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sábado, noviembre 23, 2024

Empanada de Gato

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A ese que usa el poder que le otorga el sillón de un supuesto conocimiento, yo ni siquiera lo había nombrado.

En la última entrevista que Cacho Fontana realizara para la televisión argentina, poco antes de la tragedia de Malvinas, le preguntó a Jorge Luis Borges qué opinaba sobre el fútbol. El Maestro le contestó, haciendo un elocuente uso de la ceguera sobre el bastón en el que apoyaba su barbilla, que qué podía opinar de un deporte en el que 22 hombres corren detrás de una pelota, y que son dirigidos por un hombre de negro que a su vez los persigue tocando durante todo el tiempo el pito.

Fontana, asumiendo toda la delicadeza que implicaba aquél interlocutor y el elevado tono de la encuesta, le dijo sin poder ocultar su estupor:

Maestro, ¿usted está sugiriendo que el fútbol es homosexual?

A lo que Borges le contestó mirando a cualquier lugar del infinito:

Yo no lo dije, Usted lo dijo.

Por eso no contesté al coro que alborotaba el gallinero por una nota titulada Gato Negro, y sobre el que sobresalían las voces airadas de un par de periodistas y algún sicoanalista, que no entendieron que la conversación se trataba de escritores.

Uno de ellos se había auto incriminado mediante una histriónica confesión pública en la que asumía sin ambages la descalificación y la estigmatización de un poeta salteño. Un gran poeta, a decir verdad, con sus dramas y sus lesiones, como todo el mundo.

Sin embargo, a ese que usa el poder que le otorga el sillón de un supuesto conocimiento, hermético si se quiere, para profundizar una probable mácula en su semejante, yo ni siquiera lo había nombrado.

Después me fui enterando, por el intercambio posterior de aclaraciones, que la cosa había sido mucho peor de lo que yo mismo suponía.

Había mencionado, en esa nota felina pero no muy feliz como parece, una conversación que mantuve con mi hermano en la poesía Jesús Ramón Vera. Una noche llena de espíritus en el Bar Madrid, y en la cual esa mención no fue otra cosa que la inútil digresión de un reproche. Esa anécdota reflejaba nada más, y nada menos, que un clásico prejuicio con que cierta costra moralista de nuestra sociedad salteña suele estigmatizar a los artistas en esta ciudad tan bella.
Prejuicio que reconoce su origen por lo general en la Academia.

Es verdad, los escritores de Salta tenemos fama de farristas. Somos además dionisíacos, románticos e irresponsables. Se podría decir que somos menos amigos del Cristo que de Baco.

Pero no por eso tenemos una Personalidad Alcohólica, como me enteré recién que habían diagnosticado a mi amigo poeta desde un informe clínico de nulidad, ofensivo y hasta solapado. Tenemos Personalidad, y punto.

Tal Personalidad etílica no existe ni siquiera en las últimas películas de la zaga de Harry Pooter. No la vi ni una sola vez entre las mil cuatrocientas setenta y tres definiciones de Persona en la materia pertinente de la U.N. de Córdoba. Esa cifra resumía los avatares de la inteligentzia humana sobre el tema, desde el balbuceante griego hasta la viscosidad de la filosofía contemporánea expuesta en el existencialismo de Sartre.

Entre todas recuerdo la definición de Ortega y Gasset, que decía persona es aquél individuo humano que es capaz de estar a solas consigo mismo. ¡Qué belleza!

Pero esa cuestión que se menciona acá sobre la personalidad no la había visto ni una sola vez en ningún lado. Es como una empanada de gato. En las pizarras de las empanaderas, entre el olor de la fritanga y el bullicio del mercado, he visto empanadas de carne, de pollo y de queso, y hasta del ancestral y sabroso charqui. Pero de felino no he visto jamás, no lo he visto nunca.

De los dos periodistas no voy a hablar, pertenecen al coro que está bajo contrato. Hacen lo que tienen que hacer, tapar la evidencia.

De lo que se trata aquí es del acoso y tormento a que fue sometido el poeta Vera a manos de la municipalidad de Rosario, no de otra cosa. Hace unos días me enteré de que en esa ciudad no le vendían nada, porque desde la intendencia apretaban a los comerciantes para que no lo atendieran.

Por eso no he contestado.

Desde mi invertebrada juventud me ha tocado el ejercicio de más de ocho idiomas.

De los estudios en el Bachillerato Humanista me han quedado los rudimentos del Latín y el Griego.

El Francés y el Inglés eran casi una tradición en el ámbito familiar de la salta de antes.

Después, de los viejos anarquistas amigos de mi abuelo, aprendí el Esperanto, que encierra la ambición de reunir todas las lenguas en un idioma universal. Una torre de Babel, como quien dice.

El Castellano, por supuesto. Y ya van seis.

La lectura de los Alquimistas, entre quienes recuerdo a Ulrico de Maguncia, me incitó a penetrar en los misterios del Sánscrito y el Arameo.

Después, mucho después, fui seducido por el lenguaje universal de la Música, donde hablan los sonidos y el silencio.

Finalmente conocí los balbuceos y las elegías del Amor, que es como el lenguaje secreto de las catedrales. Debo reconocer que no he logrado dominarlo con la amplitud que se merece.

Hasta que un día conocí un idioma que es todos y que es Uno: uno uno, cero, uno, cero cero cero, uno uno, cero uno

Es el lenguaje binario de la inteligencia artificial, de la Cibernética, de las computadoras, plagiado impiadosamente del funcionamiento del cerebro en el animal humano. Así funciona, estímulo igual a uno, ausencia de estímulo igual a cero. De esas dos cifras combinadas infinitamente viene la inteligencia, el lenguaje del espíritu, el pensamiento humano. Impulso bioeléctrico en la enredadera neuronal igual a uno, ausencia de impulso igual a cero.

Recuerdo una noche imantada con el filósofo tucumano Samuel Skolnic y el gran poeta Francisco Pancho Galíndez. Hablábamos de esa magia tan simple, y a su vez tan compleja, de la cual vienen todos los idiomas. Esa noche llovía a mares en la madrugada tucumana.

Nos parecía escuchar la música de un álgebra ancestral y luminosa que venía de las esferas como otra lluvia cayendo sobre los techos de los ranchos, sobre la miseria humana, sobre la fatuidad de lo mundano, sobre lo insolvente de las ambiciones.

Ese amanecer tomé una decisión irrevocable: renuncié a toda aquella pléyade de idiomas, inútiles quizá, grandilocuentes, quizá vanos.

Desde entonces yo conputo, no hablo.

– Notas relacionadas:

Gato Negro (O de cómo se mata a un artista)

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Respuesta a la difamación (y en honor a la verdad)

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No acepto las gracias ni las desgracias de Antonio Gutiérrez

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Hasta la victoria siempre, Jesús Ramón Vera!

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