comprobar, es capaz de escribir cualquier cosa y, como decía al principio, la amalgama, la verdad trunca, la afirmación irresponsable, son la rutina de este articulista. La inconsistencia general de sus argumentos fatiga, y sus torpes tergiversaciones ya hace tiempo que han dejado de indignar.
Como a un factor más de contaminación ambiente se soportan su verborrea omnipresente, su sintaxis renga, sus efectos de pacotilla, su narcisismo vulgar que, a decir verdad, nada justifica. Pero todo tiene un límite.

Comentando las confesiones públicas de los torturadores arrepentidos, el señor Vargas Llosa se atreve a estampar estas líneas: “Ahora sí, la evidencia está allí. La verdad ya no puede ser cuestionada ni rebajada…”. A pesar de las 484 páginas atroces del informe de la Conadep, de las decenas de miles de folios de los procesos militares, de los testimonios directos difundidos desde hace casi 20 años por la prensa internacional y por las asociaciones de defensa de los derechos humanos, el indigno autor de ese artículo insinúa que sólo el testimonio de los torturadores suministra la prueba irrefutable de lo que realmente sucedió.

La veracidad de una de las páginas más sombrías de la historia americana estaba, según él, en suspenso antes de que los asesinos reconocieran sus crímenes. El relato de miles y miles de víctimas, de familiares, de testigos, de periodistas y de magistrados no era al parecer prueba suficiente. Tal es la insinuación incalificable que, sin embargo, califica a quien la escribió: hasta ahora la palabra de las víctimas no era enteramente digna de crédito; solamente, la confesión de los verdugos la certifica.

Uno. Mario Vargas Llosa (Perú, 1936; desde 1993, es ciudadano español, luego de caer ante Fujimori en las elecciones de su país) es autor de La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y La tía Julia y el escribidor, entre otros títulos. Ganó el premio Nobel de literatura en 2010. Es un profundo defensor del liberalismo.

Otro. Juan José Saer (Serodino, provincia de Santa Fe, 1937; vivió desde 1968 en París, donde murió el 11 de junio de 2005) es autor de Nadie nada nunca, El limonero real y La grande, entre otras obras. Enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica en la Universidad Nacional del Litoral. Está considerado como uno de los más importantes escritores en lengua española de la segunda mitad del siglo XX.

– Miradas al sur

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